A las ocho y media de la tarde, el Gran Prince Magic
se encontraba en el paseo de la Castellana, cerca del Museo Sorolla. Momentos
antes; mientras viajaba en el autobús, el viejo mago había experimentado una
transformación. Una especie de energía fluía ahora en su interior, una
corriente, una fuerza capaz de desplazar de su cabeza los pensamientos más
negativos. Tenía que demostrar al mundo quién era él, quería hacerlo, y para
ello volvería a realizar magia, la verdadera magia, la que solo unos pocos privilegiados
dominaban. Él no era un ilusionista, un simple tramposo que engañaba a la gente
con trucos baratos. Él era mago, un auténtico mago capaz de burlar las leyes
físicas y de convertir lo sobrenatural en natural. Así lo había demostrado
cientos de veces en sus distintas actuaciones a lo largo de los años. Sentía
que tenía que hacer algo grande, que la energía se le escapaba por la punta de
los dedos.
Hizo una pequeña prueba. Metió la mano derecha en el
bolsillo vacío de su chaqueta, el mismo que había alojado el cuerpo inerte de
Blanquita, y cuando la sacó portaba un llamativo balón de colores que de ningún
modo hubiese cabido en un espacio tan pequeño. «Toma niño, es para ti», le dijo
a un chavalin que caminaba solo y que tenía toda la pinta de ser un indigente.
«¡Gracias!», exclamó el niño con
una amplia sonrisa. Y el Gran Prince Magic se sintió el hombre más feliz de la
Tierra.
Comenzaba a apagarse el día y el viejo mago tomó el
paseo del General Martínez Campos para dirigirse a la vieja pensión donde pernoctaba,
en la callé de Santa Engracia. Al pasar ante el museo que tantas veces había
visitado comprobó que estaba abierto. «Horario especial: abierto
ininterrumpidamente de 9:30 a 21:30 h», leyó en un cartel. Sabía que el museo
cerraba a las ocho de la tarde de manera habitual, pero siempre había jornadas
especiales en las que ampliaba su horario para deleite de los visitantes, que
podían dedicar más tiempo a admirar las obras de su pintor favorito. No lo
dudó. El acceso para mayores de sesenta y cinco años era gratuito y su reloj
marcaba las nueve de la noche. Todavía podía disfrutar durante media hora de
las pinturas de un genio como Sorolla, un genio como él mismo, porque al fin y
al cabo lo que el artista valenciano había conseguido plasmar en los lienzos
era magia. Siempre había sido uno de los pintores preferidos de su madre, junto
con los impresionistas Monet y Van Gogh, y en una ocasión, cuando su brillante
carrera como mago se lo permitió, compró para ella una de las más bellas obras
del artista valenciano, que más tarde, a la muerte de la anciana, fue donada al
Museo d' Orsay, en París.
Sorolla había sido capaz de atrapar la luz, la
energía, la misma energía que en aquel momento recorría el cuerpo del Gran
Prince Magic con la fuerza de un volcán. El pintor la había sabido retener en
cientos de lienzos, y el viejo mago la iba a liberar solo en uno. Un solo
cuadro seria el elegido para demostrar al mundo su poder. Así lo había
decidido, y con esa idea martilleándole la cabeza, y una sonrisa escondida
entre los labios, se adentró en el museo.
Atravesó los tres jardines de inspiración andaluza
sin apenas entretenerse en su contemplación; ya los conocía demasiado. Cruzó el
patio y accedió a la sala de dibujos.
Observó algunas de las acuarelas y gouaches, pero no
eran aquellas obras de arte las que buscaba. El Gran Prince Magic ya tenía
claro cuál sería el cuadro en el que volcaría toda su magia.
Subió a la planta principal, dividida en tres salas,
que constituyeron en su día la zona de trabajo del pintor. Un grupo de
visitantes, precedidos de un guía, abandonaban en ese momento la Sala 11 y era
de suponer que accederían a la III, justo la que el viejo mago necesitaba vacía
y sin testigos para llevar a cabo su plan. Anduvo un tanto nervioso de sala en
sala contemplando la belleza de los lienzos, el brillo del mar, la luz cegadora
que parecía escapar de aquellas pinturas mágicas, como si en vez de observar
cuadros estuviera mirando a través de ventanas abiertas.
Se fijó en su reloj. El tiempo transcurría demasiado
deprisa y él tenía álgo importante que hacer. Apenas contaba con diez minutos.
La visita guiada abandonó la Sala III y el viejo mago accedió a ella con el
pulso acelerado. Todavi quedaban algunos visitantes que iban por libre; pero.
no fue óbice para que el Gran Prince Magic se detuviera ceremoniosamente ante
aquel enorme cuadro. Toda la energía flotaba a su alrededor y un halo de luz
envolvía al anciano. Podía haber sido apreciado por cualquiera que se hubiese
fijado en él, pero la gente estaba demasiado absorta en la contemplación de las
pinturas, y nadie reparó en un hombre vestido de negro. El personal del museo
comenzó a pedir al público que desalojarán las salas; faltaban cinco minutos
para la hora de cierre. El Gran Prince Magic seguía como hipnotizado ante el
cuadro Paseo a orillas del mar, una de las obras del pintor valenciano más
conocidas a nivel mundial. Reparó en las dos mujeres, la blancura de sus
trajes, la sombrilla abierta que portaba la de la izquierda y que parecía
querer arrebatarle el viento, la arena cálida bajo sus pies, las pamelas de
paja con adornos florales que portaban ambas damas, la de la izquierda
cubriendo su cabeza, con una gasa que volaba sobre el rostro, la de la derecha
en la mano, permitiendo que el sol y la brisa del mar acariciaran la belleza de
sus facciones. Era una hermosa estampa. La madre y la hija paseando junto al
mar, un mar límpido y azul en un espléndido día de verano.
Un empleado del museo reiteró el aviso de que las
salas fueran desalojadas, y el Gran Prince Magic, nervioso, miró de reojo a
derecha e izquierda para cerciorarse de que estaba solo. Giró la cabeza con
disimulo y escudriñó tras él. Los últimos visitantes habían abandonado la Sala
III. Era su oportunidad; debía actuar rápido.
Colocó su mano derecha en el corazón y miró
fijamente al cuadro. Primero se detuvo un instante en la contemplación de la
madre, pero entonces fijó toda su atención en la joven de la derecha, la
muchacha morena de la mirada perdida. Un resplandor sobrenatural envolvía al viejo
mago y lo hacía levitar, ascendía lentamente hasta quedar a la altura de las
dos mujeres. «Esto no lo olvidará nadie», se dijo. Del lienzo emanaba la misma
luz cegadora que de su cuerpo, y ambas se fundieron en un espectáculo
extraordinario. El Gran Prince Magic no escuchó el último aviso para desalojar
la sala. El viejo mago en realidad no estaba allí, había alcanzado una
dimensión desconocida. Separó la mano del corazón yla dirigió a la muchacha del
cuadro. Potentes rayos luminosos salieron de sus dedos. Todo estaba preparado
para la magia.
«Escaparás de aquí por un año, abandonarás el cuadro
y el museo y entrarás en el mundo de los vivos». Después, la luz se fue
tornando cada vez más potente y el mago gritó: «¡Ahora!».
Simultáneamente, en una playa de Valencia, una
muchacha morena ataviada con extrañas vestimentas apareció paseando por la
orilla del mar…
Maribel Romero Soler, El Último Truco de Magia
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