lunes, 8 de septiembre de 2014

MIENTRAS LAS PRINCESAS DUERMEN

Bastan cincuenta años para que las intrigas de palacio se conviertan en un cuento de hadas repleto de conjuros, princesas malditas y castillos encantados, y eso fue lo que pasó con La bella durmiente. Bien lo sabe Elise Dalriss, una anciana que durante su juventud trabajó como dama de compañía de la reina Leonore y cuidó de su hija, la princesa Rose, de quien los juglares dicen que durmió cien años. Esta peculiar versión de La bella durmiente es una novela que está muy cerca de las debilidades humanas y muy lejos de las versiones edulcoradas del cuento. El afán de poder, las conspiraciones y el mal amor son ingredientes vitales en esta historia de mujeres que no quisieron quedarse quietas mientras esperaban la llegada del príncipe azul.

Aquí tenéis el prólogo:

Ya se ha convertido en leyenda. La hermosa y obstinada joven que conocí se ha ido para siempre, dando paso al mito. La princesa que se pinchó el dedo con el huso de una rueca y durmió durante cien años, de los que despertaría con un beso de amor verdadero.

Oí la historia anoche cuando pasé por delante del cuarto de los niños al ir a acostarme. Mi oído no es lo que era, pero la voz de Raimy llegaba con bastante claridad a través de la puerta. Sin duda daba brincos mientras la contaba, porque oí los reveladores crujidos de las tablas del suelo. Mi bisnieta casi nunca se conforma con contar una historia, tiene que representarla, como si todo su cuerpo formara parte de la narración. La oí carcajearse al encarnar a la bruja que lanzaba el maleficio y acto seguido soltar un grito ahogado cuando la princesa rozaba el huso fatal. Casi todo eran bobadas, naturalmente, pero me quedé clavada donde estaba pese al dolor sordo que sentía en las rodillas y los tobillos.

«Pasados los cien años llegó al reino un príncipe más apuesto y valeroso que todos los que lo habían precedido —oí decir a Raimy—, quien anunció que no descansaría hasta ver a la princesa durmiente de la leyenda. Al dirigirse a caballo hacia el muro de espinos, las ramas se abrieron. Lo cruzó y vio alzarse ante sí el castillo, la piedra y el mármol brillaban al sol. Al entrar en la gran sala se encontró con un espectáculo prodigioso: todos los miembros de la corte dormían como si estuvieran muertos. Cruzó a todo correr el castillo hasta llegar a la torre más alta. Allí, en una cama colocada en el centro de la alcoba, yacía la Bella Durmiente, con su cabello dorado desparramado sobre la almohada y las mejillas todavía sonrosadas. El príncipe no pudo contenerse. Se inclinó y la besó. El encantamiento se rompió. La Bella Durmiente despertó, y en torno a ellos el castillo volvió a cobrar vida. El rey y la reina lloraron de alegría al reunirse con su hija, y la felicidad regresó al reino. El príncipe se casó con la princesa, y vivieron felices para siempre.»

¡Ja! Sería un truco realmente hábil derribar a la hija del rey con un huso y verla revivir con un simple beso. A otros con esta historia. El horror de lo que en realidad sucedió no ha trascendido, y no es de extrañar. No es precisamente la verdad lo que define un cuento infantil.

Al día siguiente le pregunté a Raimy de dónde había sacado esa historia.

—La cantaba un trovador en la feria. —Le centellearon los ojos al recordar, y me la imaginé en la plaza del pueblo, abriéndose paso entre la multitud hasta situarse delante—. ¿Te imaginas a la princesa sola en su torre esperando a su verdadero amor? La sola idea me hace estremecer.

Yo también me estremecí, aunque Raimy jamás habría sospechado la razón. ¿Quién creería que una mujer es capaz de sobrevivir una muerte en vida y salir ilesa? ¡Cuánto luchamos por curarla los que más la amábamos! Pero hay heridas demasiado profundas para llegar a ellas.

A lo largo de los siguientes días volvió a menudo sobre su cuento de la princesa durmiente, mirándome con expectación mientras yo intentaba fingir falta de interés. Una noche me enfadé con ella cuando esperé en vano a que apareciera con un gorro que le había pedido. Fui cojeando hasta el dormitorio que Thelyn y su marido me habían cedido. Cuando entré, vi que el pequeño arcón donde yo guardaba mis objetos personales estaba abierto y mi ropa colgaba de los bordes de cualquier modo. Arrodillada delante de él, Raimy levantó la cabeza con brusquedad, y me sumé a sus jadeos cuando vi lo que tenía en la mano.

Incluso en ese espacio mal iluminado relumbraban las esmeraldas y los rubíes incrustados en la empuñadura de la daga. La despiadada hoja afilada conservaba su brillo plateado, y sentí una oleada de repugnancia al recordar esa misma superficie cubierta de sangre. ¿Era posible que todavía hubiera minúsculas gotas adheridas a esas piedras preciosas, al alcance de la delicada piel de Raimy?

«¿Qué es esto?», me preguntó sobrecogida.

Un objeto tan caro y letal estaba fuera de lugar entre las pertenencias de la viuda de un simple comerciante. Podría haberla acallado contándole una mentira que la ahuyentara. Sin embargo, miré a mi querida bisnieta y me descubrí incapaz de mentir. En los cincuenta años transcurridos desde esos espantosos días en la torre nunca he hablado de lo que sucedió en ella. Pero cada vez más achacosa y con la muerte en el horizonte, me atormentan los recuerdos, que me asaltan cuando menos lo espero y me producen oleadas de nostalgia. Quizá por eso sigo viva en esta Tierra, la única persona que conoció a Rose cuando era joven y aún no la había alcanzado la tragedia. La única que vio sobrevenir todos los acontecimientos, desde el maleficio hasta el beso final.

Con delicadeza tomé de las manos de Raimy la daga y la deslicé de nuevo en la funda de cuero que la había ocultado. Contemplé el batiburrillo de objetos que mi bisnieta había sacado del fondo del arcón: un brazalete de cuero trenzado al que tenía más aprecio que a cualquier ornamento con diamantes incrustados, encajes intrincados rescatados de vestidos que hacía mucho que se habían desintegrado, un verso escrito en elegante caligrafía sobre un agrietado pedazo de pergamino. Un collar de oro de tres vueltas adornado con flores diminutas que Raimy miró muda de codicioso asombro mientras mi corazón lloraba de nuevo por la joven que lo había llevado. Vestigios de una vida, carentes de significado para cualquiera salvo para mí.

Me senté despacio en la cama e hice un gesto a Raimy para que se acercara. El resto de la familia se disponía a acostarse; nadie nos echaría de menos si nos encerrábamos allí unas horas.

Así que empecé.

—Voy a contarte una historia…

Elizabeth Blackwell


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