En toda la
división no había mejor banda militar que la del regimiento de infantería
número 10 de W, pequeña capital de distrito, en Moravia. Su director era uno de
aquellos músicos militares austríacos que, gracias a su buena memoria y a una
especial capacidad para crear nuevas variaciones a partir de viejas melodías,
se hallaban en condiciones de componer cada mes una marcha militar. Estas
marchas se parecían entre sí como soldados. La mayoría de ellas empezaban con
un redoble de tambor, pasaban después al ritmo acelerado del toque de retreta,
al sonido estrepitoso de los agradables platillos y acababan con el retumbar
del trueno del bombo, ese alegre y breve temporal de la música militar. Lo que
distinguía especialmente al músico mayor Nechwal frente a sus colegas era su
gran tenacidad para crear nuevas composiciones y el rigor, entre alegre y
enérgico, con que dirigía los ensayos. La mala costumbre de otros músicos
mayores de dejar que el sargento dirigiera la primera marcha y no decidirse a
tomar la batuta hasta haber llegado al segundo punto del programa era, en
opinión de Nechwal, un síntoma evidente de la decadencia de la real e imperial
monarquía austríaca. En cuanto la banda se había colocado en el semicírculo
reglamentario, después de clavar los diminutos pies de los flexibles atriles en
los hilillos de tierra que había entre los adoquines, ya estaba el músico mayor
situado en el centro, frente a sus subordinados, con la batuta de ébano negro y
puño de plata discretamente levantada. Todos los conciertos en la plaza
—siempre bajo el balcón del señor jefe de distrito— se iniciaban con la marcha
de Radetzky. A pesar de que los músicos dominaban esta composición hasta la
saciedad y no tenían necesidad de dirección alguna, Nechwal consideraba que era
menester leer todas las notas en la partitura. Y, como si ensayara por primera
vez la marcha de Radetzky, todos los domingos, con absoluta meticulosidad
militar y musical, erguía la frente, la batuta y la mirada y dirigía las tres
hacia el segmento del círculo en cuyo centro se hallaba, y que en su opinión
precisaba especialmente de sus órdenes. Redoblaban los tambores, tocaban dulces
las flautas y resonaba el estrépito de los agradables platillos. En los rostros
de los espectadores se dibujaba una sonrisa entre soñadora y complacida;
sentían el hormigueo de la sangre que ascendía por las piernas y, a pesar de
estar firmes, creían hallarse ya en plena marcha. Los hombres maduros dejaban
caer la cabeza y recordaban sus maniobras militares. Las mujeres ya entradas en
años permanecían sentadas en los bancos del parque cercano, y sus sienes, ya
enmarcadas por hebras grises, temblaban. Era verano.
Joseph Roth, La Marcha Radetzky
No hay comentarios:
Publicar un comentario