Bastan
cincuenta años para que las intrigas de palacio se conviertan en un cuento de
hadas repleto de conjuros, princesas malditas y castillos encantados, y eso fue
lo que pasó con La bella durmiente. Bien lo sabe Elise Dalriss, una anciana que
durante su juventud trabajó como dama de compañía de la reina Leonore y cuidó
de su hija, la princesa Rose, de quien los juglares dicen que durmió cien años.
Esta peculiar versión de La bella durmiente es una novela que está muy cerca de
las debilidades humanas y muy lejos de las versiones edulcoradas del cuento. El
afán de poder, las conspiraciones y el mal amor son ingredientes vitales en
esta historia de mujeres que no quisieron quedarse quietas mientras esperaban
la llegada del príncipe azul.
Aquí tenéis el
prólogo:
Ya se ha convertido en
leyenda. La hermosa y obstinada joven que conocí se ha ido para siempre, dando
paso al mito. La princesa que se pinchó el dedo con el huso de una rueca y
durmió durante cien años, de los que despertaría con un beso de amor verdadero.
Oí la historia anoche
cuando pasé por delante del cuarto de los niños al ir a acostarme. Mi oído no
es lo que era, pero la voz de Raimy llegaba con bastante claridad a través de
la puerta. Sin duda daba brincos mientras la contaba, porque oí los reveladores
crujidos de las tablas del suelo. Mi bisnieta casi nunca se conforma con contar
una historia, tiene que representarla, como si todo su cuerpo formara parte de
la narración. La oí carcajearse al encarnar a la bruja que lanzaba el maleficio
y acto seguido soltar un grito ahogado cuando la princesa rozaba el huso fatal.
Casi todo eran bobadas, naturalmente, pero me quedé clavada donde estaba pese
al dolor sordo que sentía en las rodillas y los tobillos.
«Pasados los cien años
llegó al reino un príncipe más apuesto y valeroso que todos los que lo habían
precedido —oí decir a Raimy—, quien anunció que no descansaría hasta ver a la
princesa durmiente de la leyenda. Al dirigirse a caballo hacia el muro de
espinos, las ramas se abrieron. Lo cruzó y vio alzarse ante sí el castillo, la
piedra y el mármol brillaban al sol. Al entrar en la gran sala se encontró con
un espectáculo prodigioso: todos los miembros de la corte dormían como si
estuvieran muertos. Cruzó a todo correr el castillo hasta llegar a la torre más
alta. Allí, en una cama colocada en el centro de la alcoba, yacía la Bella
Durmiente, con su cabello dorado desparramado sobre la almohada y las mejillas
todavía sonrosadas. El príncipe no pudo contenerse. Se inclinó y la besó. El
encantamiento se rompió. La Bella Durmiente despertó, y en torno a ellos el
castillo volvió a cobrar vida. El rey y la reina lloraron de alegría al
reunirse con su hija, y la felicidad regresó al reino. El príncipe se casó con
la princesa, y vivieron felices para siempre.»
¡Ja! Sería un truco
realmente hábil derribar a la hija del rey con un huso y verla revivir con un
simple beso. A otros con esta historia. El horror de lo que en realidad sucedió
no ha trascendido, y no es de extrañar. No es precisamente la verdad lo que
define un cuento infantil.
Al día siguiente le
pregunté a Raimy de dónde había sacado esa historia.
—La cantaba un trovador
en la feria. —Le centellearon los ojos al recordar, y me la imaginé en la plaza
del pueblo, abriéndose paso entre la multitud hasta situarse delante—. ¿Te
imaginas a la princesa sola en su torre esperando a su verdadero amor? La sola
idea me hace estremecer.
Yo también me estremecí,
aunque Raimy jamás habría sospechado la razón. ¿Quién creería que una mujer es
capaz de sobrevivir una muerte en vida y salir ilesa? ¡Cuánto luchamos por curarla
los que más la amábamos! Pero hay heridas demasiado profundas para llegar a
ellas.
A lo largo de los
siguientes días volvió a menudo sobre su cuento de la princesa durmiente,
mirándome con expectación mientras yo intentaba fingir falta de interés. Una
noche me enfadé con ella cuando esperé en vano a que apareciera con un gorro
que le había pedido. Fui cojeando hasta el dormitorio que Thelyn y su marido me
habían cedido. Cuando entré, vi que el pequeño arcón donde yo guardaba mis
objetos personales estaba abierto y mi ropa colgaba de los bordes de cualquier
modo. Arrodillada delante de él, Raimy levantó la cabeza con brusquedad, y me sumé
a sus jadeos cuando vi lo que tenía en la mano.
Incluso en ese espacio
mal iluminado relumbraban las esmeraldas y los rubíes incrustados en la
empuñadura de la daga. La despiadada hoja afilada conservaba su brillo
plateado, y sentí una oleada de repugnancia al recordar esa misma superficie
cubierta de sangre. ¿Era posible que todavía hubiera minúsculas gotas adheridas
a esas piedras preciosas, al alcance de la delicada piel de Raimy?
«¿Qué es esto?», me
preguntó sobrecogida.
Un objeto tan caro y
letal estaba fuera de lugar entre las pertenencias de la viuda de un simple comerciante.
Podría haberla acallado contándole una mentira que la ahuyentara. Sin embargo,
miré a mi querida bisnieta y me descubrí incapaz de mentir. En los cincuenta
años transcurridos desde esos espantosos días en la torre nunca he hablado de
lo que sucedió en ella. Pero cada vez más achacosa y con la muerte en el
horizonte, me atormentan los recuerdos, que me asaltan cuando menos lo espero y
me producen oleadas de nostalgia. Quizá por eso sigo viva en esta Tierra, la única
persona que conoció a Rose cuando era joven y aún no la había alcanzado la
tragedia. La única que vio sobrevenir todos los acontecimientos, desde el
maleficio hasta el beso final.
Con delicadeza tomé de
las manos de Raimy la daga y la deslicé de nuevo en la funda de cuero que la
había ocultado. Contemplé el batiburrillo de objetos que mi bisnieta había
sacado del fondo del arcón: un brazalete de cuero trenzado al que tenía más
aprecio que a cualquier ornamento con diamantes incrustados, encajes
intrincados rescatados de vestidos que hacía mucho que se habían desintegrado,
un verso escrito en elegante caligrafía sobre un agrietado pedazo de pergamino.
Un collar de oro de tres vueltas adornado con flores diminutas que Raimy miró
muda de codicioso asombro mientras mi corazón lloraba de nuevo por la joven que
lo había llevado. Vestigios de una vida, carentes de significado para
cualquiera salvo para mí.
Me senté despacio en la
cama e hice un gesto a Raimy para que se acercara. El resto de la familia se
disponía a acostarse; nadie nos echaría de menos si nos encerrábamos allí unas
horas.
Así que empecé.
—Voy a contarte una
historia…
Elizabeth
Blackwell
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