—Necesito que te ocupes de la biblioteca —le dijo Tolomeo
II.
Zenodoto se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en
la recopilación de los viejos poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil
de entender que empleaba palabras viejas olvidadas por todos, hasta el punto de
que había ocupado las últimas semanas en escribir un detallado glosario que
recopilara todos aquellos términos.
—El rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que
pueden ocuparse de la biblioteca —respondió Zenodoto para intentar zafarse de
un encargo que retrasaría en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre
manos y que le interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros.
El rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues
según la milenaria tradición ésos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de
las pirámides, sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto.
—Sólo te pido que vayas a ver la biblioteca.
Entonces entenderás.
Zenodoto no podía negarse. A fin de cuentas era el faraón
quien financiaba sus trabajos. Así, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja
biblioteca. Nada más llegar empezó a entender: Tolomeo II había ampliado
notablemente los edificios que su padre había dedicado a aquel centro del
saber. Las dimensiones eran descomunales. Era evidente que nunca antes se había
construido una biblioteca de esa envergadura, pero aquello carecía de
importancia en comparación con lo que Zenodoto encontró en su interior:
centenares de trabajadores llevaban miles de cestos repletos de rollos de
papiro de un lugar a otro, distribuyéndolos según podían por las inmensas salas
de aquella gigantesca obra. Había centenares de miles de rollos de papiro,
quizá más de un millón. Incontables, inabarcables. Zenodoto comprendió al rey
faraón. No había encontrado a nadie que ni tan siquiera pudiera haber intuido
cómo ordenar todo aquello. Y ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valía
nada por el mero hecho de acumular centenares de miles de rollos si nadie era
capaz de encontrar uno cuando alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas
bibliotecas griegas, donde se acumulaban unos centenares de rollos, el veterano
bibliotecario de cada lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto,
pero allí aquello era absurdo.Nadie podía recordar tanto. Había que clasificar,
como fuera; pero clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos.
Ni siquiera bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de
amilanarse con facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel
universo de palabras? Tenía que haber alguna forma.
Zenodoto no durmió aquella noche. Se movió inquieto en
la cama. Sólo soñaba con miles y miles de rollos en grandes colinas dispersas
como túmulos fantasmagóricos. Se incorporó sobresaltado. Estaba sudando
profusamente. Se levantó y echó agua fresca en un vaso de cerámica. De pronto
tuvo un momento de iluminación.
A la mañana siguiente fue a hablar con el rey.
—Yo me haré cargo de la biblioteca —dijo, y Tolomeo II
asintió satisfecho.
Zenodoto regresó entonces a aquel imponente edificio
y se situó en medio de todos aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario
de palabras antiguas de Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel
poeta que los había ordenado por grupos, los que empezaban por A todos juntos,
luego los que empezaban por B y así sucesivamente. Al principio le pareció algo
demasiado simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien
para localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a
una mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los
trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría.
—Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su
autor.
Todos le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo, infinitamente
aliviados. La tarea llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo de ver en vida
aquella inmensa biblioteca con todos los centenares de miles de rollos archivados
y localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar sobre los poemas de
Homero.
Y así seguimos. Así que cuando busque un libro en una
librería o el número de teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el
móvil, recuerde al bueno de Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de nuestra
memoria.
SANTIAGO POSTEGUILLO
No hay comentarios:
Publicar un comentario