El pintor no
tardó mucho en salir por donde había entrado; cargó sus bártulos y se encaminó,
colina arriba, hacia el castillo. Una vez allí, lo rodeó y durante horas vagó
por los campos como si buscase algo que hubiera perdido. El sol ya comenzaba su
descenso desde lo más alto del cielo y mis tripas se quejaban cuando, por fin,
se detuvo. Montó la silla y el caballete y colocó sobre este un pequeño lienzo
blanco. Luego, sacó paleta, pinturas y pinceles de la maleta que llevaba a la
espalda y se puso a pintar como un loco. Mezclaba los colores con ligereza y
perpetraba violentas pinceladas en la tela como puñetazos de un luchador. Yo
había visto pintores en París, en la plaza del Tertre o en las galerías de la
calle Lepic, que eran todo calma y ceremonia cuando pintaban. Pero este no
procedía igual; parecía que mantuviese una lucha desesperada con el lienzo.
Curioso por descubrir el resultado de aquella incruenta lucha, fui acercándome
a él, oculto entre la hierba alta. Contemplaba tan absorto lo que había pintado
que no me percaté de que hablaba conmigo.
-Si vas a
pasarte todo el día detrás de mí, podrías ayudarme a cargar los bártulos de
vuelta a la posada.
Me había
pillado con las manos en la masa y no tenía escapatoria; lo mejor seria
levantarme y enfrentarme a él.
-No quería
molestarlo, rnonsieur, solo sentía curiosidad -acerté a decir sacudiéndome la
hierba de las perneras.
-No me has
molestado. Me llamo Vincent -me tranquilizó mientras recogía el material.
Yo estaba
asombrado. Parecía inaudito que aquel lienzo desnudo mostrase ahora, en un
lapso mínimo de escasos minutos, una vista de varias casitas con un terreno de
guisantes florecidos delante, y unas colinas al fondo bajo un hermoso cielo
blanco y azul.
-¿Te gusta?
-Es
precioso..., con esos colores tan intensos que...
-La belleza
reside en la verdad, en la vida tal y como se nos presenta. Yo solo intento
reflejarla con humildad. Alguien dijo que el arte es el hombre añadido a la
naturaleza, y aquí mismo, rodeado por ella, estoy yo.
No entendí muy
bien de qué hablaba, pero aquel cuadro que ahora aparecía ante mí... Me
faltaban las palabras para describir lo que sentía al contemplarlo. Nunca me
había sucedido nada igual.
-Seguro que
conoces bien los alrededores.
-Ya lo creo
que sí. No hay rincón en Auvers donde no haya metido las narices.
-Pues yo
empiezo a sentir obsesión por las casitas y la vegetación de este lugar.
Podrías guiarme por los campos en su busca.
-¿Y qué gano
yo con eso?
-Por lo
pronto, la cena. Debes de estar hambriento después de haberme seguido todo el
día como un perro. ¡Vamos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario