Conversaban
aún, cuando al ascender una pendiente pronunciadísima, aunque corta, tuvieron
que contener el aliento. Caminaron así durante varios pasos. Tres minutos
después salieron de la niebla y se encontraron en pleno aire soleado. Doblaron
un recodo y vieron que a poca distancia de ellos se alzaba el monasterio de
Shangri-La.
A Conway, al
verlo por primera vez, le pareció una visión producida por la falta de oxígeno
que estaba padeciendo y que, probablemente, había embotado sus facultades.
Era,
verdaderamente, una vista extraña y casi inverosímil. Un grupo de pabellones
coloreados colgaban de la montaña sin la tristeza gris de un castillo de la
Renania, pero sí con la delicadeza de los pétalos de una flor silvestre que
emergen pálidos de una roca. Era soberbio y exquisito. Una austera emoción
hacía levantar la vista desde los techos de un color azul lechoso al gris
bastión rocoso de allá arriba tremendo como el Wetterhorn sobre el Grindewald.
Más allá, en
una pirámide asombrosa, se remontaban las vertientes nevadas del Karakal. Era
posible que fuese, pensó Conway, la vista montañosa más terrorífica del
universo, y se imaginaba la enorme tensión de la nieve y los glaciares, contra
los cuales la roca desempeñaba el papel de un muro de contención gigantesco.
Algún día, tal vez, toda la montaña se derrumbaría, y la mitad del frígido
esplendor del Karakal se extendería por el valle.
Al otro lado,
la pared montañosa continuaba descendiendo casi perpendicularmente en una
hendedura que debía haber sido el resultado de un terrible cataclismo ocurrido
muchos cientos de años antes. El piso del valle, confuso en la distancia, les
daba la bienvenida con su exuberante verdor; abrigado de los vientos y
vigilado, mejor que dominado, por el monasterio, le pareció a Conway un lugar
deliciosamente favorecido, aunque, si estaba habitado, su comunidad debía estar
completamente aislada por las elevadísimas e inescalables cimas del otro lado.
Para llegar al monasterio sólo había un camino practicable. Conway experimentó
al contemplarlo un ligero estremecimiento y pensó que los temores de Mallinson
estaban bien fundados pero aquel sentimiento fue sólo momentáneo y no tardó en
triunfar sobre él la profunda sensación, mitad mística, mitad visual, de haber
alcanzado al fin un lugar que era el término eventual de sus desdichas.
Jamás recordó
exactamente cómo llegaron él y sus compañeros al monasterio, ni con que formalidades
fueron recibidos, desatados e introducidos en el recinto. El aire finísimo
tenía una contextura de ensoñación, que armonizaba con el azul porcelana del
cielo; a cada inhalación, a cada mirada sentía una tranquilidad anestésica que
contrastaba extrañamente con la irascibilidad de Mallinson, el ingenio
humorístico de Barnard y el estoicismo de la señorita Brinklow, que había
adoptado el papel de una princesa de los cuentos de niños, resignada a ser
devorada por un dragón.
Recordaba
vagamente su sorpresa al encontrar el interior del edificio,
extraordinariamente espacioso, tibio, acogedor y perfectamente limpio; pero no
tuvo tiempo más que para observar estas cualidades.
James
Hilton, Horizontes Perdidos
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