Algo no le
gustaba al capitán del gran navío. Las aguas estaban extrañamente agitadas en la
pequeña costa. No coincidían con lo que el recordaba de aquel lugar. Aguas
sosegadas invierno y verano, haga viento o no, nunca las perturbo nada. Miro al
cielo intentando predecir tormentas o vientos, pero nada de nada. El sol
brillaba en todo su esplendor rodeado por una infinidad de azul que alcanzaba
el horizonte.
Las maderas
del barco crujían como huesos de anciano, hojas de otoño pisadas por la firme
bota del leñador. El balanceo era de todo menos normal, zarandeando a los
tripulantes de un lado a otro del barco, algo comparable a las noches de
celebraciones cuando todos brindaban con ron y licor, quemando las gargantas,
calentando el cuerpo, ahogando las penas bajo el mar negro, mar que se mezclaba con el cielo nocturno,
mostrando sus tesoros de plata descubiertos por la luz de la luna,
El negro
también empezó a inquietarse. Los espíritus no estaban contentos. Lo sentía en cada
pequeña brizna de aire que golpeaba su piel oscura. Lo notaba en cada rayo de
sol, en cada gota de agua que salpicaba su tersa piel. Escudriñaba mar y cielo
en busca de un dios al que recurrir con sus plegarias. ¿podría imitar al viejo
chaman para calmar a la ira de los dioses?¿conjugaría las palabras sagradas?
Pero necesitaba sangre caliente, recién expulsadas por el cuerpo expirante (y
muchas veces tembloroso de terror) ¿Tendría el valor de sacarse su propia
sangre para ser escuchado? La respuesta no se hizo esperar. La nave, golpeada
por grandes y furiosas olas, se volcó de tal manera que los mástiles casi
quedan paralelos al mar. Una terrible fuerza lo empujo y cayo por la borda. Tan
solo cuando todos recuperaron la compostura echaron en falta al negro. Miraron
aquí y allá buscando a su amigo perdido. Pero fue un grito de auxilio lo que
delato su posición. Rápidamente fueron al encuentro de donde procedían los chillidos
de socorro y volvieron a embarcar, con ayuda de una cuerda, al africano.
Cuando embarco
por fin, se fue rápidamente a su camarote. No dijo nada a nadie. No respondió a
las preguntas inquietas acerca de su salud ni vio la cara de sus salvadores.
Algo le pasaba, algo fuera de lo común para aquel sonriente y amable hombre. Al
rato salió, pintado de ritual. Mirando con los ojos abiertos de locura, mirando
a cada uno de los marineros del barco, con una vasija de barro en una mano y un
cuchillo en la otra. Los dioses tendrán lo que desean.
Salvador Alarcón Silva
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