miércoles, 24 de marzo de 2021

LA PLAYA MUERTA

 

Algo no le gustaba al capitán del gran navío. Las aguas estaban extrañamente agitadas en la pequeña costa. No coincidían con lo que el recordaba de aquel lugar. Aguas sosegadas invierno y verano, haga viento o no, nunca las perturbo nada. Miro al cielo intentando predecir tormentas o vientos, pero nada de nada. El sol brillaba en todo su esplendor rodeado por una infinidad de azul que alcanzaba el horizonte.

Las maderas del barco crujían como huesos de anciano, hojas de otoño pisadas por la firme bota del leñador. El balanceo era de todo menos normal, zarandeando a los tripulantes de un lado a otro del barco, algo comparable a las noches de celebraciones cuando todos brindaban con ron y licor, quemando las gargantas, calentando el cuerpo, ahogando las penas bajo el mar negro,  mar que se mezclaba con el cielo nocturno, mostrando sus tesoros de plata descubiertos por la luz de la luna,

El negro también empezó a inquietarse. Los espíritus no estaban contentos. Lo sentía en cada pequeña brizna de aire que golpeaba su piel oscura. Lo notaba en cada rayo de sol, en cada gota de agua que salpicaba su tersa piel. Escudriñaba mar y cielo en busca de un dios al que recurrir con sus plegarias. ¿podría imitar al viejo chaman para calmar a la ira de los dioses?¿conjugaría las palabras sagradas? Pero necesitaba sangre caliente, recién expulsadas por el cuerpo expirante (y muchas veces tembloroso de terror) ¿Tendría el valor de sacarse su propia sangre para ser escuchado? La respuesta no se hizo esperar. La nave, golpeada por grandes y furiosas olas, se volcó de tal manera que los mástiles casi quedan paralelos al mar. Una terrible fuerza lo empujo y cayo por la borda. Tan solo cuando todos recuperaron la compostura echaron en falta al negro. Miraron aquí y allá buscando a su amigo perdido. Pero fue un grito de auxilio lo que delato su posición. Rápidamente fueron al encuentro de donde procedían los chillidos de socorro y volvieron a embarcar, con ayuda de una cuerda, al africano.

Cuando embarco por fin, se fue rápidamente a su camarote. No dijo nada a nadie. No respondió a las preguntas inquietas acerca de su salud ni vio la cara de sus salvadores. Algo le pasaba, algo fuera de lo común para aquel sonriente y amable hombre. Al rato salió, pintado de ritual. Mirando con los ojos abiertos de locura, mirando a cada uno de los marineros del barco, con una vasija de barro en una mano y un cuchillo en la otra. Los dioses tendrán lo que desean.

Salvador Alarcón Silva

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