En las tardes perezosas de verano, cuando el aire acondicionado
golpea sin misericordia mi garganta en la peluquería y me siento a beber algo,
desearía no saber, no preguntar razones ni poseer el poder de cuestionarme las
absurdas razones de acabar aquí, en este orden invisible y sin sentido. Sólo
hay una esperanza, la certeza vaga, a veces marcada a fuego, de que las cosas
ocurren porque deben ocurrir, y por lo tanto, mi espera será fructífera y
obtendrá su recompensa.
Así rueda el mundo. Yo tuve 15 años y un pulso excelente. Ahora he
cumplido 26 y mi temple continúa intacto. Ojalá las cosas fueran tan sencillas
como entonces. O quizás ahora se han simplificado tanto, se dirigen tan
invariablemente al mismo fin, que me cuesta pensar en nuevos objetivos más de
lo que antes me costaba.
Yo tenía 15 años; Reme, algunos más, en aquel verano inacabable en
que me aceptó como aprendiza en la peluquería. Cada mañana, exactamente a las
7.30 horas, ella me esperaba ya con una taza de café de color sospechoso,
canciones de aquellos años a media voz, envuelto todo en el aroma que me golpea
las sienes cada vez que pienso en Reme; un olor dulce, vagamente metálico,
quizás también asociado a David, como de jazmín, un vaho que tras un día de
trabajo, mezclado con el aire caliente de los secadores, la humedad y los
cosméticos, revoloteaba como mariposas y se adhería a mi piel sin dejar a Reme.
No ha vuelto un verano como aquél. He dedicado los siguientes a
recoger pequeños fragmentos huérfanos, a hacer que la música salga de su cárcel
de vinilo y de la sombra retorcida. Creo que existe tan poco pasado que debo
reinventarlo una y otra vez. Las canciones viejas acompañaron demasiadas veces
a Reme como para olvidarlas.
He vivido aquellos meses muchas otras veces, en un intento
desesperado de recuperar un tiempo placentero; y sin embargo, en la realidad
aquel verano no resultó agradable en absoluto. Sólo hubo trabajo: Reme
trabajando. Si permanecía allí, en el pueblo que nos vio nacer a las dos, no se
debía tanto a su falta de ambición como a sus miedos. Mantenía sus secretos
como en una urna, pero a menudo la música dionisíaca, las tijeras alocadas que
yo controlaba impasible, le entreabrían los labios y hablaba de sus miedos,
frotándose las manos, irritadas por el látex de los guantes. Una costumbre
heredada, como tantas otras, de su padre.
En la peluquería le molestaban los guantes, y terminó por
conservar sólo el derecho. Con la izquierda corregía la inclinación de las
cabezas, el movimiento de los cabellos. Sus manos, pese al café del que no se
separaba jamás, no temblaban; pero el trabajo era poco, los precios bajos, y
ella no prosperaba. Su padre le había dejado un terror crónico a todos los
cambios, y con el terror, la barbería que luego fue su peluquería.
-Para afeitar hace falta un pulso de hielo- decía a quienes le
proponían conservarla como barbería. -Quizás a Olga le convenga- y me señalaba,
pero yo aborrezco las navajas. Atraen las tragedias. No veréis una en mi mesa.
Ya caerá el dinero de alguna parte; y a los hombres no les agradan manos de
mujer en la cara.
Quizás pensaba en su novio, David; Reme limitaba el mundo a sus
pasos. Entonces yo no conocía menos la condición humana. Se mostraba reservada
respecto a él y sólo se permitía hablar con entusiasmo de su pelo negro y
brillante. Luego callaba, temerosa de resultar irritante, o jactanciosa, porque
Reme tenía la voluntad débil y no acababa de creer su suerte.
David era su sueño, una pesadilla perfecta, una obsesión sin
entrañas. Había abandonado los estudios, y se le veía rodeado de coches y
motos, en un taller cercano. Entre esas máquinas que pretendían devorar su
delicado perfil, su mandíbula firme, pasaba la semana. Miraba desde el fondo de
unos ojos plateados. Daba frío, como tocar un cuchillo. Cuando estaba de humor
rondaba a Reme; la mayor parte de las veces la dejaba languidecer sin noticias.
Reme, cuando yo tenía 15 años, me enseñó todo lo que sabía. Reme
actuaba con la dulzura de los jazmines, y cuando, muy de mañana, exactamente a
las 7.30 horas, cuando el café recién hecho, el perfume que comenzaba a nacer y
la música se disputaban el local y ella me recibía con expresión de cansancio y
desorientación, yo comprendía que la apreciaba; pero no entendía cómo David la
miraba siquiera. No era humano. No lo era. Nunca hubo nada tan bello, nada tan
frío. Sólo necesitaba existir para que el mundo girara. A su lado, nada quedaba
de Reme. Luego vi que ella se movía en la mediocridad del oficio, con sus
sonrisas humildes y los peinados tradicionales; y sus miedos. A veces, cuando
Reme repasaba las cuentas y, ante las pérdidas, se planteaba abrir la barbería,
yo imaginaba acariciar con espuma y navaja a David, y comprobar de cerca si no
era mercurio lo que le blanqueaba las venas, si el acero podría herir su
superficie. Imaginaba su gesto de sorpresa y dolor al ver una raya roja en su
piel; pero nunca hubo navajas en la peluquería de Reme. Se equivocó. Como con
tantas cosas, se equivocó.
No descubrí la causa de su separación, porque Reme no alcanzó a
contármelo, y para David sólo fui una bata blanca, un ser insignificante que
aleteaba por la peluquería. Durante días quedó un ambiente extraño, como si un
ángel, un demonio, hubiese partido de nuestro lado. La ruptura llegó con el
final de agosto. Reme pretendió no inmutarse. Nunca se refería a él, y
convenció a todos de su entereza. Quiso demostrarnos que poseía un corazón de
hierro; pero a veces, cuando yo le preguntaba algo, no me escuchaba.
El día de mi despedida, el día en que el tiempo de mi aprendizaje
terminaba, Reme amaneció con expresión ausente en su rostro sin gracia. Sólo
aparecieron dos clientas. Como sin pretenderlo, me dejó saber que en unos días
iban a embargarle el local. Dijo que no le importaba. Yo afilé todas las
tijeras, excepto las que se empleaban para cortar el flequillo de los niños. Le
oí decir algo, pero el estruendo de la máquina y la música chillando a la vez
me lo deformaba. Apagué el interruptor y la miré, a la espera de sus palabras.
-Me muero- dijo. La voz recorría el techo oceánico de la
peluquería, y el tiempo pareció morirse por un buen rato. Luego me volvió la
espalda. Yo no sabía si abrazarla o golpear su camisa hasta amoratar la propia
tela. Entonces vaciló, se apoyó en uno de los sillones rotatorios y rompió a
llorar. Yo subí el volumen y barrí el suelo, donde aún reptaban algunos
cabellos rubios. Ella continuó hablando. -No sé prosperar. Ni vivir.
Era un estupendo día de septiembre y yo cogí mi paga y me fui, con
la intuición de no haber visto el fin de aquello aún. Deambulé por el pueblo
toda la tarde, con los pasos perdidos. Me senté sobre las piedras de la acera y
esperé. El pueblo olía a podrido; a flores machacadas.
Regresé a la peluquería al anochecer, pensando en pedirle que me
readmitiera, convencida de que algo pensaría para salvarnos. La puerta había
girado su cartel prohibiendo la entrada, de modo que di la vuelta al callejón y
entré. Me sorprendió el silencio, y me percaté de pronto de que no flotaba su
rastro de jazmines en el aire.
Cuando encendí la luz vi a Reme con la boca abierta y las muñecas
cercenadas. En ese momento fue como si la música, y los jazmines, y el café,
mis amigos de aquel verano hubiesen muerto. Los recordé con pena y un poco de
nostalgia; casi como si no sintiera nada. Resortes rotos entre el charco tibio
que se iba poco a poco ampliando hasta mis pies. Me incliné, le arranqué el
guante con cuidado y llamé a la policía. Cuando la recogieron, suicida y fría,
me dejaron marchar sin preguntas. Salí de la peluquería y cerré con fuerza. Me
sabía la boca a óxido frío. Y, resulta curioso, pese a aquel silencio no
escuché el portazo.
Cuánto tiempo ha pasado, cómo se marchan los años en hilera, de
puntillas. Ahora abro todas las mañanas mi propia peluquería; exactamente a las
7.30. Comienzo a convertirme en una mujer acomodada y puedo permitirme el lujo
de elegir clientela. El local es lujoso; tengo 12 oficialas. Sin embargo, en lo
esencial, se mantiene como conocí yo el de Reme.
Y si la música aún no se ha cansado de sonar, y si he buscado
hasta volverme loca extractos de jazmín es porque sé que permanezco aún dentro
de aquellos hechos, de aquella peluquería. La puerta no sonó, nunca se cerró en
realidad. Algún día, ojalá exactamente a las 7.30 horas, David caminará frente
a la peluquería. Entrará, porque nada es más osado que las tristes memorias.
Creerá reconocer la música y el aroma. Su mecanismo de hierro latirá un
momento, quizás. Y, porque así lo he pensado desde siempre, y las cosas ocurren
porque deben ocurrir, se acercará a la silla donde encuentre, reflejada en el
espejo medio empañado, la taza de café.
Mis manos, la enguantada y la libre, recorrerán su pelo. El
cerrará los párpados plateados; me inclinaré hacia él, acariciaré su cuello, y
tal vez le bese, recordando. La música me guiñará un ojo, dará la señal, y de
un movimiento ágil rajaré la garganta más bella del mundo. Porque esta vez hay
navajas.
Espido Freire
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