Me sigue con sus ojos redondos y
tristes mientras me muevo por la sala. Lo hace desde el estrecho hueco que hay
entre el sofá y la pared, su lugar favorito hasta ahora. Confío en que, con el
paso del tiempo, pierda esa mirada asustada y encuentre algo en lo que confiar.
Espero ser yo ese algo.
No todavía. En algún momento. Al
fin y al cabo solo lleva tres días aquí.
Me siento en el sofá e intento
acercar mi mano a su cabeza, despacio. Que no se asuste. Cuando los dedos están
a apenas tres centímetros de su cráneo, se encoge y tensa todo el cuerpo.
Interrumpo el movimiento, cruzo los brazos sobre mi pecho y la observo. Ella me
devuelve la mirada, temerosa. Adivino una expresión entre apenada y ansiosa en
mi rostro.
¿Cómo he acabado con esos ojitos
pegados a mí a todas horas? ¿En qué momento ganarme su confianza y cuidar de
ella se convirtió en algo importante para mí?
Solo tengo que remontarme a unos
cinco días atrás, cuando quedó demostrado que soy imbécil y mis actos dieron fe
de ello. Me reclino sobre el respaldo del sofá con un sonoro suspiro, casi un
resoplido, y recuerdo cómo he llegado a este momento.
El viernes pasado decidí escapar
de mi vida. No para siempre, no. Eso solo pasa en las películas. Lo más
parecido que tenemos los seres humanos reales a escapar es coger un par de días
e irnos a la casa que nuestros padres tienen en el pueblo. Si tenemos padres y
estos cuentan con una casa en el pueblo, claro. Los míos la tienen y allí que
me fui con mi no siempre deseada soledad y una pequeña maleta con lo
imprescindible para sobrevivir cuarenta y ocho horas lejos de la gran ciudad:
el móvil, el portátil, el iPad y algo de ropa. Lo normal cuando se quiere
desconectar.
A veces me pasa, tengo momentos
en los que me siento encerrada en una vida que no es mala, pero tampoco es tal
y como la imaginaba de niña cuando me preguntaban qué quería ser de mayor. Yo
quería ser veterinaria, casarme y tener niños. Lo típico. Lo esperable en una
niña de los años ochenta. Terminé estudiando una carrera que no era veterinaria,
haciéndome autónoma y trabajando en algo que nada tiene que ver con aquello que
pensaba que llegaría a ser. Hay facturas que pagar y chopped que comprar para
llenar la nevera.
Ni veterinaria, ni pareja, ni
hijos. En el marcador de la vida luce un brillante y enorme número tres en
rojo. En el mío destella un inmenso cero. También he de decir que con los años
el instinto maternal se me ha deshinchado como la rueda de una bicicleta
abandonada y para lo de la boda… Bueno, digamos que primero tendría que encontrar
a alguien que me mereciese la pena y, siendo honesta, a estas alturas me da
pereza.
Estando así las cosas, cada
cierto tiempo me da un berrinche o una crisis existencial o lo que sea y
necesito huir al campo, que es lo más barato a mi alcance, a lamerme las
heridas. Problemas del primer mundo, los llaman. Paso allí un par de días y el
domingo por la noche regreso a mi piso en la ciudad. Cuando abro la puerta
siento que es bonito, cálido y cómodo y me reconcilio un poco con mi suerte.
Como en la casa del pueblo no
hay mucho que hacer, el domingo por la mañana decidí salir a correr. Sí,
estamos en febrero, pero con un buen cortavientos, unos guantes y una braga
polar que te proteja el cuello, es más que suficiente. Corro casi a diario.
También en la ciudad. Por aquello de mantener la línea, que una ya no tiene
veinte años y el tiempo y la gravedad te joden la vida y el cuerpo en cuanto te
distraes un poco y te metes entre pecho y espalda siete hamburguesas, cinco
palmeras de chocolate y una botella de vino. Está claro que hemos venido a este
mundo a sufrir.
Mientras avanzaba a buen ritmo
por un camino forestal cercano al pueblo, oí un sonido que espero no tener que
volver a oír jamás: una voz masculina gritaba y otra voz contestaba con aullidos
y ladridos aterrorizados.
Mi cerebro reptiliano hizo que
detuviese la carrera al instante dándome, además, la orden de dar media vuelta
y salir por pies de allí. No le hice mucho caso porque la parte de mi ser que
disfruta cada vez que ve un perro por la calle y me pide que me acerque al
dueño y le pregunte si puedo acariciar a su mascota me impidió huir.
O tal vez fue solo que, en ese
preciso momento, me di cuenta de todas las veces que he huido a lo largo de mis
treinta y nueve años de vida. Muchas veces. Demasiadas. No sé si fue una
decisión consciente o un impulso provocado por aquellos gañidos angustiados,
pero, puede que por primera vez en toda mi existencia, me acercase, de hecho,
me lanzase en plancha, hacia los problemas. Literalmente.
Siendo exactos, podría decirse
que abracé el problema. Todavía no entiendo muy bien de dónde salió el valor
necesario para hacer aquello. Yo, que he sido siempre más bien tirando a
cobarde. Yo, que si tengo que ver una película de terror prefiero hacerlo de
día y rodeada de gente. Yo, que si tengo que volver a casa sola por la noche
voy con mil ojos y a un ritmo apenas más ligero que el necesario para batir el
récord de los cien metros lisos. Yo, que sigo durmiendo por las noches con una
lamparita encendida porque tengo miedo de los monstruos que viven debajo de mi
cama.
Una vez tomada la decisión de
intervenir en aquello que fuese que estaba sucediendo, corrí todo lo que me
daban las piernas hasta que conseguí sobrepasar una elevación del terreno que
me impedía ver a qué venían aquellos gritos. Cuando llegué a lo más alto, frené
en seco.
Me asusté, incluso le di una
segunda vuelta a lo que iba a hacer, no voy a mentir.
Un hombre intentaba colgar a un
galgo de un árbol. Otros dos miraban y bromeaban entre ellos apoyados en la
parte delantera de un todoterreno cuyas cuatro puertas estaban abiertas. Todos
casi de espaldas a mí. Y ese fue el único hecho afortunado, porque no me vieron
hasta que fue demasiado tarde.
Me escondí detrás de unas rocas
y miré la escena espantada. Mis ojos absorbieron toda la información en segundos.
Vi a los hombres del coche, la distancia que les separaba del que intentaba
ahorcar al pobre animal, vi al perro que se revolvía entre gimoteos, ladridos y
aullidos, vi sus ojos aterrorizados que no entendían por qué sucedía aquello,
qué podría haber hecho mal para que el ser que le alimentaba se hubiese puesto
así. Vi la escopeta apoyada en un árbol cercano. Vi otras escopetas en los
asientos traseros del automóvil. Vi que el hombre estaba a punto de conseguir
colgar al galgo.
E hice lo único que se me
ocurrió hacer.
Me tapé la parte inferior del
rostro con la braga polar, salí de mi parapeto de piedra y eché a correr hacia
ellos. Antes de que ninguno de aquellos hombres pudiese reaccionar plaqué al
que intentaba colgar al galgo. Como un jugador de rugby, salté a apenas unos
centímetros de él a la vez que abrazaba su cuerpo con mis brazos y lo derribé.
Sentí que el tiempo se
ralentizaba, porque mientras caía pude ver a los otros dos mirando la escena
sin saber muy bien qué estaban presenciando. Sus ojos abiertos como platos
desbordando confusión. Nada más tocar el suelo me revolví zafándome del tipo y
me arrastré hasta el árbol en el que descansaba la escopeta.
Justo a tiempo, porque uno de
los del coche ya se dirigía a los asientos traseros, donde descansaban sus
armas de caza.
—Ni se te ocurra, gilipollas
—dije con una voz que apenas reconocí como propia. Rezumaba odio.
—¿Pero a ti qué te pasa? ¿Estás
loca? —chilló el que estaba en el suelo.
El que iba a por las armas de la
parte trasera del coche se detuvo y se dio la vuelta enfrentándose a mí con
cara de pocos amigos.
Yo miré a mi alrededor buscando
al perro.
Lancé un vistazo rápido hacia el
árbol y vi que peleaba contra la cuerda en torno a su cuello. No tuve mucho
tiempo. Lo único que impedía que fuese ahorcado era que el dueño todavía lo
sostenía en sus brazos, al derribarle yo había acelerado su muerte.
Tenía que hacer algo. Deprisa.
Sin dejar de apuntar a los
hombres con la escopeta y rezando porque estuviese cargada, me acerqué al
perro. Apoyé el arma en mi cintura sujetándola con un brazo mientras con el
otro rodeé el delgado cuerpo del animal y apoyé, como pude, sus patas traseras
en mi pierna. No dejaba de retorcerse.
No creía poder aguantar mucho
tiempo así.
Estaba jodida. Tenía que pensar
algo rápido.
—Estás jodida —comentó uno de
los del coche.
—Estáis más jodidos vosotros,
según mis cálculos — respondí con velocidad señalando el arma con la cabeza.
El del suelo se había levantado
y se había acercado a los otros dos. Su escopeta debía de estar cargada. De lo
contrario, ya me lo habría dicho.
—Vamos a hacer una cosa, bonita
—dijo con una sonrisa lasciva en su rostro curtido—. Te vas a largar y nos vas
a dejar seguir con nuestras cosas.
—Y si no lo hago, ¿qué?
—Si no lo haces, a lo mejor nos
divertimos un rato contigo después de colgar al chucho.
—A lo mejor te vuelo las pelotas
de manera preventiva —contesté intentando que el miedo que sentía no se
reflejase en mi voz—. A lo mejor he llamado ya a la Guardia Civil y a lo mejor
ya les he dado el número de vuestra matrícula, así que, lo mismo, a lo mejor,
deberíais largaros de una puta vez y no cabrearme más de lo que ya estoy.
—Vas de farol —afirmó el tipo
que todavía no había hablado.
Por supuesto que iba de farol,
pero confiaba en que ellos no iban a quedarse para averiguarlo.
—Puede que sí o puede que no.
Vosotros sabréis si queréis comprobarlo.
Mis brazos comenzaron a temblar,
ya al límite de sus fuerzas. O soltaba al perro o soltaba la escopeta. Una de
dos.
Tenía que hacer algo. Y pronto.
—Sabemos quién eres y vamos a ir
a por ti —dijo el dueño del perro.
Esas palabras produjeron en mí
el mayor cortocircuito de la historia de todos los cortocircuitos. Sabía que
era mentira, no tenían ni idea de quién era aquella tía que tenían delante,
pero aun así, algo en mi cabeza hizo «clic». En una situación de peligro el
cerebro humano tiene dos modos: huida y lucha. Aquella amenaza activó un modo
hasta entonces desconocido para mí. El modo: «no me toques el coño que te
reviento».
Solté al perro y sujeté la
escopeta como me había enseñado mi padre hacía ya tantos años. Comprobé, de
manera ostensible, que el seguro estuviese quitado. No quería que tuviesen
ninguna duda sobre mi conocimiento del arma que sostenía.
—Ya me has cabreado. Y mucho —a
mi lado podía escuchar cómo el galgo se debatía por su vida. Lancé una mirada
fugaz en su dirección.
Mi cabreo aumentó varios puntos
al darme cuenta de lo que, en realidad, habían estado a punto de hacer los hijos
de la gran puta que tenía frente a mí. Antes no había podido verlo, pero el
pobre animal llegaba con sus patas traseras al suelo, no de manera holgada, no.
Tan solo alcanzaba lo suficiente como para rozar con sus uñas la tierra. Así,
su agonía podría durar horas. Las que tardarían sus patas en dejar de tener la
fuerza necesaria para sostenerlo.
Esos cabrones no querían matar a
un perro, su intención era hacerlo causándole el mayor sufrimiento posible.
Sentí la ira crecer dentro de
mí.
No sabía muy bien de dónde
salía, pero ahí estaba. Mis sentidos se agudizaron. Escuché los jadeos y
gañidos del animal junto a mí y sus patas arañando el suelo terroso bajo el
árbol; vi los rostros, ahora sí, asustados, de los tres cazadores. Me acerqué a
ellos todavía apuntándoles con el arma. Mis fosas nasales captaron el olor
rancio y seco de su sudor. Debajo de la tela que me cubría el las facciones,
pasé la lengua sobre mi labio superior, donde se habían acumulado algunas gotas
de mi propio sudor y pude sentir su sabor salado en mi lengua. Mi dedo índice
acarició el gatillo con suavidad.
Deseaba apretarlo tanto como
alguien que lleva dos días sin fumar desea darle una calada a un cigarrillo.
Deseaba apretarlo como se desea
un segundo beso después de dar un primero fabuloso.
Deseaba apretarlo.
Más que nada en el mundo.
Durante unos segundos incluso
pensé hacerlo y después colocar las armas de los otros como si se hubiesen
matado entre ellos.
Puede que deba dejar de ver las
reposiciones de CSI: Las Vegas.
—Dadme un cuchillo —ordené en
voz baja sin dejar de apuntarles. Se miraron entre ellos sin reaccionar—. ¡Ya,
hostias! —rugí haciéndoles dar un brinco.
El dueño del perro sacó una
navaja de uno de los bolsillos de su chaleco y la tiró a mis pies.
La recogí sin apartar la vista
de ellos y caminando hacia atrás, sin dejar de apuntarles, alcancé el árbol
donde el perro continuaba agonizando.
—Ahora vais a largaros de aquí,
¿estamos?
—¿Y la escopeta? —preguntó el
dueño del perro señalando el arma que yo aún sostenía entre mis brazos.
—Tienes los cojones como
paelleras, ¿eh? —contesté con una risa seca—. Debería llevármela y destrozarla,
pero puedes recogerla aquí mismo esta tarde… Y ahora, largaos.
—Vamos a buscarte —dijo uno de
los otros—, y cuando te encontremos…
No permití que terminase la
frase. Le encañoné y eso bastó para interrumpir su vacía amenaza.
—Mira, gilipollas, no tienes ni
puta idea de quién soy o de dónde vivo, así que tienes bastante jodido lo de
encontrarme, y si lo hicieses —hice una pausa, cuando continué, mi voz sonó
cortante como el filo de una katana—… Si lo hicieses, te deseo suerte, porque
ahora mismo tengo muchas ganas de volarte los huevos. Lo mismo si me das una
segunda oportunidad, lo hago.
—Tío, vámonos, ya está bien —le
pidió el dueño del perro—. Esta tía está loca.
—Sí, hazle caso. Largaos de una
puta vez.
Se metieron en el todoterreno,
arrancaron, hicieron un par de maniobras y comenzaron a alejarse. Ni siquiera
se me ocurrió quitarles las escopetas; podrían haberme disparado o podrían
haber regresado. Yo continué apuntándoles con el arma hasta que el automóvil
desapareció de mi vista.
No regresaron.
Puede que tuviesen más cabeza
que yo. O que realmente vieran mis ganas de dispararles. A los tres.
Tiré la escopeta y me acerqué
con rapidez al perro, que daba pequeños saltitos sobre sus patas traseras en un
vano intento por aflojar la presión de la soga alrededor de su cuello. Le
sostuve contra mi cuerpo separando mi cabeza de su boca, no fuese a intentar
morderme, y me apliqué con la navaja sobre la cuerda. Me costó unos minutos
cortarla.
Se me hicieron eternos.
En esos minutos pude sentir cómo
temblaba su delgado cuerpo, sus finas costillas a través de su piel, su respiración
agitada. Pude sentir su terror.
Cuando conseguí cortar la cuerda,
aflojé el nudo en torno al cuello del galgo sin llegar a soltarlo. Necesitaba
aquel pedazo de cabo para llevar al animal conmigo. Lo até de forma que no lo
ahogase, me senté en el suelo y me eché a llorar con el perro gimiendo asustado
a mi lado. No hizo ni el más mínimo esfuerzo por librarse de mí, por atacarme.
Tampoco intentó huir.
Me recompuse un poco, lo
bastante para regresar a la casa de mis padres. Cuando llegué, aún llorando, le
puse un cuenco de agua y le di un pedazo de pan, ya que no tenía otra cosa que
darle y me metí en la ducha. No me llevó mucho ducharme, recoger mis cuatro
cosas y meterme en el coche con el galgo, que era galga, o eso me había
parecido durante el camino de regreso al pueblo. Antes de emprender la marcha
busqué un veterinario de urgencia cercano a mi casa.
El veterinario me confirmó que
era hembra y que no tenía chip; lo primero no me sorprendió y lo segundo,
tampoco. Era algo que ya esperaba y que limitaba bastante mis opciones de
denunciar al jodido cazador, con toda la tensión no había podido quedarme con
la matrícula del todoterreno. También comprobó que estuviese bien de salud. Lo
estaba. Asustada y algo desnutrida, pero nada que unos días de buena
alimentación y cuidados no solucionasen.
A continuación me preguntó qué
quería hacer con ella. Él podía quedársela y ponerse en contacto con algún
refugio que se encargaría de buscarle un hogar. O bien podía quedármela yo, en
cuyo caso le pondría el chip y la vacunaría en ese mismo instante.
Miré a la galga. No había
separado sus ojos castaños de mí desde que habíamos entrado en la clínica, y
recordé algo que leí una vez: si salvas una vida, eres responsable de ella. Ni
idea de dónde lo leí, ni de cuándo, pero ahí estaba esa frase haciéndose con
todo el espacio disponible en mi cabeza.
Era responsable de la vida de
ese animal.
—Soy responsable de la vida de
este animal —dije.
—¿Qué? —contestó confuso el
veterinario.
—Que soy responsable de ella. Yo
la he salvado, ahora no estaría tranquila abandonándola. Necesito saber que va
a estar bien.
Él sonrió.
—¿Has tenido perro alguna vez?
—preguntó.
—Nunca.
—Piénsalo con cuidado, no te
apresures. Dan mucho trabajo, aunque también hacen mucha compañía. Y otra cosa:
no son baratos.
—Creo que puedo con ello.
Trabajo en casa, así que puedo sacarla a pasear y todo eso.
—¿Estás segura?
—Creo que sí… Sí —confirmé con
más seguridad.
—De acuerdo —asintió—. Si
cambias de opinión en unos días, ven a verme; si necesitas cualquier cosa o
tienes alguna duda sobre su cuidado, me llamas… Y gracias —añadió.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por salvarla… Y por quedarte
con ella. Tiene pinta de no haber recibido mucho cariño a lo largo de su vida.
Por sus dientes, calculo que tendrá unos cuatro años.
Le puso el chip y la vacunó. A
continuación se sentó frente al ordenador y me pidió los datos para hacerle la
ficha.
—¿Cómo vas a llamarla? Tengo que
poner su nombre en la cartilla —explicó.
Joder, necesitaba pensar un
nombre a toda prisa. Volví a mirar a la galga y de repente lo supe.
—Musi —afirmé con una sonrisa.
—Ah, como aquel personaje de
Fraggle Rock —rió el veterinario.
—Exacto… Es que se parecen.
Sus ojos viajaron hasta Musi y
sus labios volvieron a rasgarse en una sonrisa reflejo de la mía.
—Tienes razón, se dan un aire.
Musi es un gran nombre para ella.
No me quiso cobrar la consulta,
el chip, ni las vacunas. Pagué el saco de pienso, los boles para el agua y la
comida, la correa y el collar que me llevé. Además, le regaló una pelota morada
a Musi que ella olisqueó y sujetó con la boca para volver a soltar de
inmediato. Antes de dejarnos marchar me hizo prometer, varias veces, que le
llamaría si tenía alguna duda sobre cómo cuidar a mi nueva compañera.
Y así fue cómo llegué a esta
situación en la que ahora me encuentro.
Abandono la senda del recuerdo y
regreso al presente porque Musi ha salido de su escondite, se me ha acercado y
ha apoyado su estrecha cabeza sobre mis piernas.
Nunca lo había hecho.
Llevo desde el domingo
intentando ganarme su confianza. Poco a poco, con pequeños gestos. Le hablo
despacio y con voz tranquila; le doy trocitos de salchicha y aunque los coge de
mi mano, prefiere que se los deje en el suelo; come por las noches, cuando yo
estoy durmiendo; me sigue a escondidas y yo hago como que no la veo; me deja
acariciarla, pero casi siempre tiembla o se encoge… Que venga y se apoye en mis
piernas es lo nunca visto.
Me inclino despacio hacia ella.
—Hola, Musi —digo en voz baja y
dulce a unos centímetros de su hocico—. ¿Te han dicho alguna vez lo preciosa
que eres?
Me da un lametón en la cara.
Creo que estaremos bien.
Bárbara Montes
No hay comentarios:
Publicar un comentario