Quiero empezar
este prólogo diciendo que no creo en la literatura de mujeres. Es decir, no
creo que sea una categoría objetivable, un territorio reconocible dentro del
gran río de la literatura en general, al menos ahora y en las sociedades más o
menos industrializadas. El mundo narrativo de un autor responde a todo lo que
ese autor es; a sus sueños y sus miedos, a sus lecturas, su edad, su origen, su
clase social, su lengua, sus circunstancias personales, incluso a su salud o su
atractivo físico, porque sin duda la manera de contemplar la realidad de
alguien sano, fuerte y hermoso debe de ser muy distinta (ni mejor ni peor para
escribir y quizá hasta para vivir, pero distinta) de alguien con, pongamos, una
cojera de nacimiento, o frágil y enfermizo, o físicamente muy anodino. También
influye, claro, el hecho de ser hombre o mujer, pero ese rasgo está subsumido
entre tal cantidad de circunstancias que no es claramente identificable. Además
la feminidad y la masculinidad se están difuminando tanto, por fortuna (cada
vez hay más maneras de ser nosotras, de ser ellos), que estoy convencida de que
hoy en día son literariamente más rastreables los orígenes rurales o urbanos de
un autor que el género sexual. En resumen, es de suponer que una escritora
atrapada en el feroz sexismo del mundo talibán, por ejemplo, narrará de manera
diferente a la de un varón; pero, salvo en esos extremos, las voces masculinas
y femeninas son indistinguibles.
Ahora bien, es
cierto que las mujeres escritoras estamos completando de algún modo la
descripción del mundo. Por primera vez en la historia de la Humanidad hay
tantas autoras como autores; por primera vez nuestra voz es tan pública como la
de ellos (aunque seguimos estando relegadas en premios, antologías, número de
críticas, valoración dentro del mandarinato cultural y demás, pero esa es otra
historia). En el siglo XXI, el imaginario de hombres y mujeres es casi
idéntico, pero hay unas pequeñas porciones de la realidad que sólo nosotras
podemos describir y dar una forma. Tomemos, por ejemplo, la menstruación. Las
mujeres sangramos durante una buena parte de nuestra existencia, a menudo con
dolor; es un poderoso y turbador reloj biológico que está en el origen mismo de
la vida, un rasgo animal y aparatoso que por lo general las sociedades han
ocultado. Y, sin embargo, ¿puede una imaginar un símbolo más complejo y más
potente de la carnalidad y la mortalidad? Si los hombres menstruaran, la
literatura universal estaría llena de metáforas de la sangre. Pero no lo está,
y ese vacío lo tenemos que llenar nosotras; somos las escritoras quienes
debemos crear entre todas los mitos de esa sangre silenciada. Y una vez que los
hayamos sacado de las profundas oscuridades del inconsciente colectivo y les
hayamos dado forma, ya serán patrimonio de todos, de los hombres también, de la
misma manera que yo, que detesto embarcarme y me mareo hasta en el vaporetto de
Venecia, comprendo y atesoro todos los hermosos mitos del mar, gracias a los
libros de Melville, Stevenson, Conrad y tantos otros. (Recuerdo ahora,
por ejemplo, la bellísima novela Juegos Funerarios de Mary Renault, en la que
Roxanne, a punto de heredar el imperio de Alejandro el Magno, lo pierde porque
se pone a menstruar en la cabalgata triunfal, mostrando así su “debilidad
femenina”).
Y lo mismo se
puede decir de nuestra relación más íntima con el hecho de ser madre o no
serlo, un lugar que se encuentra más allá de las palabras y que aún estamos
nombrando. O de la manera en que vemos a los hombres. La literatura universal
está llena de prototipos de mujeres creados por la visión masculina, unos
modelos a menudo tan elocuentes y poderosos que hay mujeres que intentan
parecerse más a esos estereotipos que a ellas mismas. Nada que objetar a los
mitos femeninos creados por los varones: existen por lo menos en sus cabezas, y
eso ya es vida suficiente. Lo que digo es que nosotras también estamos dando
forma a los diversos modelos de hombres tal como los intuimos y sentimos.
Pido perdón
por este largo introito, necesario para explicar mejor el por qué de Hombres (y
algunas mujeres). Cuando Arturo Pérez-Reverte, Leandro Pérez y Miguel
Munárriz, de Zenda, se pusieron en contacto para
explicarme que en 2019 querían sacar un volumen con textos de escritoras
hispanoamericanas en torno al 8 de marzo, y me propusieron que lo ideara,
coordinara y editara, lo primero que pensé fue que me parecía de lo más cansino
hacer el típico libro de mujeres hablando de mujeres. Vamos, que no le
encontraba mucho sentido, la verdad, como es fácil deducir de lo que he escrito
antes. Así que se me ocurrió que podríamos darle una vuelta de tuerca al tema y
juntar un puñado de relatos que, en efecto, estén protagonizados o más bien
inspirados por mujeres, pero que esas historias nos las cuente un narrador masculino.
Un hombre que podría ser un mero testigo exterior que no participara en la
acción, o un personaje secundario, o un antagonista, o el verdadero
protagonista, pero, eso sí, influido o perseguido por el aliento final de una
mujer.
Pensé que un
punto de partida semejante era una buena excusa para intentar atrapar y dar
forma a algunos de esos arquetipos masculinos que pululan por las resbaladizas
fronteras de nuestro inconsciente. Y aún más: al ser ellos los narradores y
hablar de mujeres, también podríamos indagar en sus propios arquetipos sobre
nosotras, en cómo los vemos y nos vemos. Un juego de espejos vertiginoso. La
ficción sirve, precisamente, para bucear en esas profundidades babélicas, para
intentar poner orden y un relato comprensible en el caos de voces. Me pareció
que un libro así podía jugar con el enigma de la identidad: cómo nos ven ellos,
cómo los vemos nosotras, quiénes son, quiénes somos. Porque además, como decía
el mexicano Sergio Pitol, el novelista (o el cuentista, en este caso) es un
individuo que escucha voces, lo cual lo asemeja con un demente. ¿Y qué voces
son esas? Pues las de individuos que no son como tú. Escribir ficción es hacer
un viaje al otro, a los otros; y aprender cómo es la vida desde existencias
distintas a la tuya. Quiero decir que yo he aprendido mucho más sobre cómo son
los hombres con mis personajes masculinos que con mi convivencia real con los
varones, porque en mi vida diaria siempre me relaciono con ellos desde fuera,
desde mi ser mujer, mientras que al escribir un personaje masculino me meto
dentro y soy él.
Esto se
percibe perfectamente en todos los relatos reunidos en este libro: la sutileza,
la convicción, la complejidad de la mirada de los narradores varones. Las once
autoras de este libro son magníficas, por eso les pedí su colaboración (hay
otras que no pudieron aceptar y otras más, también maravillosas, que no
cupieron), y por eso todos sus hombres, incluso los más antipáticos (como el
protagonista del afilado relato Las miniaturas de Laura Guerin, de Marta
Sanz, que es veneno puro) son pluridimensionales, elocuentes,
comprensibles en muchas de sus reflexiones y de sus actos. Tipos de carne y
hueso, algunos tan tiernos y conmovedores como el protagonista de corazón
blanco de Elvira Sastre en Lola, o tan perdidos y prohijables
como el de Claudia Piñeiro en su genial Lady Trópico. También
anda algo perdido el narrador del delicioso El cuarto dedo, de Espido
Freire, y por la misma razón que el de Claudia: madres con secretos.
Ah, la relación de los hijos varones con sus madres… Sin duda ese fascinante
apartado puede dar lugar a varios arquetipos masculinos. En este volumen hay
otro relato más de un hijo con su madre, el delicado e inquietante Huevos
fritos con patatas, de Nuria Barrios. Vanessa Montfort nos ofrece
un turbio cuento, El coprotagonista, que es una inversión algo perversa del
mito de Pigmalión, y Nuria Labari describe en su original
Una
de los nuestros la complicidad de los varones con las mujeres
mimetizadas con ellos. Karla Suárez, con sus Jardines de
piedra, y Elia Barceló, con Chapado a la antigua, usan poderosos
registros fantásticos para hablar de realidades muy reconocibles. En sus
cuentos, como en los brillantes textos de Clara Usón, Un hombre comprensivo, y
de Lara
Moreno, Diana, asistimos a esa discrepancia, a esos abismos de
malentendidos que a menudo separan a los hombres de las mujeres y que terminan
emponzoñando nuestro deseo de amar.
Son, en
resumen, once cuentos extraordinarios que han superado con creces mis
expectativas (aunque esperaba mucho).
Rosa Montero, Hombres (y algunas mujeres)
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