Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los
obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más
fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos;
la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los
defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas,
la bueno conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobre
todo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera
que estén.
(Cita atribuida a Miguel de Cervantes)
El sol salió por el horizonte, como siempre; los
rayos del sol atravesaban la fina cortina del dormitorio rompiendo la penumbra
de la habitación. Adrián, en su cama pero despierto, contemplaba como los
objetos de la habitación parecían cobrar vida con la luz del amanecer. Sí, el
sol salió por el horizonte, como siempre, pero no era un día cualquiera.
A pesar de ser muy temprano Adrián no podía dormir,
así que decidió levantarse y darse una ducha para espabilarse del todo. Era un
chico joven, o al menos con veinticincoaños a mi me lo parecía, tenla el pelo
moreno y rizado, y unos enormes ojos grises... o azules... o verdes, no sabría
deciros. Era delgado y alto, de piel muy blanca, casi pálida, y portaba una
sonrisa encantadora. Se duchó rápido y sin hacer mucho ruido, no quería
despertar a su madre, aunque tenía claro que ella se levantaría enseguida,
siempre lo hacía, y más si él estaba en casa, pues le encantaba prepararle el
desayuno a su "pequeño". Con el albornoz puesto y el pelo todavía
húmedo, volvió a su habitación y abrió el armario, ¿Qué me pongo?, pensó para
sí mismo, cogió unos vaqueros y una camisa para luego volver a dejarlo todo en
su sitio otra vez y decidirse finalmente por un pantalón de tergal azul y un
jersey de hilo gris, que hacia juega con sus ojos, y comenzó a vestirse.
- Adrián - dijo su madre desde la habitación
contigua - ¿Te hago el desayuno?
- Déjalo, mamá, mejor sigue durmiendo y ahora me
preparo yo un café.
- ¿No quieres que te haga algo, unas tostadas, un
zumo…?
- Que no, mamá... duérmete
Su madre ya no contesto, sabía muy bien que si su
hijo decía que no a algo, era que no; de manera que prefirió dejarlo y seguir durmiendo
un poco más, aún a sabiendas de que ya no podría dormirse y se levantaría en
cuanto este se marchara.
Adrián por su parte, una vez vestido, se fue a la
pequeña cocina del apartamento y se calentó una taza del café que había hecho
el día anterior. Se comió un par de galletas María sin llegar a sentarse en una
silla y volvió de nuevo a su habitación para coger un par de cosas. Debía de
irse pronto, no quería llegar tarde.
Ahora, con el sol más alto, la habitación aparentaba
ser mayor, y los lomos dorados de los libros de las estanterías parecían
diminutos soles a punto de estallar. Adrián cogió su cartera de piel y metió
dentro unos folios unos lápices, un borrador, un sacapuntas y una pluma, que era
un regalo de su madre. Se quitó las zapatillas, se puso sus mejores zapatos,
los negros de cordón fino, limpios y brillantes, y salió hacia la puerta de la
casa donde en la entrada estaba colgado su abrigo negro y su bufanda de cuadros.
Se lo puso todo y salió del piso sin hacer apenas ruido. Cuando iba a cerrar la
puerta escuchó una voz que le decía:
- Abrígate, no vayas a coger frío .
-Si, mamá... y duérmete, por Dios.
Sonriendo para sus adentros, bajó los dos pisos que
le separaban de la calle, por la estrecha escalera, una escalera antigua, como
el edificio, con un pasamano de hierro negro y el suelo de terrazo, pintada de
un blanco impoluto y con un fuerte olor a lejía.
Abrió la pesada puerta, también de hierro negro, y
respiró el aire de la calle, ese aire plomizo de ciudad, con olor a gasolina, a
polución, vamos, a ciudad, a su ciudad. Pero a él le encantaba; de hecho, no
había respirado otra cosa en toda su vida, salvo cuando se iba una semana de
vacaciones a la playa con sus tíos, pero enseguida la echaba de menos.
Con pasos largos y firmes avanzó por la acera en
busca de la estación de cercanías que había a pocas calles de allí, la misma
estación donde años antes solía ir con sus amigos a poner monedas en las vías, ¡qué
recuerdos...!
- ¡Adiós, Adrián! -dijo la señora de la panadería
que estaba barriendo la entrada de su local- ¡que guapo vas esta mañana!
¿quieres un bollo? Los acabo de sacar del horno.
- No, Doña Luisa, muchas gracias, pero tengo prisa .
Doña Luisa era la panadera de aquel lugar desde
antes de que naciera Adrián y lo había visto crecer, lo quería como a un hijo, aunque
lo cierto es que tenia edad para ser su abuela. Adrián siguió caminando por la
acera, conocía bien aquellas calles, se sabía de memoria cada rincón de aquel
barrio, cada casa, cada lugar, la peluquería, la tintorería, el bar de Paco, el
colegio... Hoy estaba nervioso, como aquellos días en los que tenía un examen y
había estudiado poco, pero no podía permitírselo, no, ¡debía de estar tranquilo!
Esa mañana era muy importante, y la ilusión era mayor que su miedo; recordó las
palabras de aquel viejo profesor que le daba historia, "los grandes
hombres nunca se dejan vencer por sus miedos", tal vez hoy era el momento
de poner en práctica aquella frase. No había
mas remedio y al pensar en ello no pudo evitar tocarse la cruz que llevaba
colgada al cuello. Era un recuerdo de su abuelo que llevaba encima desde que
era muy pequeño.
- Adrián, chiquillo, ¿a dónde vas? Pasa a tomar un
café.
Un hombre de unos sesenta años con el pelo canoso y
una generosa barriga, asomó por la puerta del bar al verlo. Era Paco, el dueño.
Adrián habla trabajado para él de camarero en la terraza algunos veranos,
tiempo atrás, y se había ganado su cariño.
- No puedo, Paco, gracias, tengo prisa, luego te lo
cuento todo más despacio.
- Eso espero, niño, .le dijo sonriendo y volviendo a
meterse adentro.
En apenas cinco minutos ya estaba en la estación, la
vieja estación de ferrocarril donde tantos días había cogído el tren para ir a
la Universidad cuando decidió estudiar una carrera. Aquel viejo edificio le traía
tantos recuerdos, sus paredes viejas y grisáceas, sus desgastadas bancos en la
sala de espera, ese aroma tan peculiar en el ambiente, mezcla del café de la
cafetería, los perfumes de las mujeres y el propio olor de los trenes que allí
paraban. Adrián saludó con la mano al empleado de la taquilla, lo conocía de
tantas veces que lo había atendido y salió al andén, Su cercanías estaba
haciendo la entrada, por eso tenia tanta prisa. La gente se agolpaba en las
puertas de los vagones para subir, y, aunque no iba lleno, era previsible que
se llenaría antes de llegar a su destino: todo el mundo quería ir a trabajar a
la misma hora. A pesar de las prisas de la gente, cuando él subió, todavia
quedaban asientos libres. Se fue al centro del vagón, donde dicen que se mueven
menos los trenes, y se sentó junto a la ventanilla. El tren se puso en marcha y
la estación desapareció de la ventana, dejando a la vista el paisaje urbano que
a Adrián tanto le gustaba contemplar. La ciudad era un ser vivo ante sus ojos,
por sus venas, personas y vehículos iban de un lado para otro, transportándolos
a a ellos mismos, sus mercancías o sus sueños, igual que él en ese instante.
Hipnotizado por el sonido de las vías apenas se dio
cuenta de que hacían su primera parada, pero al hacerlo miró instintivamente
hacia las puertas del vagón. Un puñado de personas entró en tromba, y, conforme
fueron disolviéndose, apareció una chica menuda y rubia, de ojos pardos como el
lomo de un visón. Llevaba una falda larga y un chaquetón de cuero, ambos negros;
por arriba, asomaba un jersey rojo de cuello vuelto. Se quedó mirando y
enseguida lo vio. Grácil, sutil, liviana, caminó hacía él, mientras este le
ofrecía la mejor de sus sonrisas. Sin preguntar nada se sentó a su lado y le
dio un beso en la mejilla.
- Hola Adrián, me alegro de verte, aunque tampoco me
sorprendes Tino me dijo lo que había y esperaba verte por aquí cualquier mañana.
Hoy es el gran día, ¿verdad?
Adrián la contempló con la serenidad del que
disfruta de una puesta de sol. Lorena, su antigua novia de la universídad, a
pesar de los años seguía poniéndolo nervioso. Posiblemente era algo que no se
le pasaría nunca, ¡qué se le iba a hacer!
- Yo también me alegro de verte Lorena... Estas
increíble - dijo tras unos instantes- Pues, la verdad es que si, hoy es el gran
día.
- ¿Y qué, estás nervioso? Yo lo estaría -dijo
cogiéndole la mano.
- No es como cuando tentamos un examen con don
Severino, pero, sí, la verdad es que sí, un poco. -dijo mirándola a los ojos
fijamente.
Al decir aquello Lorena soltó una carcajada y
comenzó a hablar de aquellos años en los que iban juntos al colegio. En la
mente de Adrián los recuerdos empezaron a aflorar como pequeñas margaritas. Sin
darse cuenta ninguno de los dos, el vagón se abarrotó de gente, gente ajena a ellos,
a sus risas y a sus miradas. Su estación de destino llegó pronto, muy pronto;
para Adrián, quizás demasiado pronto. El tren comenzó a detenerse y la mayoría
de los viajeros fueron poco a poco abandonando sus asientos en busca de las puertas
de salida. Ellos se levantaron los últimos, sabiendo que tenían tiempo de sobra
para bajar, y se pusieron al final del pelotón de viajeros. Al salir del tren
el frio atacó sus rostros y comenzaron a exhalar aire caliente por la boca en
forma de vapor.
- ¡Caray! - dijo Lorena - hace ahora más frío que
cuando subimos, ¿no te parece?
- Ya lo creo, y encima parece que va a llover
-contestó Adrián- será mejor que nos demos prisa.
Escoltados por un tumulto de desconocidos, cruzaron
el interior del vestíbulo y salieron por
fin a la calle, a la ciudad, y allí ambos se detuvieron.
- Bueno, supongo que aquí nos separamos -dijo
Adrián- por cierto, no te he preguntado, ¿Qué tal tu trabajo?
- Bien, un poco aburrido, pero bien. El típico
trabajo de una gestoría, ya sabes -dijo Lorena ofreciendo una de sus discretas
sonrisas.
Un abrazo, un beso, y poco más. Lorena se dio la
vuelta y se marchó perdiéndose entre las personas que abarrotaban aquella
acera, y Adrián se quedo unos instantes contemplándola marcharse como una flor
en un río arrastrada por la corriente, "¡Adiós, Lorena!", pensó para
sí mismo. Una fina lluvia comenzó a caer. Se subió el cuello del abrigo y, con
su cartera bajo el brazo y las manos en los bolsillos, se dio la vuelta y
comenzó a caminar en dirección opuesta. Se hacía tarde.
Resulta curioso cómo puede ser posible que a pesar
de estar rodeado de gente, a veces uno puede sentirse solo. Tal vez fuera por
la lluvia, por el frío día o simplemente por sus nervios, pero le daba la
impresión de que la gente no lo veía, se sentía como un fantasma al que nadie
puede ver, aunque él podía verlo todo. Las aceras comenzaban a estar mojadas y
le daban al paisaje un cierto aspecto de postal, pero él, a pesar de sus
nervios,ahora era capaz de recordar donde se había dejado el paraguas que en
esos momentos tan bien le habría venido. Se puso la cartera en la cabeza y
aceleró el paso.
El edificio al que iba ya podía verse, y conforme
avanzaba, los nervios iban atenazando su estómago. No era miedo, era
incertidumbre, y aunque no dudaba de sí mismol, no sabía muy bien lo que iba a
pasar a partir de ese día. De no haber sido el hijo de una madre soltera,
podría haber hablado antes con su padre de algunas cosas que le preocupaban, y
habría obtenido respuestas menos protectoras que las que le daba su madre, ¡qué
contenta se puso cuando se lo dijo! ¡Cuánto le debía, cuánto la quería!
Se detuvo frente a un enorme edificio con la parte
inferior de la tachada en piedra, pero sólo la parte de abajo, todo lo demás
eran enormes ventanas con cristales tintados: era un edificio de oficinas.
Respiró profundo y cruzó la enorme puerta de acero, y al pasar miró a todos
lados como buscando a alguien, pero no lo encontró. En su lugar, un tipo alto y
de cara agria, vestido de conserje, abandonó el mostrador del enorme vestíbulo
y se acercó hasta él.
- Buenos días -dijo aquel hombre con voz áspera- ¿se
ha perdido usted? El edificio de Hacienda está más adelante, si es lo que está
buscando.
Adrián miró al conserje algo intimidado pero, antes
de que pudiera contestar nada, la voz de un señor elegantemente vestido surgido
de la nada se introdujo entre los dos.
- El señor no se ha perdido, Sebastián -dijo el
elegante caballero al conserje- El señor es Don Adrián Blázquez, un nuevo
miembro de nuestra firma de abogados y al que a partir de ahora vas a ver por
aquí todos los días.
- Por supuesto -dijo el conserje al darse cuenta de
la metedura de pata- Bienvenido, señor.
Y escoltado por el recién llegado, que lo llevaba
cogido con una mano en el hombro, ambos se dirigieron al sobrio ascensor que
abría sus puertas cuando ellos llegaban hasta él. Se metieron dentro, y todos
los miedos que Adrián había traído consigo se quedaron en el vestíbulo de aquel
edificio, junto con la mirada impávida de aquel conserje que lo observaba mientras
se cerraban las puertas. Aquel era un día especial, aquel era su primer día de
trabajo como abogado.
Inés Herrera Mesas
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