Carta que fra Sebastián Pier, padre dominico, bibliotecario del
convento de Santa Caterina de Barcelona, envió a su superior, dándole noticias
de lo ocurrido con la biblioteca el 26 de marzo de 1823
¡Infames! ¡Miserables! Ya todo se ha perdido y a nosotros, hombres
de Dios, nos ha tocado padecer en esta ciudad del diablo.
Una plaza. En eso se ha convertido el lugar donde estuvieron los
muros góticos del refectorio coronado por la noble biblioteca. Un lugar vacío
donde vender melones, eso es lo que ambicionan los demonios liberales, que aún
osan llamarse cultos. Nada les ha importado demoler el lugar que albergó veinte
mil libros, reunidos con amor y sacrificio y custodiados con generosidad,
puestoque fuimos nosotros quienes los pusimos a disposición de los estudiosos que
quisieran leerlos, convirtiendo nuestra casa en la suya. ¿Y éste es el provecho
que les hizo la lectura? ¿Así nos lo pagan? ¡Infames!
Las últimas horas han sido las peores de mi vida, escondido en
casa de unos buenos cristianos de la calle Freixures. Antes de la demolición se
procedió al traslado de la biblioteca, que se hizo con prisa y sin ningún concierto.
Había autoridades militares y municipales que daban órdenes contradictorias. En
el mismo grupo vi mercaderes de libros analizar el material como si fueran
pescados. Algunos ejemplares quedaron en nuestra casa, es cierto, pero no puedo
responder de cuáles ni en qué condiciones y, a decir verdad, no albergo muchas
esperanzas.
En medio de semejante devastación, tuve muy presente su encomienda
de salvar sus libros, reverendísimo señor. Entré en la biblioteca y sin
demorarme fui a la alacena donde todo este tiempo he guardado bajo llave los
libros que me encomendó en nombre del obispo. Quisiera poder afirmar que ni el
papel ni el pergamino sufrieron ningún daño, pero la verdad es otra y terrible.
Los once volúmenes estaban allí cuando abrí la alacena,
completamente ilesos, como vos me los confiasteis o puede que aún mejor, puesto
que en mis ratos libres me gustaba sacarlos para que se airearan y limpiar los pergaminos
de las cubiertas con un paño húmedo. Como los conozco bien —aunque nunca los
abrí, como vos me indicasteis—, puedo deciros que se trata de volúmenes muy
pesados, que no pueden ser transportados por un solo hombre de una sola vez.
Con mucho trabajo conseguí llevarme cinco de ellos, dejando los otros seis bien
encerrados dentro de la alacena. Me apresuré a ponerlos a salvo en la casa de
la calle de Freixures y —ay de mí— cuando regresé a la alacena las puertas habían
sido violentadas, la cerradura rota y no quedaba ni uno solo de los libros.
En vano pregunté dónde estaban a los hombres que por allí
husmeaban (…)
Aunque me tiemble la mano al escribirlo, del destino de los seis
libros no puedo daros más razón que lo que ya habéis leído. Presumo que serán vendidos
al menudo o que caerán en manos de fabricantes de tambores que los
desencuadernen para utilizar el pergamino de las tapas. O tal vez los apreciarán
los mismos que nos odian y al hacerlo cometerán el pecado de la incongruencia.
Por mi parte, nada más puedo añadir. Junto con esta nota, que entrego
en mano al hermano bibliotecario del convento de San José, deposito los cinco
volúmenes sobrevivientes, con mis disculpas a su ilustrísima por no haber
sabido salvar los demás y a vos mismo por dejaros en mal lugar. Encomiendo mi
vida a Dios y pongo tierra de por medio, llevando conmigo el deseo de que este
ultraje no sea en vano, y las maldiciones que a todas horas mascullo, sin poder
evitarlo:
Caiga sobre los ladrones la maldición de quien amó lo que ellos se
llevaron.
Siembren los libros la discordia entre aquellos que los codicien.
Sepárense amigos y caigan prohombres, ciegos de ambición insatisfecha.
Púdrase el papel en sótanos infectos antes de que otros ojos
puedan acariciarlo.
Cómanse las ratas las páginas mejor impresas, los grabados más bellos,
los versos mejor compuestos, hasta que no quede nada de provecho.
Invada la humedad los ejemplares únicos que hayan sobrevivido al
furor de los años.
Devoren las termitas lo que los ratones repudien.
Queden los libros en la oscuridad de la ignorancia durante décadas
y centurias.
No hallen los invasores de bibliotecas buena cosa que leer hasta el
fin de sus miserables días.
Y quiera Dios que este humilde bibliotecario viva para contemplar todo
ese sufrimiento.
Amén.
Care Santos,
El Aire que Respiras
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