—¿Tú querías
ser soldado?
—Al principio
no. —Cato sonrió avergonzado—. Cuando era niño me interesaban mucho más los
libros. Quería ser bibliotecario, o tal vez incluso escritor.
—¿Escritor? ¿Y
qué hace un escritor?
—Escribe historias,
o poesía, u obras de teatro. Tendréis escritores aquí en Britania, ¿no?
Boadicea negó
con la cabeza.
—No. Tenemos
sólo algunos escritos. Los hemos heredado de los antiguos. Sólo un puñado de
personas conocen sus secretos.
—Pero, ¿cómo
conserváis las historias? ¿Vuestra historia?
—Aquí.
—Boadicea se dio un golpecito en la cabeza—. Nuestras historias se transmiten
oralmente de generación en generación.
—Parece un
método muy poco fiable de preservar los datos. ¿No existe la tentación de
tratar de mejorar la historia cada vez que se cuenta?
—Pero es que
se trata de eso precisamente. Lo que importa es la historia. Cuanto mejor se
vuelve, cuanto más se adorna, cuanto más cautiva a la audiencia, más se
engrandece y más nos enriquecemos nosotros como pueblo. ¿No es así en Roma?
Cato consideró
el asunto un momento en silencio.
—La verdad es
que no. Algunos de nuestros escritores narran historias, pero muchos son poetas
e historiadores y se enorgullecen de contar los hechos, simple y llanamente.
—¡Qué aburrido!
—Boadicea hizo una mueca—. Pero debe de haber gente a la que se educa para
contar historias como hacen nuestros bardos, ¿no?
—Algunos
—admitió Cato—. Pero no se les tiene la misma estima que a los escritores. Son
meros intérpretes.
—¿Meros
intérpretes? —Boadicea se rió—. Francamente, sois una gente muy rara. ¿Qué es
lo que crea un escritor? Palabras, palabras, palabras. Simples marcas en un
pergamino. Un narrador de historias, uno bueno, claro, crea un hechizo que
obliga a su audiencia a compartir otro mundo. ¿Pueden hacer eso las palabras
escritas?
—A veces —dijo
Cato, a la defensiva.
—Sólo para
aquellos que saben leer. ¿Y cuánta gente de entre un millar de romanos sabe
hacerlo? Sin embargo, cualquier persona que oiga puede compartir una historia.
De modo que, ¿qué es mejor? ¿La palabra escrita o la oral? ¿Y bien, Cato?
Cato frunció
el ceño. Aquella conversación le empezaba a producir desasosiego. Demasiadas
verdades eternas de su mundo corrían peligro de ser socavadas si llegaba a
considerar la visión que Boadicea le ofrecía. Para él, la palabra escrita era
la única manera fiable de poder preservar el patrimonio de una nación. Tales
registros podían dirigirse a las diversas generaciones con la misma inmediatez
y exactitud que cuando fueron escritos. Pero, ¿de qué les servía tal
maravilloso recurso a las masas analfabetas que abarrotaban el Imperio? Para
ellos sólo una tradición oral, con todos sus puntos débiles, sería suficiente.
El hecho de que ambas tradiciones pudieran ser complementarias le resultaba
odioso según su visión de la literatura y no iba a aceptarlo. Los libros eran
el verdadero medio por el cual se podía mejorar la mente. Los cuentos y
leyendas populares eran un mero paliativo para engatusar y apartar al ignorante
del verdadero camino de la superación personal.
Esto lo llevó
a considerar la naturaleza de la mujer que tenía ante él. Estaba claro que se
enorgullecía de su raza y la herencia cultural de la misma, y además era
instruida. ¿Cómo si no había llegado a adquirir semejante dominio del latín?
Simon Scarrow, Las Garras del
Águila
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