En
un lugar de la Mancha, cuyos tiempos son difíciles de recordar, estaba Alonso
Quijano ofreciéndose como voluntario para formar parte del bando de la justicia
y la libertad, las Brigadas Internacionales.
Partió
desde su base en Albacete, esa tierra que conocía como la palma de su mano, esa
tierra por la que iba a luchar.
Fue
partícipe en las batallas del Jarama y Guadalajara, amenizando sus heridas (también las
psicológicas) inventando historias sobre un loco luchando contra molinos o
rebaños de ovejas, aunque también leyendo poesía, unos morados versos que
luchaban por la libertad desde el papel.
Recordemos
que las palabras son la mejor arma, y más cuando hablamos de leer a Lorca,
Machado o Miguel Hernández, tal y como hacía Alonso Quijano.
Alonso,
con su imaginación en puño, terminó por escribir aquella historia en la que el
loco caballero luchaba contra molinos, que creía gigantes, o rebaños de ovejas,
que creía ejércitos.
No
se daba cuenta de que, en realidad, estaba haciendo su propia historia como
caballero leal a la República, pero, esta vez, los molinos se convirtieron en
asesinos; esta vez, los molinos fueron los militares sublevados contra su
pueblo, y no unos gigantes que solo existían an la imaginación.
Los
nacionales, como se hacían llamar (como si los del bando republicano no fuesen
españoles), fueron cogiendo fuerza, obligando a las Brigadas a desaparecer.
Alonso,
quizás con demasiada valentía, siguió luchando por libre, sin ayuda de nadie,
lo que le terminaría costando su vida.
Las
noches previas a aquella madrugada, recordaba con tristeza, pero a la vez con
orgullo, a su amigo Willy Brandt, o a aquella valiente mujer que fue capaz de
dirigir el frente de un batallón, Mika, su Dulcinea, de la que se había
enamorado hacía largo tiempo.
Alonso
Quijano, don Quijote, fue asesinado el 5 de agosto de 1939 en Madrid, junto a
cuarenta hombres más y trece mujeres, las que, por otra parte, habían luchado
como nadie por y para el bien común, las trece rosas rojas.
Alicia Martínez Moreno
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