lunes, 5 de octubre de 2015

IN MEMORIAM DE ANA DIOSDADO: HARIRA


Esta mañana ha fallecido la dramaturga Ana Diosdado; la recuerdo, principalmente, por sus guiones de televisión Anillos de Oro (nunca olvidaré ese antológico “pedete lucido” de Juan Echanove) y Segunda Enseñanza. También en esa época vi Los Ochenta Son Nuestros, representada por un grupo aficionado, obra que reflejaba las inquietudes, angustias, ilusiones y aspiraciones de un grupo de jóvenes en los 80. Como homenaje a esta dama de la escena española os dejo Harira, una pieza breve dentro del proyecto 11 Voces contra la Barbarie, en conmemoración por las victimas del 11-M.


HARIRA

La cocina de un piso de clase media baja.
Un reloj de pared.
Un calendario, también de pared, de los de una hoja por día, ambos muy visibles, muy presentes. De tamaño desproporcionado si es necesario.
Sobre la encimera, sobre la mesa, sobre cualquier mueble de cocina, si es que lo incluye la escenografía, un aparato de radio. Nunca uno pequeño, de transistores, sino un verdadero aparato de radio, que adivinamos suele estar allí para amenizar la preparación de la comida, la limpieza, etc. También −si se acepta esta convención− puede tener un aspecto desproporcionado. Grande. O antiguo. Cualquier cosa que lo haga destacar.
Se trata de que tanto el reloj como el calendario y el aparato de radio sean los protagonistas del espacio escénico.
Al comenzar la representación éste se halla vacío y silencioso.
Entra en escena CARMEN, en bata “boitinée” y zapatillas. Le asoma el camisón por debajo. Entra bostezando de sueño. Es evidente que se acaba de levantar de la cama y que viene directamente de allí. Medio zombi, va hacia la cafetera, toca la jarra y comprueba que el café está caliente. Mientras se sirve una taza, suena el reloj de pared, que señala las horas y las medias con un carillón musical. CARMEN le echa una mirada distraída, el reloj acaba de dar las siete y media y, mientras dure la representación de esta pequeña historia, permanecerá marcando siempre esa misma hora, como si se hubiera parado en ese momento.
Con la taza en la mano, CARMEN se acerca al calendario de pared, que aún señala la fecha del 10 de marzo, y arranca la hoja dejando a la vista la del día: jueves, 11 de marzo de 2004.
A partir de este momento −ambas acciones deben ser casi simultáneas− empieza a oírse, como un fondo irreal, el murmullo de varias voces, femeninas, masculinas, que parecen ir llegando desde todas partes, perfectamente inteligibles pero muy sotto voce, y que podrían ir acompañadas, siempre o sólo a veces, de algún acorde musical. Irán desgranando, sin entonación ninguna y a ritmo lento, los nombres propios de las ciento noventa y una víctimas del atentado del 11-M. Huelga decir que ni CARMEN ni AMINA, cuando por fin haga su entrada, serán conscientes de ese acompañamiento simbólico a su diálogo coloquial, a su escena de vida cotidiana.
Como despertando por fin del todo y recordando algo, CARMEN va a descolgar el teléfono, marca un número y sigue bebiéndose el café mientras espera a que por fin le contesten al otro lado de la línea.
CARMEN.– Soy yo, ¿te he despertado? Es que... ¿Cómo que quién es yo? ¡Tu madre!... Ya sé que hay muchos “yos”, ¡pero tenía la esperanza de que conocieras mi voz! ¡Al fin y al cabo la vienes oyendo desde que te llevaba en la barriga!... ¿Cazalla? ¡Tú sí que tienes voz de cazalla! Claro, lleváis esas vidas de acostaros a las tantas, y luego os levantáis con el tiempo justo y unas ojeras hasta los pies... ¿Yo? Mira, niña, hace más de una hora que yo ya estoy duchada, vestida y pintada... pues primero para prepararle un desayuno decente a tu padre, ¡que tiene unas ganas de jubilarse de una vez y dejar de madrugar...! Nada, sólo dos semanas, dos semanitas. Vive contando los días, el pobre, como los presos... y vestida y pintada porque quiero ir tempranito a la compra, y luego a teñirme, que tengo ya unas raíces que no parezco yo y tu padre me pone verde, ya sabes cómo es. Por él te llamo: le tienes que ir a recoger al salir del trabajo... No, de eso se trata, no se ha llevado el coche, tiene no sé qué avería y lo dejó anoche en el taller, ha tenido que irse en tren... ¡En el de cercanías, va a la ofi cina, no a París!... ¿No te importa, verdad? Salís más o menos a la misma hora... Bueno, pues casi, y tampoco te cuesta tanto... ¡Si te cuesta, te aguantas! Es tu padre, ¿no? ¡La de veces que te habrá él llevado y traído del colegio! ¡Y hasta a la Facultad para que madrugaras menos!... Sí, “vale, vale”, pero ya te querías escaquear... Veniros a cenar si queréis, Amina y yo vamos a preparar una harira... ¿Harira? El plato aquel que te gustó tanto cuando nos lo hizo la primera vez... Una especie de sopa de ellos, sí ¡pero qué sopa! Parece que es lo primero que toman después del ayuno. Lleva de todo y está buenísima... ¿Te acuerdas ahora? Pues venga, os venís Miguel y tú... ¡Qué va a engordar! ¡Si no lleva ni pizca de grasa! Hala, tú recoge a tu padre, y tu novio que venga por su cuenta... Hasta luego.
(CARMEN cuelga y se vuelve para encontrarse con que AMINA ha llegado ya hace un momento y la contempla con simpatía mientras acaba su conversación.
AMINA es más joven que CARMEN, aún de buen ver, aunque hace tiempo que también es madre de familia y tiene hijos adolescentes.)
AMINA.– Madre discutiendo con hija desde la mañana: ¡Como yo!
CARMEN.– ¡Qué madrugadora, Amina!... ¿Y esa novedad?
(Se refi ere a un pañuelo grande y muy bello que AMINA lleva en la cabeza, cruzado por el cuello y con los picos cayendo hacia atrás por los hombros. Viste pantalón y una especie de casaca que le llega hasta la rodilla.) AMINA.– ¿Te molesta, “siñora”?
CARMEN.– ¿A mí? No, no, ¿por qué me va a molestar? Pero como no se lo había visto llevar nunca...
AMINA.– Es regalo.
CARMEN.– ¿Su marido?
AMINA.–  No, no. Hijo. Hijo y sobrino. Especialmente sobrino.
CARMEN.– ¡Ah, mira! Para que después se queje de él, como siempre. Pues es todo un detalle.
(Mientras habla, CARMEN se acerca a la cafetera y sirve otra taza que le tiende a AMINA.)
AMINA.– ¿Ya hiciste café, siñora? Tú también madrugadora hoy.
CARMEN.– No lo he hecho yo, lo ha hecho mi marido, el pobre, para que yo durmiera un poquito más, pero nada, no he conseguido volver a coger el sueño. Bueno, ¿y el regalo por qué? ¿Para convencerla de que se lo ponga, no? Qué pesaditos.
Si a su marido no le importa...
AMINA.– No, marido no. Él otra manera de pensar, menos...
(AMINA no encuentra la palabra, y CARMEN le facilita una que a ella no le gusta demasiado.)
CARMEN.– Fanático.
AMINA.– No. Nosotros no fanáticos. Hijo tampoco fanático, sólo que sobrino... Sobrino, sí, muy... radical. Demasiado. A nosotros no gusta infl uencia sobre nuestro hijo. Hijo sólo dieciséis años, sobrino, diecinueve. Idealista, pero muy amargado, humillado. Enfurece cuando llaman “moro”, busca pelea. Dice que nosotros tibios, blandos... cobardes.
CARMEN.– ¿Y su marido se lo consiente?
AMINA.– Él no dice delante de su tío, pero mi marido sabe. Piensa que es necesario paciencia, darle tiempo, esperar que comprenda cosas, costumbres.
CARMEN.– Ya, pero usted no lo cree. Por mucho que le regale un pañuelo tan precioso. ¡Porque la verdad es que lo es!
AMINA.– Sí, muy precioso, ¡regalo de despedida! ¡Él se va hoy al fi n! Por eso vine antes, siñora. Para preparar tu harira y marchar temprano. Después, ¡comida familiar para despedir sobrino!
CARMEN.– (Riendo con ella.) ¡Mira qué contenta lo dice!
AMINA.– Sí, él insulta mi hija porque viste como occidental y enseña sus piernas y sus cabellos. Dice que mi hija ramera por eso. ¡Mi hija aprendiza en peluquería! Ella buena muchacha, buenas costumbres. No puede soportar primo. Pero hijo, en cambio, deslumbrado por él. Y él no buena infl uencia. Nada buena. ¡Dos meses aquí y no encontró ningún trabajo! ¡Nada bastante para él! ¡Todo degrada, todo humilla!... Aunque a veces comprendo su rabia, siñora, no creas que no. No todo el mundo bueno como tú, como patrones mi marido, como otras personas... A veces nos hacen sentir muy mal, como apestados, y duele, duele mucho... Pero él lleno de odio, él muy mal camino y yo...
(AMINA se detiene con la sensación de que se está exaltando demasiado y de que es mejor cambiar de tema, dejarlo estar.)
AMINA.– ... Yo, muy contenta de que se vaya, eso quería decir. Cuando anoche nos anunció que hoy se iría, respiré tranquila. Aunque traté ocultarlo. Me daba un poco de lástima también. Le pregunté si volvería pronto y sonrió. No sonríe casi nunca, pero me sonrió y me dijo: “No, tía, yo ya no voy a volver más”. No sé... A él no le gusta aquí, pero allí madre viuda, hermanos pequeños, poco dinero, y trabajo mucho peor que aquí. No sé... Pero no perdamos tiempo, siñora, preparemos comida. CARMEN.– Me parece que no. Lo que vamos a hacer hoy es darle un repasito rápido a la casa. La harira la dejamos para otro día. Ayer, la verdad es que me dio pereza salir por la tarde a la compra, pensaba haber ido ahora, así que...
(AMINA se quita el pañuelo y lo dobla con cuidado dejándolo sobre el respaldo de alguna silla, y pone sobre la mesa la bolsa grande que traía.)
AMINA.– ¡Pero yo ya te conoce, siñora! Sabía que te iba a pasar, así que fui a hacer compra por ti, en cuanto sobrino me dijo que hoy se despedía. ¡Aquí está todo!... ¿Pusiste garbanzos en remojo?
CARMEN.– Sí, eso sí. Aquí están.
AMINA.– Ahora pones agua en olla, cubres bien y pones sal. Todo a su tiempo, cocina es tiempo, y paciencia, y amor. Y mucho cuidado.
CARMEN.– Como la vida.
(AMINA sonríe, asintiendo, sin dejar de ocuparse de la comida, igual que hace Carmen.)
AMINA.–  Como la vida.
(Y continúa sacando los alimentos de la bolsa:)
AMINA.– Medio kilo carne morcillo, ahora ve picando en dados, un hueso de caña, dos tomates pelados y triturados. ... Lata, no naturales, pero buenos, yo ya he usado...
CARMEN.– A ver, la carne picadita en dados...
AMINA.– Rama de apio... ramillete de perejil... ramillete de cilantro...
CARMEN.– (Sin dejar tampoco de trabajar.) Cilantro, qué bonita palabra... ¿Sabe una cosa? Cuando yo era jovencilla, mi padre también se tuvo que ir a trabajar fuera. A Alemania. Fue un inmigrante, como tantos otros. Vivían juntos, en barracones, y se privaban de muchas cosas para poder mandar algo de dinero a casa, para ahorrar. Parece que también los miraron un poco por encima del hombro, por lo menos al principio. Mano de obra barata. Debió de ser duro también. Sin embargo, muchos de los solteros se acabaron casando allí con alemanas, formaron familias. Bueno, y también algunos que no eran tan solteros, pero en fi n, esas cosas pasan.
AMINA.– Yo sé, siñora. Yo sé. Vida no siempre fácil... Ahora, pon olla a hervir, más o menos hora y media. Y mientras, en tazón grande...
(AMINA se detiene y se queda un momento mirando a CARMEN que se afana con la tarea. Ella se da cuenta.)
CARMEN.– ¿Qué? ¿Lo estoy haciendo mal?
AMINA.– No, siñora. Recordaba palabras mi madre cuando me enseñaba a cocinar. Ella decía “Mientras haya dos mujeres preparando juntas comida para unos y otros, cosas no pueden ir demasiado mal”.
CARMEN.– Vaya, ¡muy feminista su madre!
AMINA.– (Riendo.) ¡A su manera, sí!... Y ella me enseñó que madre, importante. Padre, importante. Hijos, importante. Comida, trabajo, importante... Dignidad, importante, muy importante, pero dignidad no es soberbia, ni odio, ni violencia. Dignidad mucho más grande que todo eso... Mira, en tazón grande... como ése, sí, mezclar dos puñados de arroz, tres puñaditos de harina, esta latita tomate concentrado...
CARMEN.– A ver, traiga... ¿Y ese chico cuándo se marcha, esta noche?
AMINA.– No, después de comida despedida. Esta mañana tomó tren con mi hijo para conocer su trabajo. Mi hijo quiere convencer de que hay lugares buenos para trabajar aquí. Pobre muchacho, quiere que su primo vuelva. Pero él dijo bien claro: “Yo no voy a volver más”... Mezcla tiene que quedar bien espesa.
CARMEN.– Bien espesita... Ponga la radio, Amina, que nos enteremos de qué pasa en el mundo mientras vamos haciendo esto.
(Mientras se acerca al aparato de radio, AMINA va diciendo:)
AMINA.– Después tienes que añadir una cucharadita de pimienta blanca... zumo de limón... huevo batido...
(Las palabras de AMINA se van perdiendo en el sonido de los últimos nombres que las voces, que han continuado pronunciándolos cadenciosamente durante toda la escena, siguen diciendo ahora cada vez más alto.
En el momento en que AMINA esboza el ademán de poner en marcha el aparato de radio, las voces, con los nombres de las víctimas, serán el único sonido que permanezca. Ambas mujeres exhalan un desgarrado grito mudo. Se vuelven la una hacia la otra, aterradas, destrozadas y, despacio, sin dejar de gritar, sin que podamos oírlas, se juntan para fundirse en un abrazo desesperado. Sobre ese abrazo, la música hace desaparecer las voces, y la luz disminuye lentamente hasta desaparecer.)

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