se tratase o no de palabras dirigidas a
mí. Pero oír hablar a una persona es también verla hablar, descubrir las
huellas del cuento en el rostro que lo emite. Esto lo observé desde muy niña y
me resultaba un incomparable aliciente -que no he perdido- mirar a la cara de
quien estaba contando algo, porque las transformaciones que acarreaba lo dicho
en la expresión del hablante era como un segundo texto sin cuyo complemento se
desvanecía y oscurecía el primero, hasta el punto de que a veces, si no había
asistido como testigo presencial a la gestación de una perorata, narración o
recado que otro me transmitía, solía preguntar casi indefectiblemente: “¿Con
qué cara te lo dijo?”, como si ese dato de la expresión del rostro afectara no
sólo al acontecimiento verbal mismo, sino a mis capacidades para descifrarlo y
entenderlo correctamente. Pero la expresión oral que se plasmaba en el decir y
el contar, además de ser un acontecimiento en el sentido de hecho que acontecía
-y para mí uno de los más apasionantes- era también, como comprendí muy pronto,
sustancia primordial que alimentaba los cuentos y conversaciones mismos, ya que
en el seno de ellos se venían a reflejar continuamente, como en una perspectiva
intrincada de espejos, otros cuentos y conversaciones anteriormente acontecidos
y que el narrador rescataba.
Carmen Martín Gaite, El Cuento de Nunca
Acabar.
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