Mucho antes de que se abrieran las puertas en la gran casa del
señor Susanô, el rumor recorría todos los dominios del feudo de Yamato, cuando
los brotes de arroz esperaban su primera cosecha y la primavera encendía
cerezos y almendros. El calendario señalaba el mes de shigatsu, el de las
promesas. El rumor se posó sobre la belleza del paraje tiñendo los cielos de
gris y cerniendo alas negras sobre los campesinos y artesanos del lugar.
Un rumor estridente como una maldición.
Los dioses cobraban la calma de los últimos años, las fecundas
cosechas, la paz de los caminos libres de salteadores y la abundancia de hijos.
La fuga de Chikako despertó el miedo y abrió las heridas de los
secretos olvidados.
Los criados de la casa, al alba, cuando la serpiente regresa al
nido, se levantaron sobresaltados, como si el rugido de aquel rumor hubiera
llegado hasta sus aposentos. La hora del Conejo se inició con el sonido de la
pequeña campana que llamaba a las tareas diarias desde el arco principal de la
mansión donde habitaba el señor Susanô. Sin embargo, aquel día, pareció dar
cuenta de un incendio cuyas llamas no podrían ser apagadas ni con toda el agua
de los ríos.
Cuando la joven sirvienta Keiko sirvió el primer té de la mañana
al gran señor, temblaba imaginando la cólera del amo en forma de lenguas de
fuego lanzadas por su boca.
Las puertas del mal se abrieron para todos.
Sobre sus cabezas, caería la venganza de honor del amo.
Unos rezaban, otros maldecían y escupían el nombre de la traidora.
Los niños se escondían entre las faldas de sus madres. Los viejos relataban
historias olvidadas de malos tiempos.
Todos temblaban.
Tal vez la próxima cosecha se pudriera antes de ser recogida y
llegase, junto con la venganza del amo, el hambre, esa vieja compañera de los
campesinos.
En boca de todos estaba el nombre, ahora odiado, de la mujer capaz
de transformar la bondad del amo en justa cólera.
¡Chikako!
Pero incluso su nombre terminaría prohibido en aquellas tierras.
¡Chikako!
Y las viejas lo masticaban tratando de deshacer con sus dientes
incluso el recuerdo de cada sílaba. Pronto se convertiría en uno más de los
diablos fantasmales escondidos en las grutas y las cuevas.
A los cuarenta mil dioses de la vieja religión habría que añadir
el suyo en el lado oscuro.
Incluso el aire parecía anunciar esa mañana el huracán que
provocaría aquel nombre.
Incluso los pájaros escribirían, con su perfecta caligrafía, el
anuncio de la maldición con su nombre.
Incluso…
Blanca Alvárez, Los Tres Secretos del Samurai
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