Se dirigió
hacia la puerta principal, pero notó un cosquilleo que le erizó la piel y la
hizo detenerse.
Miró a su
alrededor para ver de qué se trataba.
Hacía
muchísimo frío. El cielo estaba muy oscuro, tan nublado que no se veía ni una
estrella, y un silencio denso envolvía los árboles y los setos de la plaza.
Irene se acercó al estanque y vio en el fondo a una de las carpas que nadaba en
círculos rápidos, como si quisiera entrar en calor. Pensó que era un milagro
que aquel bicho siguiera vivo, ya que una fina capa de hielo empezaba a cubrir los
bordes de la fuente.
Y entonces
volvió a notarlo. Alzó el rostro hacia el cielo y sintió una caricia delicada y
muy fría que rodaba por sus mejillas como una lágrima.
¡Era nieve!
Extendió los
brazos y empezó a dar saltos de alegría alrededor de la plaza. No sabía por qué
estaba tan contenta por una simple nevada, pero no podía resistir el impulso de
celebrar aquel acontecimiento con una alegría infantil.
Le entraron
unas ganas locas de llamar a la puerta de todas las habitaciones para que la
gente saliera y pudiera contemplar aquella maravilla blanca. Pero se recordó a
sí misma que todo el colegio estaba de fiesta —su fiesta— y que Heather, Martha
y los demás todavía debían de estar bebiendo real ale en el Dog & Bone a aquellas horas.
Los copos
caían lenta y parsimoniosamente, e Irene se dio cuenta de que el manto blanco
iba a cuajar.
Nunca había
visto nevar sobre el mar, así que decidió hacer una pequeña excursión nocturna.
Rocío
Carmona, La Gramática del Amor
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