Caminaba de puntillas, aunque sabía que un espectro no hace ruido.
Levitaba evitando el lodazal del cementerio clausurado junto a las Salesas.
Desde las reformas del XVIII había hallado ese atajo para llegar a su nicho
después de recorrer el Madrid noctámbulo.
Al entrar vio sus restos sobre una mesa blanquísima. Sintió
cosquilleos en el centro seco de los huesos donde aún latía su vieja memoria. Y
temió que, como habían hecho con los cuartos de Santa Teresa, esos hideputas
expusieran como reliquias su cabeza en la Academia, el costillaje en las
bibliotecas de pueblo y hasta pasearan su brazo manco por las ferias del libro.
Entonces, decidió invocar el alma de su criatura para desfacer el
entuerto. Apareció don Quijote en la cripta tomó su lanza y machacó haciendo
polvillo los restos de su autor. Cumplida su aventura marchó levantando una
corriente de aire que dispersó las cenizas. Así fuese y no hubo nada.
Eva Díaz Pérez
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