Sobre la cama,
tendido a lo largo a iluminado débilmente por la claridad de la luz nebulosa que
penetraba por la ventana, se veía un saco de grosera tela, cuyos informes
pliegues dibujaban los contornos de un cuerpo humano: aquél era el sudario del
abate, aquél era el sudario que, según decían los carceleros, costaba tan poco.
Todo había terminado. La separación material existía ya entre Dantés y su
anciano amigo. Ya no podría ver aquellos ojos que habían quedado abiertos como
para mirar más allá de la muerte, ni podría estrechar aquella mano industriosa
que descorriera el velo a tantos misterios para que él los penetrase. Faria, su
útil y buen compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía
ya más que en su memoria. Entonces se sentó a la cabecera de la cama, dominado
de una triste y lúgubre melancolía.
¡Solo! ¡Había
vuelto a quedarse solo! ¡Había vuelto al silencio y la nada!
¡Solo! ¡Sin
compañía y hasta sin la voz del único ser amigo que le quedaba en la tierra!
¿No sería
mejor que fuera a resolver con Dios el problema de la vida, como había hecho el
abate Faria, aun pasando por tantos dolores como él?
La idea del
suicidio, desterrada por la presencia y la amistad del abate, vino entonces a
colocarse como un fantasma al lado del cadáver de éste.
-Si pudiera
morir iría adonde él va -dijo-, y volvería a encontrarle seguramente. Pero ¿cómo
morir? Bien fácil es -añadió sonriendo-. Me quedo aquí, me abalanzo al primero
que entre, lo ahogo y me guillotinan.
Sin embargo,
como ocurre siempre, así en los grandes dolores como en las grandes
tempestades, que damos con el abismo al dar en los extremos, horrorizó a Dantés
la idea de esta muerte infamante, y de súbito pasó de esta desesperación a una
sed ardiente de libertad.
-¡Morir! ¡Oh!,
no -exclamó-, no valdría la pena de haber vivido tanto y sufrido tanto, para
morir así. Ahora sería verdaderamente conspirar en favor de mi destino
miserable. No, quiero vivir, quiero luchar hasta el fin, quiero recobrar la
dicha que me han robado. Con la idea de la muerte me olvidaba de que tengo
verdugos que castigar, y quién sabe si recompensar amigos. Pero, ¡ay!; ahora
van a olvidarme, y no saldré ya de aquí sino como el abate Faria.
Al pronunciar
estas palabras quedó petrificado, como aquel a quien se le ocurre una idea aterradora.
De pronto se incorporó, llevóse la mano a la frente como si le diera un
vértigo, dio dos o tres vueltas por la habitación, y fue a detenerse delante de
la cama.
-¡Oh!, ¡oh!
-murmuró-. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo
los muertos salen de aquí, ocupemos el lugar de los muertos.
Y sin vacilar
un momento siquiera, por no cambiar aquella resolución desesperada, inclinóse sobre
el nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faría había hecho, sacó el
cadáver, lo llevó a su propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la
cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con su
cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos
ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el
rostro vuelto a la pared, para que el carcelero al traerle la cena creyese que
estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja
y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne
desnuda, metióse en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver
tenía, y sujetó por dentro la costura. Si por desgracia hubiesen entrado en
este momento, hubieran podido oír los latidos de su corazón.
Habíale sido
posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase
de idea, mandando sacar el cadáver. Con esto perdería su última esperanza.
Ahora lo que tenía que temer era muy poco. He aquí su plan:
Si por el
camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no
les daba tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el
saco, y se aprovechaba de su terror para escaparse. Si querían apoderarse de
él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en
una fosa, dejábase cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la
espalda, se abría paso a través de la tierra removida, y como era de noche,
escapaba. Pensaba que el peso no sería tan grande que no lo pudiera resistir.
Si se
equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba,
¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.
No había
comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora
pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse
de otra cosa.
El primer
peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al llevarle su comida a las
siete, echase de ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había
recibido Dantés acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por
cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan
y la sopa y se iba sin hablarle.
Pero esa vez
el carcelero podía hablarle y como Dantés no le respondería, acercarse a la cama
y descubrirlo todo.
Hacia las
siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con
una mano apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras
enjugaba con la otra el sudor de su frente, que corría hasta por sus mejillas.
De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo, oprimiéndosele
el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían las
horas sin que en el castillo se notase ningún movimiento por lo que comprendió
que se había librado del primer peligro. Esto era de buen agüero. Por último, a
la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo
conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor,
conteniendo su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los
violentos latidos de su corazón.
Los pasos, que
iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores
que iban a buscarle. Esta sospecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que
hacían al poner en el suelo las parihuelas.
Abrióse la
puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía,
vio acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la
mano, se quedó a la puerta. Cada uno de los que se acercaron a la cama cogió el
saco por uno de sus extremos.
-Para ser
viejo y tan flaco, pesa bastante –dijo uno de ellos levantando la cabeza de Dantés.
-He oído decir
que el peso de los huesos aumenta media libra todos los años -contestó el otro
asiéndole por los pies.
-¿Has hecho el
nudo? -preguntó el primero.
-Buena
tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.
-Tienes razón.
Vamos.
« ¿Pare qué
será ese nudo? », se preguntaba Dantés.
Desde la cama
trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmundo se puso todo lo rígido que
pudo para desempeñar mejor su papel de cadáver. Pusiéronle, pues, en las
angarillas, y alumbrados por el del farol, que iba delante, empezaron a subir
la escalera.
De súbito, el
aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su
cuerpo. Esta súbita sensación fue a la vez angustiosa y dulcísima.
A unos veinte
pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno
de ellos debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las
losas.
« ¿Dónde
estoy? », se preguntó.
-¿Sabes que no
pesa poco? -dijo el que había permanecido junto a Dantés, sentándose al borde
de las angarillas.
La primera
idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.
-Alúmbrame,
animal -dijo el que se había separado-, alúmbrame o no podré encontrar lo que
busco.
El hombre de
la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no
tenía nada de cortés.
«¿Qué buscará?
-dijo para sí Dantés-,sin duda un azadón.»
Una
exclamación dio a entender que el enterrador había encontrado al fin lo que
buscaba.
-Menudo
trabajo ha costado -dijo el otro.
-Sí, pero nada
se ha perdido por esperar -contestó el primero.
Y dicho esto
se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo
tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.
-¿Está ya
hecho el nudo? -preguntó el enterrador que no se había movido de allí.
-Y bien hecho
-respondió el otro.
-Pues en
marcha.
Y volviendo a
coger las angarillas siguieron su camino.
A los
cincuenta pasos sobre poco más o menos hicieron alto para abrir una puerta, y
volvieron a proseguir su camino.
El rumor de
las olas, estrellándose en las peñas que sirven de base al castillo, iba
llegando más distintamente a Dantés a medida que iban avanzando.
-¡Mal tiempo
hace! -dijo uno de los hombres-. No está el mar pare bromas esta noche.
-El abate
corre peligro de fondear.
Y ambos
soltaron una carcajada.
Aunque Dantés
no los comprendió, sus cabellos se erizaron.
-Bien. Ya
hemos llegado -dijo el primero.
-Más allá, más
allá -repuso el otro-. ¿No te acuerdas que el último muerto se quedó en el camino,
destrozado entre las rocas, y que el gobernador nos regañó al día siguiente?
Subiendo
constantemente, dieron cuatro o cinco pasos más, luego sintió Edmundo que le cogían
por los pies y por la cabeza y que le balanceaban.
-¡A la una!
-dijeron los enterradores.
-¡A las dos!
-¡A las tres!
Dantés se
sintió lanzado al mismo tiempo a un inmenso vacío, hendiendo los aires como un pájaro
herido de muerte, y bajando, bajando a una velocidad que le helaba el corazón.
Aunque le atraía hacia abajo una cosa pesadísima que precipitaba su rápido
vuelo, parecióle como si aquella caída durase un siglo, hasta que, por último,
con un ruido espantable, se hundió en un agua helada que le hizo exhalar un
grito, ahogado en el mismo instante de sumergirse. Edmundo había sido arrojado
al mar con una bala de treinta y seis atada a sus pies. El cementerio del
castillo de If era el mar.
Alejandro
Dumas, El Conde de Montecristo
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