En mi vida me han llamado de muchas maneras: hermana, amante,
sacerdotisa, hechicera, reina. Ahora, ciertamente, soy hechicera, y acaso haya
llegado el momento de que estas cosas se conozcan. Pero, a decir verdad, creo
que serán los cristianos quienes digan la última palabra, pues el mundo de las
hadas se aleja sin pausa del mundo en el que impera Cristo. No tengo nada
contra Él, sino contra sus sacerdotes, que ven un demonio en la Gran Diosa y
niegan que alguna vez tuviera poder en este mundo. A lo sumo, dicen que su
poder procede de Satanás. O bien la visten con la túnica azul de la señora de
Nazaret (que también, a su modo, tenía poder) y dicen que siempre fue virgen.
Pero ¿qué puede saber una virgen de los pesares y tribulaciones de la
humanidad?
Y ahora que el mundo ha cambiado, ahora que Arturo (mi hermano, mi
amante, el rey que fue y el rey que será) yace muerto (dormido, dice la gente)
en la sagrada isla de Avalón, es necesa rio contar la historia tal como era
antes de que llegaran los sacerdotes del Cristo Blanco y lo ocultaran todo con
sus santos y sus leyendas.
Pues, como digo, el mundo ha cambiado. Hubo un tiempo en que un
viajero, si tenía voluntad, conocía algunos secretos, podía adentrarse con su
barca por el mar del Estío y llegar, no al Glastonbury de los monjes, sino a la
sagrada isla de Avalón, pues en aquellos tiempos las puertas entre los mundos
se difuminaban entre las brumas y estaban abiertas, según el viajero pensara y
deseara. Y éste es el gran secreto, que era conocido por todos los hombres
instruidos de nuestros días: el pensamiento del hombre crea un mundo nuevo a su
alrededor, día a día.
Y ahora los .sacerdotes, pensando que esto atenta contra el poder
de su Dios, que creó el mundo inmutable de una vez para .siempre, han cerrado esas
puertas (que nunca fueron tales, sal vo en la mente de los hombres), y los
senderos llevan sólo a la isla de los Sacerdotes, que ellos salvaguardan con el
tañido de las campanas de sus iglesias, ahuyentando toda idea de que otro mundo
se extienda en la oscuridad. E incluso dicen que ese mundo, si en verdad
existe, es propiedad de Satanás y la entrada del Infierno, si no el Infierno
mismo.
No sé qué puede o no puede haber creado su Dios. Pese a las
leyendas que se cuentan, nunca supe mucho de sus sacerdotes ni vestí el negro
de sus monjas esclavizadas. Si los cortesa nos de Arturo, en Camelot, quisieron
verme de ese modo (puesto que siempre usé la túnica oscura de la Gran Madre en
su función de hechicera), no los saqué de su error. En verdad, hacia el final
del reinado de Arturo, hacerlo habría sido peligroso, y yo inclinaba la cabeza
ante la conveniencia, algo que no habría hecho nunca mi gran maestra: Viviana,
la Dama del Lago, en otros tiempos la mejor amiga de Arturo, exceptuándome a
mí, y más tarde su más tenebrosa enemiga... también exceptuándome a mí.
Pero la lucha ha terminado; cuando Arturo agonizaba pude tratarlo,
no como a mi enemigo y el de mi Diosa, sino como a mi hermano, como a un
moribundo que necesitaba el socorro de la Madre, a la que todos los hombres
acaban por acudir. También los sacerdotes lo saben, pues su siempre virgen,
María, vestida de azul, se convierte a la hora de la muerte en la Madre del
mundo.
Así, Arturo yacía por fin con la cabeza en mi regazo, sin ver en
mía la hermana, a la amante o a la enemiga, sino sólo a la hechicera, la
sacerdotisa, la Dama del Lago. Y así descansaba en el seno de la Gran Madre,
del que salió al nacer y al que tenía que volver al final, como todos los
hombres. Y mientras yo conducía la barca que lo llevaba, no va a la isla de los
Sacerdotes, sino a la verdadera isla Sagrada que está en el mundo de las
tinieblas, más allá del nuestro, tal vez se arrepintió de la enemistad que se
había interpuesto entre nosotros.
En esta narración hablaré de sucesos acontecidos cuando yo era
demasiado niña para comprenderlos, y de otros que sucedieron cuando yo no
estaba presente. Y tal vez mi oyente se distraerá pensando: «He aquí su magia.
» Pero siempre he tenido el don de la videncia y el de ver dentro de la mente
humana, v en todo este tiempo he estado cerca de hombres v mujeres. Por eso a
veces sabía, de un modo u otro, todo lo que pensaban. Y así contaré esta
leyenda.
Pues un día los sacerdotes también la contarán, tal como la
conocieron. Quizás, entre una y otra versión, se pueda ver algún destello de la
verdad.
Porque esto es lo que los sacerdotes no saben, con su único Dios y
su única Verdad: que no hay leyenda veraz. La verdad tiene muchos rostros. Es
como el antiguo camino hacia Avalón: de la voluntad de cada cual y de sus
pensamientos depende el rumbo que tome y que al final se encuentre en la
sagrada isla de la Eternidad o entre los sacerdotes, con sus campanas, su
muerte, su Satanás, el infierno y la condenación... Pero tal vez soy injusta
con ellos. Incluso la Dama del Lago, que detestaba las vestiduras sacerdotales
tanto como a las serpientes venenosas (y con sobrados motivos), me censuró
cierta vez por hablar mal de su Dios.
«Porque todos los dioses son un solo Dios -me dijo, como había
dicho muchas otras veces, como yo he repetido a mis novicias, como lo dirán
todas las sacerdotisas que me sucedan-, y todas las diosas son una sola Diosa,
y sólo hay un Iniciador. A cada hombre su verdad y el Dios que hay en su
interior.» Así, tal vez, la verdad flote entre el camino de Glastonbury, isla
de los Sacerdotes, y el camino de Avalón, para siempre perdido en las brumas
del mar del Estío.
Pero ésta es mi verdad; yo, Morgana, os la cuento. Morgana, la que
en épocas más actuales se llamó Hada Morgana.
Marion Zimmer
Bradley, Las Nieblas de Avalón
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