viernes, 23 de mayo de 2014

DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER

El carruaje avanzó rápido en línea recta; luego dimos una curva completa y nos internamos por otro camino. Me pareció que dábamos vueltas sobre el mismo lugar; así pues, tomé nota de un punto y confirmé mis sospechas. Al cabo de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber cuánto tiempo había pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para la medianoche. Esto me dio una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general acerca de la medianoche había aumentado debido a mis recientes experiencias. Me quedé aguardando con una enfermiza sensación de ansiedad.

Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante del camino. Dejó escapar un lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su llamada fue recogida por otro y por otro y otro, hasta que, nacido como el viento que pasaba suavemente a través del desfiladero, comenzó un aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del campo, tan lejos como la imaginación alcanzase a captar a través de las tinieblas de la noche. Desde el primer aullido los caballos comenzaron a piafar y a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y recobraron la calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino susto. Entonces, desde las montañas que estaban a cada lado de nosotros, llegó un aullido mucho más fuerte y agudo, el aullido de los lobos, que afectó a los caballos y a mi mismo, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos retrocedieron y se encabritaron, de manera que el cochero tuvo que emplear toda su fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis oídos se habían acostumbrado a los aullidos, y los caballos se habían calmado tanto que el cochero pudo descender y pararse frente a ellos. Los sobó y acarició, y les susurró algo, tal como he oído que hacen los domadores de caballos, y con un efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron nuevamente bastante obedientes, aunque todavía temblaban. El cochero se sentó, sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro viaje a buen paso.

Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares cubrían por completo el camino, formando un túnel a través del cual pasábamos. Y además, gigantescos peñascos amenazadores hacían valla a cada lado. A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, pues gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí al pasar nosotros por el camino. Hizo cada vez más frío y una fina nieve comenzó a caer, de tal manera que alrededor de nosotros todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los aullidos de los perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos alejábamos. El aullido de los lobos se acercó cada vez más, como si ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por todos lados. Me sentí terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el cochero no parecía tener ningún temor; volvía la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.

A la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama azul. El cochero lo vio; inmediatamente paró los caballos y, saltando a tierra, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, y los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero el cochero apareció otra vez, y sin decir palabra tomó asiento y reanudamos nuestro viaje. Este incidente éste se repitió una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece una pesadilla horripilante. Una vez la llama apareció tan cerca del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude observar los movimientos del cochero. Se dirigió a donde estaba la llama azul (debe haber sido muy tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de ella), y tomando algunas piedras las colocó en una forma significativa. En una ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él parado entre la llama y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad. Esto me asombró, pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado debido al esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego, por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules, y nos lanzamos velozmente a través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si nos siguieran en círculos envolventes.

Finalmente el cochero se alejó más, y durante su ausencia los caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar y relinchar de miedo. No pude ver ninguna causa que motivara su nerviosismo, pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo; pero entonces la luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de una roca saliente revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un círculo de lobos, con dientes blancos y lenguas rojas y colgantes, con largos miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más terribles en aquel lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí en una especie de parálisis de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores puede comprender su verdadero significado.

De pronto, los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna produjera un efecto peculiar en ellos. Los caballos se encabritaron y retrocedieron, y miraron impotentes con unos ojos que giraban de manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado; forzosamente tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que regresara, pues me pareció que nuestra alternativa era abrirnos paso a través del círculo, y para ayudarle a su regreso grité y golpeé a un lado de la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado y así él tuviese oportunidad de subir al coche.

Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un tono de mando imperioso, y mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi parado en medio del camino. Agitó los largos brazos como si tratase de apartar un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos momentos una pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a sumirnos en la oscuridad.

Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido por el pánico, y no tuve valor para moverme ni para hablar. El tiempo parecía interminable mientras continuamos nuestro camino, ahora en la más completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos ascendiendo, con ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo la mayor parte del tiempo.

Tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los caballos en el patio interior de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de luz, y cuyas quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado por la luz de la luna.

Bram Stoker, Drácula

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