«Aquí en St. Cloud’s», escribió el Dr. Larch, «tratamos a los
huérfanos como si descendieran de familias reales».
En la sección niños, este sentimiento edificante informaba su
bendición nocturna expresada a voz en grito por encima de las camas dispuestas
en fila, en la oscuridad. La bendición del Dr. Larch seguía a la lectura de la
hora de dormir, tarea que pasó a ser responsabilidad de Homer Wells. El Dr.
Larch quería transmitirle más confianza en sí mismo. Cuando Homer le comentó
cuánto le había gustado leer en voz alta para los Winkle en su tienda de
safaris —y que creía haberlo hecho bien aunque los Winkle se quedaron
dormidos—, el médico decidió que debía estimular el talento de ese chico.
En 193—, Homer Wells empezó a leer David Copperfield en la
sección de niños; veinte minutos cada vez, ni uno más ni uno menos; pensó que
leerlo le llevaría más tiempo que a Dickens escribirlo. Titubeante al principio
—y dejándose tomar el pelo por los pocos chicos que tenían casi su edad
(ninguno era mayor)—, con el tiempo mejoró. Todas las noches murmuraba en voz
alta, para sí mismo, el primer párrafo del libro, que tenía el efecto de una
letanía y de vez en cuando le permitía dormir en paz.
«¿Seré yo el
protagonista de mi propia historia o, en cambio, este papel le estará reservado
a otro?, estas páginas lo mostrarán».
«¿Seré yo el protagonista de mi propia historia?», murmuraba para
sus adentros Homer. Recordaba la sequedad de sus ojos y su nariz en la sala de calderas
de los Draper de Waterville; recordaba la espuma del agua que se había llevado
a los Winkle; recordaba aquel brote frío, húmedo y hecho un ovillo que yacía
muerto en su mano.
Y después de «la retreta», y de que Enfermera Edna o Enfermera
Angela preguntaran si alguien quería un vaso de agua, o si alguien necesitaba
por última vez el orinal —y los puntos de luz de las lámparas recién apagadas
aún parpadeaban en la oscuridad, y la mente de cada huérfano dormía, soñaba o compartía
las aventuras con David Copperfiel—, el Dr. Larch abría la puerta que daba al
pasillo, con sus tuberías a la vista y sus colores hospitalarios.
—¡Buenas noches! —gritaba—. ¡Buenas noches, príncipes de Maine, reyes
de Nueva Inglaterra!
John Irving,
Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra
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