domingo, 1 de enero de 2017

LA MARCHA RADETZKY


En toda la división no había mejor banda militar que la del regimiento de infantería número 10 de W, pequeña capital de distrito, en Moravia. Su director era uno de aquellos músicos militares austríacos que, gracias a su buena memoria y a una especial capacidad para crear nuevas variaciones a partir de viejas melodías, se hallaban en condiciones de componer cada mes una marcha militar. Estas marchas se parecían entre sí como soldados. La mayoría de ellas empezaban con un redoble de tambor, pasaban después al ritmo acelerado del toque de retreta, al sonido estrepitoso de los agradables platillos y acababan con el retumbar del trueno del bombo, ese alegre y breve temporal de la música militar. Lo que distinguía especialmente al músico mayor Nechwal frente a sus colegas era su gran tenacidad para crear nuevas composiciones y el rigor, entre alegre y enérgico, con que dirigía los ensayos. La mala costumbre de otros músicos mayores de dejar que el sargento dirigiera la primera marcha y no decidirse a tomar la batuta hasta haber llegado al segundo punto del programa era, en opinión de Nechwal, un síntoma evidente de la decadencia de la real e imperial monarquía austríaca. En cuanto la banda se había colocado en el semicírculo reglamentario, después de clavar los diminutos pies de los flexibles atriles en los hilillos de tierra que había entre los adoquines, ya estaba el músico mayor situado en el centro, frente a sus subordinados, con la batuta de ébano negro y puño de plata discretamente levantada. Todos los conciertos en la plaza —siempre bajo el balcón del señor jefe de distrito— se iniciaban con la marcha de Radetzky. A pesar de que los músicos dominaban esta composición hasta la saciedad y no tenían necesidad de dirección alguna, Nechwal consideraba que era menester leer todas las notas en la partitura. Y, como si ensayara por primera vez la marcha de Radetzky, todos los domingos, con absoluta meticulosidad militar y musical, erguía la frente, la batuta y la mirada y dirigía las tres hacia el segmento del círculo en cuyo centro se hallaba, y que en su opinión precisaba especialmente de sus órdenes. Redoblaban los tambores, tocaban dulces las flautas y resonaba el estrépito de los agradables platillos. En los rostros de los espectadores se dibujaba una sonrisa entre soñadora y complacida; sentían el hormigueo de la sangre que ascendía por las piernas y, a pesar de estar firmes, creían hallarse ya en plena marcha. Los hombres maduros dejaban caer la cabeza y recordaban sus maniobras militares. Las mujeres ya entradas en años permanecían sentadas en los bancos del parque cercano, y sus sienes, ya enmarcadas por hebras grises, temblaban. Era verano.

Joseph Roth, La Marcha Radetzky

No hay comentarios:

Publicar un comentario