Sufro la mayor de las desdichas: soy marino de un mercante pero no puedo embarcarme porque me derrota siempre un miedo invencible al mar. Sin embargo, nunca quise ser marinero en tierra, y acudí a los grandes especialistas, como un médico vienés muy conocido entonces, un tal doctor Freud, que no pudo ayudarme. Como alternativa, me recomendaron a un médico conductista americano, John Watson, con el que logré entablar una correspondencia amistosa en la que él me recomendaba, como solución a mis terrores al agua, que me embarcara. Y al final le di la razón: como también quería conocer a mi benefactor, compré un pasaje en un nuevo barco que partía de Southampton en abril. Se llamaba Titanic, la travesía era larga y cada mañana me asomaba al menos una vez a las cubiertas para ver vencido al fin a mi gran enemigo azul. Lo más divertido es que parecía funcionar. Hasta la noche del 14 de abril. Por eso, mientras la orquesta seguía tocando y me hundía en las aguas, sólo yo entendía mis risas ahogadas.
Antonio Orejudo
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