Llevo unas semanas que no se me va de la cabeza la Librería Pérez de El Tubo. La echo de menos. Me
gustaría que todavía siguiera abierta. Me gustaría cruzar su puerta
desvencijada de madera. En el lugar en el que estaba la Pérez hay ahora un
inmenso solar. La Pérez tenía el suelo de madera. Siempre había unos cuantos
gualtrapas mudos husmeando en los libros viejos de la Pérez. Más que libros
viejos eran restos, saldos llegados de los almacenes, la última oportunidad. En
la Pérez se saldó, hasta agotarse, toda La Gaya Ciencia, la editorial de Rosa
Regàs en la que publicaba Benet. A Benet le encantaba Zaragoza, y quizá por eso
sus libros fueron a parar a la librería Pérez. Decía Benet a Martínez Sarrión:
«Admira el brillo mate de esas cúpulas, con el padre Ebro lamiendo los pies de
la recia, de la invicta Diosa».
Un librero de viejo de Madrid me preguntó si había librerías como
la suya en Zaragoza. Un cliente suyo se iba a vivir a Zaragoza por motivos
laborales y estaba preocupado por si no podía comprar libros viejos. Le dije
que sí, y que había dos rastros con libros los domingos. El librero no anotó
nada, pero se quedó convencido de que podría consolar a su cliente. Y entonces,
mientras el librero me ofrecía libros viejos desmochados, me vino a la cabeza,
como un trallazo, el recuerdo de la Pérez.
Me acordé del olor, del ruido de la puerta, de las mesas cargadas
y del movimiento de las estanterías, nada estables, de los libros que compré y
de cómo los devoraba tumbado en la cama, de los libros de La Gaya Ciencia y del
Club Bruguera, tapa dura y colores chillones, que ocupaban una mesa en el fondo
y que me hicieron un lector desordenado y apasionado.
Me vi, como si espiara al adolescente que fui, una Sophie Calle
retroactiva, caminando por El Tubo de la Pérez a la de Inocencio Ruiz. Llevaba
un gabán negro, que rozaba el suelo. En la de Inocencio sufría, porque no sabía
nada de cómo eran los libreros de viejo, de sus manías y de sus costumbres. Y
no sabía nada de Inocencio. Me gustaban la escalera de su librería y su enorme
máquina de escribir, en la que a veces lo encontraba golpeando con fuerza las
teclas. A diferencia de José Luis Melero, como relata en Leer para contarlo,
apenas aprendí nada con los libros que compré en la librería de Inocencio,
porque fueron pocos, y mis recuerdos tienen más que ver con el ambiente,
maravilloso, que con la lectura.
Estaba en Madrid, pero realmente estaba en Zaragoza, veinticinco
años atrás, en un día de invierno y con lluvia, husmeando en las baldas de la
Pérez. Pensando en la mirada torva de Inocencio cuando me viera atravesar la
puerta.
No sé cómo describir un olor. No basta con decir húmedo o
profundo. Y mucho menos sé cómo describir lo que sentía cuando ojeaba y tocaba
un libro: todavía sigo sin saberlo. Sé que en esos instantes me estaba
transformando, algo parecido a lo que le sucedió a Peter Parker cuando le picó
una araña.
Felix Romeo
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