Mwana llevaba
tiempo avisando de que el próximo sería su último viaje, pero nadie le hacía
caso. Todos en el poblado confiaban en que un año más subiera al Gran Baobab y
bajara de nuevo, y él llevaba meses advirtiéndolo:
—Ya no me
veréis bajar. No estaréis preparados para lo que viene.
Nadie le
creyó. Mwana siempre había subido y siempre había bajado. Así lo recordaban los
niños que ya eran adultos y las niñas que el tiempo había convertido en
mujeres. Solo los ancianos del lugar, tan viejos como Mwana, recordaban que
antes de él había otro Lector del Cielo, y todos confiaban en que fuera eterno.
Pero Mwana ya
lucía cejas grises, sabía que su fin estaba próximo y el día de su ascensión
tuvo la certeza de que no volvería a pisar el suelo. Por eso, a diferencia de
otras veces, unos pocos curiosos le vieron hacer una extraña ceremonia: recogió
en sus manos un montoncito de tierra roja y lo esparció por su rostro y su
cabello; a continuación, guardó otro puñado en su zurrón. Luego, en silencio, comenzó
a subir. Mientras engarfiaba sus dedos en la corteza del gran árbol, sintió
tristeza al escuchar las inconscientes palabras de un niño:
—¡Ánimo,
viejo! ¡Sube y bájanos buenas noticias!
Llevaba años
advirtiéndoles y nadie le hacía caso. Ser Lector del Cielo resultaba duro y
peligroso. Subir al Gran Baobab requería medio día; exigía la fuerza de unos
brazos y unas piernas jóvenes, y él ya era mayor. Y cuando se alcanzaba la copa
la tarea no había hecho más que empezar. Debía permanecer allí dos, tres o
cinco semanas hasta que el cielo se revelase ignorando el vértigo, durmiendo al
raso, desafiando al viento o robando insectos a las serpientes o a los
murciélagos, y él ya era viejo. Llevaba años intentando que algún joven
aprendiese su oficio, y no lo conseguía. Unos bajaban del tronco a medio
camino, aduciendo que el esfuerzo era excesivo. Otros lograban ascender y
descendían al poco, diciendo que la tarea era aburrida o la comida repugnante.
Los más resistentes soportaban unos días y se rendían diciendo que allí no
veían nada.
Mwana sabía
que leer el cielo era indispensable para el poblado. Del Gran Baobab dependía
su supervivencia. Las lluvias empapaban la tierra, alimentaban sus raíces y su
gran tronco era el pozo viviente en muchas leguas a la redonda. Leer el cielo
significaba anticipar cuánto llovería en la estación húmeda y dónde. Más de una
vez, Mwana había salvado a los suyos de una muerte cierta, aconsejando emigrar
con tiempo a las Tierras Altas o vender con antelación los cebúes que morirían
de sed los meses de sequía. Así lo habían hecho los Lectores del Cielo durante
generaciones. Sin un Lector del Cielo su pueblo estaba expuesto al peligro, y
Mwana ya no bajaría para comunicar sus pronósticos. Todos confiaban en que un
año más descendiera del Gran Baobab y nadie subiría para conocerlos.
Pero Mwana se
equivocaba. Al atardecer del quinto día oyó que alguien arañaba la corteza del
árbol bajo sus pies, jadeando por el esfuerzo. Le asombró ver la cabellera de
una joven, su rostro perlado por el sudor y sus uñas ensangrentadas, y
preguntó:
—¿Qué haces
aquí?
—Quiero
aprender a leer el cielo.
—¿Una mujer…?
Bah… Baja por donde has venido, si es que puedes hacerlo.
Pero Laimé,
que así se llamaba la muchacha, no bajó. Ni ese día ni al siguiente ni al otro,
a pesar de que Mwana la ignoró y no respondió a sus preguntas acerca de lo que
veía realmente un Lector del Cielo cuando miraba el horizonte al amanecer o al
atardecer. Con paciencia, ignorando el vértigo, desafiando al viento, al frío y
al sol, Laimé trepaba por las ramas siguiendo los pasos de Mwana, dormía al
raso y disputaba insectos a los murciélagos y a las serpientes. Y así
transcurrieron dos semanas. Ella paciente, observando durante horas por encima
de su hombro. Él despreciativo, ignorándola.
—¿Por qué no
me enseñas a leer el cielo? —preguntaba en ocasiones Laimé.
—¡Ninguna
mujer ha leído jamás el cielo! —repetía él.
Laimé aprendió
a distinguir por sí misma los celajes naranjas que avisaban del amanecer, los
hilos grises que atravesaban el disco lunar y los grumos blancos que a veces
velaban las estrellas. Aprendió a diferenciar la dirección de los vientos que
hacían vibrar las ramas a distintas horas de la noche, y a anticipar cuándo los
insectos abandonarían sus nidos según la temperatura del aire. Y mientras
pasaban los días se dio cuenta de que iba poco a poco conociendo los signos,
pero que le faltaban las reglas de aquel lenguaje, e insistía a Mwana:
—¿Por qué no
me enseñas a leer el cielo?
Pero Mwana
callaba. Solo al final de la tercera semana, poco antes de la puesta de sol, el
hombre se volvió hacia la muchacha mientras su dedo señalaba un punto apenas
visible en el horizonte. Laimé se esperanzó porque creía haber vencido su
resistencia, y le escuchó decir:
—Es Bakiara,
el águila… Viene a por mí.
—¿Te irás…?
¿Te vas a ir antes de enseñarme a leer…? —preguntó frustrada.
—No, no te
enseñaré —respondió él—. Estás aprendiendo tú. Dentro de dos semanas, si
consigues resistir, comenzarás a entender las señales.
En lo alto, el
águila planeaba rozando la corona del baobab. Laimé observó cómo el hombre
trepaba por las cada vez más delgadas ramas, y cómo se detuvo al oír un débil
crujido. Entonces, Mwana tomó de su zurrón el puñado de polvo rojo y lo
esparció sobre su cabeza, al tiempo que Bakiara se acercaba hasta donde él
estaba.
Lo que sucedió
después no pudo verlo Laimé, porque parte del polvillo cayó sobre su rostro y
tuvo que cerrar los ojos. Cuando consiguió abrirlos y miró hacia arriba, Mwana y
el águila habían desaparecido.
Laimé se
sintió sola, pero no cejó en su empeño. Desafiando al vértigo, al viento y al
frío, siguió dos semanas más en la copa del baobab, aprendiendo a leer el cielo
de día y de noche. Cuando decidió bajar, se supo sabia. También fue consciente,
al pisar el suelo, de que lo más difícil no había sido permanecer en el árbol
ni aprender a interpretar los signos.
Ahora tenía que convencer al
poblado de que podía ser Lectora del Cielo. La primera Lectora del Cielo.
Ricardo Gómez
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