El horror, como todas las sensaciones no contaminadas
por el discernimiento, desafía la disciplina del lenguaje. Y así, por más que
el primer recuerdo que conservo esté grabado en mi mente con la nitidez de las
líneas sobre la palma de mi mano, sólo me es dado evocarlo como una sucesión de
impresiones momentáneas: el relincho lejano de un caballo, la mano cercenada
que todavía aferraba una cimitarra, el hedor de un charco de sangre hirviendo
bajo el sol del mediodía, el sabor del hierro en mi garganta.
Mi primer recuerdo es de un campo de batalla. Mi
nombre no importa, o aún no importa.
Cuando abrí los ojos me encontré sepultado bajo una
pila de cadáveres, y durante un instante de pavor me pensé uno de ellos. A mi
alrededor, los cirujanos abreviaban con sus dagas la agonía de los moribundos.
Le supliqué a mi cuerpo, esa doliente llaga que tan sólo codiciaba la muerte
fulminante del cuchillo, que reptara hacia el río. Apagué mi sed y reparé en mi
reflejo sobre la corriente. Una magia extraña hizo que las aguas discurrieran
río arriba y mostraran imágenes pretéritas: un grupo de ménades danzando con
serpientes enroscadas en torno a sus brazos, un niño que oraba ante la figura
de un leopardo, un muchacho abatiendo su primer jabalí y a su primer enemigo,
un hombre joven que depositaba una ofrenda en un templo adornado con un friso
de centauros. Después, la fuente de mi memoria se secó por completo y las
imágenes dieron paso al intolerable presente y al dolor. Por último, sólo quedó
el dolor.
El miedo me mantuvo oculto tras unos arbustos hasta
que el último soldado hubo cruzado el río, hasta que el último estandarte y la
última lanza se perdieron en el temeroso horizonte. Me puse en pie y aguardé en
silencio la acometida del recuerdo, pero el recuerdo no llegó. Detrás de mí, un
sol fatigado declinaba lentamente; delante, mi sombra se proyectaba trémula
hacia los indefinidos confines del paisaje. «Un hombre sin memoria que lo ancle
en el tiempo —razoné— vale menos que un cadáver.» Abrumado por la desdicha de
no ser, herido y desnudo, emprendí mi camino con rumbo incierto.
Fatigué durante días la cóncava planicie, que era el
mundo y era más grande que el mundo. De noche, la bóveda se poblaba de
constelaciones desconocidas que contaminaban mis sueños de locura; de día, el
horizonte reverberaba con espejismos: vi una deslumbrante ciudad edificada de
mármol y geometría, rica en baluartes y anfiteatros y templos, en cuyo centro
se alzaba desmesurada una biblioteca; vi una avenida infinita flanqueada por
esfinges de piedra; vi un intrincado palacio custodiado por una bestia, que no
era un toro ni era un hombre; vi un tigre en cuya piel un dios había trazado,
con secretos caracteres, la sentencia mágica que por sí sola serviría para
conjurar, no ya mis males, sino todos los males del mundo.
Bebí
el agua inmunda de las charcas que encontré a lo largo del camino, me alimenté
de la carne aborrecible de las serpientes. Un día, saciado de penurias y
apariencias, me dejé caer dentro de una hendidura y supliqué a mis dioses,
cuyos nombres había olvidado, que sobrevinieran breves la noche y el olvido.
Allí me encontraron unos mercaderes de ojos oblicuos cuyas palabras no entendí.
Uno de ellos, quien se dijo conocedor de las lenguas de occidente, me aseguró
que me encontraba más allá del río Yaxartes, que riega la ilimitada estepa de
los escitas. Hacia el sur, de donde yo venía, un rey bárbaro llegado de
poniente libraba grandes guerras de conquista. Ellos se encaminaban hacia el
este, de regreso a su país, que llamaron la tierra de Shang.
Aquellos
hombres saciaron mi sed y untaron ungüento en mis heridas. Mi carne restaurada
volvió a apetecer la vida. Me uní a su caravana en un viaje que llegué a pensar
sin final, y que nos condujo, a través de cordilleras de nombre incierto y
desiertos extenuados, hasta un país cuyos habitantes hablaban en las lenguas de
los pájaros, una tierra cuya inconcebible vastedad se miraba en los cielos.
Allí, obediente a un destino que presentí guerrero, vendí mi espada como
mercenario.
En
ésta mi historia —acaso en todas las historias de los hombres— tan sólo el
principio y el final revisten importancia, ya que el resto se reduce a un
brevísimo intervalo en el vacío. Baste, pues, con decir que sobreviví a muchas
otras batallas y que numerosas fueron las ocasiones en que mis armas se
tintaron de sangre y de victoria. El inevitable desenlace no ocurrió hasta
muchos años después, cuando, tras regresar de una expedición contra el reino de
Chou, recibí con mi parte del botín una bolsa llena de monedas. Entre ellas había
una extraña pieza de plata, una moneda extranjera de la cual no pude apartar la
vista. En su anverso vi representado a un hombre joven de rizados cabellos; dos
cuernos de carnero brotaban de sus sienes. Al cabo, noté el calor de las
lágrimas sobre mi rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó mi capitán—. ¿Te atormenta
alguna antigua herida?
Negué con la cabeza y le mostré mi hallazgo.
—Contempla esta moneda —repuse con la voz empañada
por el llanto—. Es un tetradracma de plata que yo mismo ordené acuñar para
celebrar mi victoria sobre el Gran Rey en Gaugamela, cuando todavía era
Alejandro de Macedonia y el Asia entera se estremecía al oír mi nombre.
Eloy
M. Cebrián
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