Me dejé convencer para que me agregara a una excursión que iría a
la Península de Valdés, en la Argentina, con el único fin de ver muy de cerca a
las ballenas. A mí las ballenas me han fascinado siempre, sus cantos
dramáticos, su corpulencia mítica, su literatura. De adolescente leí Moby Dick
con esa pasión que sólo tienen las lecturas que hacemos por una misteriosa
necesidad de escapar de los ángulos sombríos de la realidad, y también vi la
película de John Huston, y decenas de reportajes sobre las ballenas que por
mucho que me contaran sobre ellas, no lograban quitarles el misterio, sino todo
lo contrario, contribuían a hacerlas más enigmáticas y poéticas. Detestaba a
las orcas, sí, aunque nada me impresionó más que ver cómo cazaban focas en las
orillas de las playas. Tampoco me resultaban especialmente atractivas las
ballenas del polo, su blancura me molestaba porque soy del Barça hasta el
punto, completamente estúpido, de pensar mal de todo el que viste de blanco.
Así que cuando surgió la posibilidad de viajar hasta la Península Valdés, no me
lo pensé dos veces: viajaría al verano argentino en pleno enero europeo. Ya
había estado en Buenos Aires, y el hecho de poder volver a una de mis ciudades
favoritas me ayudaba a vencer la pereza y el miedo al avión que nunca había
padecido hasta que, pocos meses antes de emprender aquel viaje, fui uno de los
pasajeros a los que en un vuelo doméstico se les avisó que sus minutos estaban
contados porque iba a ser difícil que el piloto pudiera aterrizar con éxito.
Por supuesto me drogué para soportar las 16 horas de avión que
separan Madrid de Buenos Aires. Pero una vez en Buenos Aires los efectos de la
droga ingerida desaparecieron y la alegría de pasear por las calles de la
capital argentina actuó como espléndido augurio de la belleza que nos esperaba.
El viaje desde Buenos Aires hasta la Península Valdés lo hicimos en un coche
alquilado. Primer error. Nunca alquiles un coche para hacer un viaje demasiado
largo en un país demasiado deshabitado. Por supuesto el carro nos dejó tirados
a los 200 kilómetros, y entonces aquella alegría bonaerense que nos auguraba un
feliz trayecto, empezó a gangrenarse. A quién se le ocurriría la estúpida idea
de alquilar un puto coche, por qué cojones no fuimos en avión en vez de
dedicarnos a querer ser un Bruce Chatwin de pacotilla, grité nervioso. Por
supuesto la idea de alquilar el coche y renunciar al avión habían sido mía, el
único de la expedición por lo demás que sabía quién era Bruce Chatwin, o sea,
que si mi cabreo tenía alguna justificación sólo se debía al hecho de que no
había nadie a quien culpar que no fuese yo mismo. Esperamos pacientemente que
pasara alguien a socorrernos, pero por aquellas carreteras polvorientas no
solía haber demasiado tráfico, así que tuvimos que armarnos de sosiego –otra
vez las drogas– y hacer uso de la batería de chistes que cada cual se sabía
para soportar la situación. No hay nada más triste que un festival de chistes
contados por exigencia de las circunstancias, puedo asegurarlo. Además los
chistes más malos eran los míos, y los demás miembros de la expedición ya
empezaban a pensar que quizá no había sido una buena idea invitarme a que los
acompañara.
La noche se nos echó encima y la temperatura nos exigió que
buscáramos abrigo en las maletas. Las miradas de rencor se incrementaban
conforme pasaban las horas y el hambre empezaba a hacer rugir nuestros
estómagos. Delante teníamos una extensión exagerada de nada, en la que la
carretera se perdía sin que unos faros acortaran la distancia que nos separaba
del horizonte. Programamos turnos de vigilancia para que el paso de algún
camión no nos pillara dormidos. El reparto fue injusto, ya que a mí me tocó
quedarme toda la madrugada, para que no se me volviera a ocurrir opinar. Acepté
porque no tenía sueño y porque la conciencia de la culpa me iba a ayudar a
permanecer alerta. A eso de las tres de la madrugada arriesgué mi vida
interponiéndome en la carretera al paso de un autobús. El chófer se negó a
llevarnos, tan sólo conseguimos que arrimara a un embajador de nuestra
expedición al pueblo más cercano para que tratara de conseguir un mecánico u
otro coche. No quise ser yo ese embajador porque temía que aprovechando mi
ausencia mis compañeros de expedición decidirían desperdigarse cada cual a su
suerte, con tal de no seguir compartiendo conmigo aquel viaje. Nuestro
embajador regresó al amanecer acompañado de un viejo que le echó un vistazo al
carro, dijo que lo mejor sería remolcarlo hasta el pueblo y venderlo allí a
algún ciego. ¿Cómo llegaríamos a la Península Valdés? Pues como todo el mundo,
dijo el viejo, en bus. Y allí nos vimos, después de depositar el carro
alquilado en un garage que servía más bien de establo, embarcando en un
avejentado bus que completaría el viaje. Por supuesto soporto mal los
autobuses, así que me drogué para que mis compañeros de viaje no tuvieran que
soportarme a mí. Cuando desperté ya estábamos en la puerta de un hotel
minuciosamente diseñado para que ningún cliente permaneciera más de una jornada
en sus instalaciones. ¿Quién eligió este hotel?, pregunté con un asomo de
enojo. Por supuesto las miradas enfurecidas de mis compañeros convirtieron en
inútil la respuesta.
Pero vamos, vamos, compañeros, traté de animarlos, estamos aquí,
nuestro sueño de ver de cerca las ballenas, de sentir su respiración y verlas
dar volteretas, se va a cumplir, ya está al alcance de la mano. Al amanecer nos
dirigimos al puerto del que salían las barcazas con turistas y guía, todos
perfectamente equipados con cámaras de fotos y salvavidas alrededor del cuello.
Se me ocurrió que alquilar una barca de remos y sin guía iba a salirnos más
barato y sería una manera más digna y valiente de cumplir nuestro sueño. No
quisieron escucharme, desde luego, así que no me quedó más remedio que
alistarme con unos alemanes que, al no conocerme, me admitieron como compañero
de viaje. Remé con ellos hasta adentrarnos en la bahía en la que pastaban las
ballenas, féminas y cachorros de vacaciones que se dedicaban a tomar el sol, a
no hacer nada, a prepararse para el largo viaje mediante el que, al terminar el
verano austral, llegarían a las costas africanas. La emoción de sentir el
sonido de sus avisos y cánticos me aceleraba el corazón y me llenaba de
orgullo. Me decía a mí mismo, mis pobres compañeros de viaje podrán vacilar de
haber visto las ballenas desde su motorizado barco, pero no habrán sentido esto
que estoy sintiendo yo. El capitán de nuestra barca, un alemán rocoso de unos
50 años que según explicaba a los que no confiaban en él, llevaba 10 años
estudiando a las ballenas, pidió a los que remábamos que parásemos. No convenía
perturbar a las ballenas. Veíamos una cola gigantesca a unos 20 metros. Y más
allá, a unos 50 metros, se ubicaba un grupo de ballenas que protegían a sus
ballenatos o se dedicaban a entretenerse dando volteretas y levantando hongos
de agua que las cámaras de los turistas más atentos captaban. Una sueca
preguntó al capitán si no sería conveniente que no nos arrimáramos demasiado: a
20 metros se está bien, creo que dijo. La barca seguía avanzando aunque no
remáramos: era como si la ballena nos imantara. Seguíamos viendo la cola
impresionante alzada del mar, pero ya a sólo 10 metros. Me asusté, por
supuesto. Bastaba que a la ballena le diera por hacer una pirueta para que la
barca se rompiera y naufragásemos. No pasa nada, dijo el capitán. Ella sabe que
no vamos a hacerle daño, está luciéndose, eso es todo, dijo. Aproveché para
hacer la única foto que pude hacer, una foto que no he podido mostrar a nadie,
una foto que no existe. Porque la ballena, por supuesto, bajó la cola con toda
la violencia de la que era capaz, levantó una ola espontánea que hirió a la
barca, y nos hizo saltar por los aires. Mientras subía por el aire y me alejaba
del agua como impulsado desde arriba por una mano, pensé: no voy a caer, no voy
a caer. Y cuando estaba cayendo me dije: esto no lo voy a contar nunca, no lo
voy a contar nunca. Y cuando me di de bruces contra el agua, a muchos metros de
donde se produjo el aletazo tremendo que esparció a todos los incautos de la
barca, maldije a Moby Dick, a Melville, a John Houston, a los documentales de
la 2 y al niño aquel que fui que se quedaba fascinado con el canto de las
ballenas y esas sonrisas tan encantadoras que mostraban siempre en los cromos.
Juan Bonilla
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