El comedor quedó en silencio, creció la expectación; los
comensales se restregaban los dedos grasientos y se levantaban de sus bancos
impacientemente mientras el harapiento, con la garganta temblorosa por el
esfuerzo, abría la boca y comenzaba a cantar.
Siempre place a Dios esconder sus dones más preciosos en los
lugares más insospechados. Aunque yo ya había oído antes alguna canción
entonada por alguna de las mejores voces del mundo, no conocía nada que pudiera
compararse con el sonido que salió de la garganta del viejo Scop. No era
hermoso, no, pero era sincero. Y en su verdad había una belleza que aventajaba
a todos los adornos dorados que Cabello Rubio había logrado.
Se dice que el tiempo se esfuma en la canción de alguien bendecido
por el Dador de la Palabra, o al menos eso creían los antiguos celtas. Bueno,
ahora yo también lo creo. Porque mientras Scop cantó, manteniendo en vilo a
todos los que estábamos allí y sujetándonos como esclavos con su cadena sutil y
artística, el tiempo mismo se detuvo y su imparable vuelo cesó, incapaz de
seguir adelante.
No podía entender las palabras, que eran cantadas en la lengua
áspera y fea de los daneses; pero su sentido lo percibí tan claramente como si
fuera producto de mi propio entendimiento, porque las expresiones y el tono de
su voz se transformaban milagrosamente.
Cuando cantaba historias de valor, la sangre me bullía por dentro
e intentaba sentir el fuerte acero contra mi cuerpo. Cuando la canción se
volvía alegre, él mostraba un fulgor desconocido para todos, salvo para
aquellos que han sentido la presencia del dulce Jesús en beatíficas visiones.
Cuando la canción se hacía triste, la pena lo atravesaba con tal fuerza que
temí que pereciera; las lágrimas corrían sin freno por las caras de sus oyentes
y, ¡Dios tenga piedad de mí!, yo también lloré.
La canción terminó, y cuando me sequé los ojos, Scop ya había
desaparecido. Volví en mí, parpadeando, mirando alrededor como alguien sacado
de un sueño. El lugar fue recobrando su turbulenta vida; todos volvieron a su glotonería,
desembarazándose de las ondas encantadas de su bardo.
Stephen Lawhead,
Bizancio
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