Con la idea de escribir una charla que debo tener a punto para el
primer día de octubre, llevo meses releyéndome a Cervantes (animado por
los resultados, creo que voy a atreverme incluso con La Galatea, que al principio
había descartado). Se lo digo a todo el mundo. Me preguntan, ¿estás escribiendo
algo? Y como no estoy escribiendo nada —llevo más de dos años sin escribir
nada—, para defenderme, o para tranquilizarlos, para que no me den por perdido
y amortizado como escritor, les cuento que estoy leyéndome a Cervantes,
que es algo que suena siempre provechoso, y parece que transmite la idea de que
sigo enredado en la alta literatura. Les explico que estoy muy ocupado (no es
verdad, dormito, me angustio en vano durante la mayor parte del día, busco
dónde he dejado las gafas, que han vuelto a desaparecer) y les comento que,
para completar el retablo cervantino, he vuelto al Lazarillo, a Quevedo,
al desdichado Guzmán; me estoy leyendo los extraordinarios trabajos de Américo
Castro, los de Martín de Riquer, Azaña,
Canavaggio,
Valera,
etc. Incluso he ido releyéndome las páginas que le dedican al escritor los
historiadores de la época (Pierre Vilar: su excelente artículo El
tiempo del Quijote, Bataillon…). Item más, con la excusa
de Cervantes,
he vuelto a acercarme al imponente El Mediterráneo y el Mundo Mediterráneo en Tiempos
de Felipe II, de Ferdinand Braudel, uno de los libros
que me han acompañado durante toda la vida, y que encuentro más admirable a
cada lectura: de esos que uno echa de menos vivir más años para poder leerlo
más veces (te pasa con Proust, con Balzac, con Musil.
Lo piensas, piensas eso de que ni los ríos ni la vida corren hacia atrás, te
dices: no creo que vuelva ya a leerme El Hombre sin Atributos, y te
acongojas).
Si por cada vez que, durante estos meses, le he explicado a
alguien lo que estoy haciendo y lo que pienso hacer con Cervantes, me hubiese sentado
ante el ordenador y hubiera escrito un par de líneas, tendría un tomito de buen
tamaño, pero lo cierto —y puedo confesarlo en estos cuadernos, porque son
secretos— es que aún no he conseguido hacer nada. Sigo en stand-by, acampado
con mi petate de lecturas ante la imponente fortaleza; porque Cervantes,
más allá de la sobrecarga de críticos y exégetas que soporta su obra, es eso:
una fortaleza inexpugnable. Pueden parecerte más o menos flojas sus obras de
teatro o sus poesías, estupendos sus Entremeses y varias de sus Novelas
Ejemplares; pueden darte vértigo el Quijote y el Persiles
(sí, el Persiles; a la tercera va la vencida; confieso que esta nueva
lectura —hecha desde la altura [¿o desde el fondo?] de los sesenta años— me ha
descubierto un libro fascinante, cargado de melancólica sabiduría, de amargura,
y desbordante de sentidos); digo que puedes tener opiniones variables acerca de
la importancia de cada una de sus obras, pero, cuando te detienes a pensar en
lo que llevas leído, te das cuenta de que el conjunto resulta apabullante.
Ahora, tras el repaso general, me parece mezquino trocearlo, defender unos
textos y rechazar otros, porque cada uno de sus escritos (¡incluidos los
estremecedores prólogos!) pone una tesela en la construcción del mosaico de su
tiempo.
En Cervantes está entero el mundo que le cupo en suerte vivir; la
tela de araña de su escritura lo ha capturado así, completo. Hasta el peor de
sus escritos (supongamos que sea El rufián dichoso) contribuye en la
tarea de empastar ese trabajo de captura total, en completarlo; rellena algunos
huecos o recoge flecos, añade nuevos sentidos, matices de perspectiva. Nada le
es ajeno a nuestro escritor: ni lo de dentro del ser humano (esos paisajes
íntimos en los que ayer decía que tantos se extravían: pasiones, celos,
envidias, frustraciones), ni la agitación de la historia, grande y pequeña, la
del ruido de los cañones, y también la callada intrahistoria de la que hablaba Unamuno.
Cuando concluyes la lectura de la obra de Cervantes descubres que ante ti han
pasado las llanuras de La Mancha, pero también la agitación de los caminos en
una época convulsa; la vitalidad de las grandes ciudades de la península
Ibérica y de Italia, sin excluir los ambientes más turbios: Sevilla, Lisboa,
Valladolid, Toledo, Barcelona, Valencia, Florencia, Bolonia, Roma, Nápoles
(vale la pena ver la larga descripción de ciudades italianas que brinda el Persiles),
pero también Estambul y Argel, y esos imanes de vidas y conflictos que son las islas
del Mediterráneo, y Flandes; o la agresiva Inglaterra que lucha cruelmente por
el relevo imperial (aparecen Inglaterra y sus piratas en varias narraciones, y
se anuncia la decadencia de España en el poema dedicado al saqueo de Cádiz; en
Londres se desarrolla alguna de sus novelas que recogen el tema). Se ha valido
Cervantes de cartografías de los geógrafos de la época para ofrecernos los
nebulosos paisajes de Dinamarca e Islandia, los helados mares nórdicos
(«Historia setentrional», subtitula el Persiles); y ha recurrido a la
cartografía de su propia cabeza para ofrecernos territorios fantásticos en los
que, como en los territorios reales, el hombre se debate entre la amagura
cotidiana y la añoranza de una luminosa edad de oro. Atrapado en la tela de su
escritura aparece el tentador telón de las Indias. El propio Cervantes
echó algunas instancias para encontrar un puesto allí con el que ganarse la
vida y obtener cierta posición, porque a las Indias acuden en busca de
oportunidades, y encuentran refugio, los desgraciados; allí buscan escondite
los criminales; en El celoso
extremeño, nos cuenta Cervantes el fracaso de un indiano
que ha vuelto enriquecido, y que cree poder comprar la paz para su retiro, sin
tener en cuenta que en este mundo todo es inestable, variable, que «los trabajos y peligros no solamente tienen
jurisdicción en el mar; sino en toda la tierra; que las desgracias e
infortunios así se encuentran sobre los levantados sobre los montes como con
los escondidos en sus rincones. Esta que llaman fortuna (...) sin duda alguna
debe de ser ciega y antojadiza». Sobre todo, y ese es un concepto
profundamente cervantino, nuestro extremeño desconoce que la felicidad no está
en el mucho desear, sino en ajustar razonablemente posibilidades y necesidades.
En la obra de Cervantes, resuenan las guerras de Italia, las que se desarrollan
contra el turco, asistimos a episodios del corso que castiga las rutas
americanas y, muy especialmente, al que ensangrenta el Mediterráneo, del que él
mismo fue víctima cuando lo capturaron en el sur de Francia; pero llegan ecos también
de las guerras europeas, o de las que enfrentan a cara de perro España con
Inglaterra. Está, muy especialmente, esa interminable galería de personajes de
todas las capas sociales, de todas las profesiones, y de un montón de países
que atraviesan sus obras de teatro, sus novelas. Sería interesante contar con
un censo de ese mundo (seguro que existe, alguien tiene que haberlo hecho; de Cervantes
lo han estudiado todo: sigue incólume, sin dejarse capturar). El erudito Jean Canavaggio,
refiriéndose a los personajes que aparecen en el Quijote, dice que Cervantes
despliega «todo un abanico de edades y
condiciones: aldeanos y pastores, actores en gira, moriscos clandestinos,
bandoleros, hidalgüelos de aldea, gentilhombres catalanes, grandes señores
rodeados de toda la gente de su casa, toda una comedia humana desfila ante nuestros
ojos como para anclar mejor la acción en la realidad cotidiana y acrecentar la
impronta de lo vivido». El milagro de los personajes de Cervantes
es que siguen resultándonos familiares a los lectores de hoy día, tenemos la
sensación de que los estamos viendo, sabemos cómo se mueven, oímos su voz, los
olemos (¿o no nos trae el Quijote un repertorio de olores? A
mí, al menos, me lo parece), porque los traza un maestro insuperable en el
manejo de esa cualidad —hoy bastante desprestigiada entre las elites— que tiene
la literatura para regalarnos la impresión de vida. Cervantes crea la novela
moderna, precisamente porque ha creado personajes cargados de verdad y sentido,
y se busca entre ellos, se interroga en el espejo de cada uno de ellos: ni los
halaga, ni busca ponerse por encima, nadie es más que nadie y cada uno es como
es: sabe que el escritor no es uno u otro personaje de sus novelas, sino el
interrogante que crece al moverse entre ellos; el escritor se busca a sí mismo
abriéndose paso entre las razones de los otros, inquiere su forma de conducta
entre las conductas ajenas, bracea en el mar de las opiniones de su época,
entre las ideas en liza, en busca de las suyas; y, como no podía ser de otra
manera, puesto que se busca a través de la escritura, en ese buscarse acaba
teniendo que debatir con los estilos literarios del momento, con todos los
modelos que se le ofrecen: se abre paso a través de todas las representaciones
del mundo inventadas por sus contemporáneos porque sabe que no le vale ninguna de
las respuestas dadas, no hay fórmulas. Quien quiera contar su tiempo tiene que
encontrar cómo contarlo: yo creo que —recogiendo las palabras de la McCullers—
ésa es la forma en que el escritor gana su alma.
Rafael Chirbes
PREMIO DE LA CRÍTICA DE NARRATIVA CASTELLANA 2007
PREMIO NACIONAL DE NARRATIVA 2014
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