Hubo algo que
se rompió para después rearmarse cuando todo aquello ocurrió. Lo digo ahora que
los días son más amables y el tiempo, de alguna manera, se ha suavizado. Si
alguien me hubiera preguntado entonces, habría puesto en duda la capacidad de resiliencia
no sólo de las personas, sino también de las cosas. Mi propia casa se deformó,
adquirió un aspecto viciado y contaminado. Los rincones acumularon polvo, los
sofás cansancio y la cama era una grieta por la que me caía todas y cada una de
las noches. Vivía en ruinas. Y lo peor es que no pude hacer más que aceptarlo
sin oponer resistencia.
Lola era joven
cuando ocurrió, tenía cuarenta años. Sus ojos, verdes, no habían salido mucho
de casa. Apenas conocíamos tierra más allá de nuestro pueblo, pero tampoco
teníamos interés por hacerlo. Hay cosas que se asumen como si formaran parte de
un destino previamente escrito.
Nos habíamos
conocido en el baile. Ella era hija del panadero y yo del guardia civil. Esa
noche, un amigo me empujó hacia ella, una amiga la empujó hacia mí y así
chocamos en mitad de la plaza: como dos bolas de billar que se quedan
suspendidas en el tablero, rozándose, sin caerse ninguna de las dos. Ese día
supe que siempre estaríamos al borde del abismo, a punto de perder el
equilibrio. Al final eso también es lo que le hace a la vida ser vida.
Aquel baile
nunca terminó. Nos dejamos mecer por la música y pronto nos fuimos a vivir
juntos. Yo conseguí plaza para la policía y ella se quedó en casa, cuidando de
nuestro primer hijo. Su hermano mayor había heredado la panadería y alguien
tenía que ocuparse del hogar, como venía sucediendo en esa época. No recuerdo
una conversación al respecto, ni siquiera una duda en la decisión. Nunca,
pienso ahora, llegué a valorar el acto de una esposa que renuncia a su vida a
favor de la de su marido y su hijo. Simplemente lo di por hecho, como algo
presupuesto. No se me ocurrió compartir los papeles, aprender juntos cómo se
cambian los pañales, saber qué lejía se le pone a la ropa según el tipo de
material, cuánto tardan en cocerse unas lentejas. No me di cuenta de que mi
trabajo sólo me satisfacía a mí y el suyo, en cambio, que ni siquiera se
consideraba un trabajo sino ocupaciones propias del día a día, siempre viraba a
favor de los dos. No quise aprender nada de eso porque pensé que ese era su
deber, lo justo, la parte de un trato nunca firmado, y nunca le pregunté si
realmente era feliz así, si lo había elegido por sumisión o por preferencia.
Hoy reflexiono
sobre aquello y me parece cobarde culpar a la sociedad del momento. ¿No somos
nosotros los habitantes? ¿No es nuestra forma de entender el mundo la que
describe la cultura a la que tanto culpamos de lo que no entendemos cuando pasa
el tiempo? ¿Por qué la mayoría de nosotros nunca preguntó a sus mujeres por sus
sueños ni les ayudaron a cumplirlos igual que lo hicieron ellas con nosotros?
Somos los únicos responsables. Pasamos de ser hijos a ser esposos y nos
olvidamos de ser compañeros. Confundimos la palabra mujer con la palabra
esposa, y no podemos estar más equivocados.
Lola era una
chica menuda, pero tenía un genio que atravesaba paredes. Yo no me quedaba
corto: cuando discutíamos aquello se convertía en una lucha de titanes para ver
quién tenía la cabeza más dura. La suya, sin duda, era preciosa. Siempre lo
fue. Llena de recuerdos, cuentos, imaginación. Lola nunca aprendió a leer y a
escribir en condiciones, pero no le hizo falta. De joven, cuando trabajaba en
la panadería de su padre, se encargaba de atender a los clientes y de dar las
vueltas. En eso sí que era buena: en los números. Era una experta en el cálculo
mental, rápida como una gacela. Además, se llevaba de calle a todos los
clientes con su carácter, firme pero arrebatador. Se ganaba las propinas y no
dejaba pasar ni una. En casa, Lola, claro, era la encargada de la economía
familiar. Ella sabía cuánto dinero entraba y cuánto salía. Era majestuosa en
hacer malabares con mi sueldo, que era ya el único que entraba en casa. Algunos
compañeros se burlaban porque fuera mi mujer la que manejara el dinero, pero ni
aunque quisiera habría podido ser diferente: ella sabía y yo no. A veces es así
de simple y sólo hay que reconocerlo.
Fuimos muy
felices, Lola y yo. Éramos una pareja normal que se quería de igual manera.
Tuvimos a nuestro hijo Manuel muy pronto, tal y como ordenaba entonces el curso
de las cosas. Nos casamos, lo concebimos y nos fuimos a vivir juntos a una casa
heredada de mi abuelo. Nos reíamos mucho juntos, muchísimo. Éramos jóvenes y
estábamos enamorados. Nuestro único proyecto de vida era estar juntos, no
necesitábamos nada más. El amor era un motor eléctrico, como los de ahora, que
se recargaba de energía de manera automática, con el propio devenir de las
cosas que nos iban ocurriendo. La vida era tan sencilla y tranquila que me
cuesta pensar ahora en qué momento exacto se complicó, qué detalle fue el que
nos hizo tropezar.
El embarazo de
Lola tuvo muchas complicaciones en la recta final y todo estuvo a punto de
salir mal. Los médicos pudieron salvar a Manuel y a la madre, por suerte, pero algo
se quedó mal dentro de ella y no se dieron cuenta. Secuelas invisibles. La
segunda vez, la de nuestra Lolita, no fue bien. Nuestra bebé nació sin vida,
con el rostro apagado y frío, tan pálida que parecía una muñeca de porcelana.
Cuando nos lo dijeron, paralizado, miré a mi mujer y lo noté: un crujido,
imperceptible, silencioso, inacabable. Una fractura insoldable. Su rostro
cambió. Me di cuenta al momento: Lola nunca volvería a ser la misma.
El tiempo
pasó, la vida también y nosotros con ella, aunque parte de lo que habíamos sido
se quedó en esa habitación de hospital, al lado de nuestra hija muerta. Lola
sacó carácter para protegerse y continuó cuidando de Manuel y de la casa, como
había hecho siempre. Yo me recuperé más rápido, gracias al trabajo, y nuestra
rutina se fue restableciendo poco a poco. Apenas hablamos de ello. Entre los
dos se estableció una distancia que ni nos alejaba ni nos separaba: sólo nos
mantenía unidos. El dolor a veces te debilita y otras te protege, como un
escudo. Pero el dolor es peligroso cuando se asienta dentro de uno, cuando se
acomoda y decide quedarse, porque entonces se extiende, como aire contaminado,
y no hay viento suficiente que lo limpie.
Al principio
fueron pequeños despistes: la sal en las judías, recoger la ropa del tendedero,
comprar leche en el mercado. Después, recados algo más importantes: pagar la
factura de la luz, ir a las reuniones del colegio, retirar la sartén del fuego.
No quise, o no supe, prestarle atención. Lola llevaba tiempo taciturna, se
había vuelto una persona reservada, algo susceptible. No me di cuenta del
tiempo que llevaba sin salir de casa, sin coger el teléfono a sus amigas.
Inmerso en mi propio proceso de recuperación, distraído en el trabajo y en la
calle, había descuidado a mi esposa. Fui incapaz de reconocer y adelantarme al
daño tan profundo que puede causar en una mujer el hecho de ser casa de un
cuerpo amado y sin vida.
Un día, me
llamaron al trabajo desde el colegio. Eran cerca de las seis de la tarde y
estaban sorprendidos, ya que Lola no había ido a recoger a Manuel y no lograban
localizarla en casa. Me asusté. Fui a por el crío, lo dejé en casa de mis
padres y me marché corriendo a casa, preocupado. Efectivamente, Lola no estaba
allí. Tardé cerca de tres horas en dar con ella. Era noche cerrada. La encontré
sentada en el banco del parque de un pueblo, con la mirada perdida, tan
asustada, como una niña pequeña. Lo recuerdo perfectamente. La llamé y giró la
cabeza. Esa fue la primera mirada de muchas que recibiría a partir de ese momento.
Lola no me reconoció, no sabía quién era. Le cogí la mano con suavidad y la
posé sobre la mía, tranquilizándola. De repente, como un calambre, recuperó la
consciencia y recordó: a mí, a ella, a los dos. Entonces, el susto se convirtió
en miedo, como pasaría siempre en cada ataque. Yo tuve que asumirlo y Lola lo
olvidaría para volver a recordarlo todas y cada una de las veces.
Cuando una
enfermedad irrumpe en la vida de alguien, no sirve de nada pensar en la culpa.
Hay enfermedades evitables, por supuesto, pero una vez llegan el hecho de
pensar en qué podría haber pasado, en qué podríamos haber hecho de esta o de
esa otra manera para evitarlo, en por qué no nos ha pasado a nosotros en vez de
a los que queremos y necesitamos cerca, es inútil e incluso dañino. A veces es
pura lotería genética y otras veces es una respuesta del propio cuerpo ante
situaciones que no logramos controlar, como si el cuerpo dijera «basta» y
enfermara de preocupación, de tristeza, de cansancio, de emoción mal
gestionada. Un enfermo se preocupa por la salud de los que le rodean antes que
por la suya. El acompañante sólo se preocupa por la del doliente, olvidando la
suya, agravando sin querer la preocupación de su compañero. A mí, con el
tiempo, la enfermedad de mi mujer me enseñó a ser más consciente de mi propia
salud, de lo importante –y difícil– que es mantenerse estable mientras la
persona que más amas en el mundo se desequilibra.
Me preparé
para convivir con Lola y su Alzhéimer precoz. La vida nos cambió los papeles:
todo lo que ella empezaba a olvidar, yo comencé a aprenderlo. Lo hice con
cariño, con paciencia, con toda la información que pobremente sabía. Cada
mañana le daba su medicación, preparaba la comida y llevaba a Manuel a clase
antes de que llegara mi madre para que pasara con Lola la mañana y yo pudiera
irme a trabajar. Fue en esa época en la que me di cuenta del trabajo tan duro
que había realizado mi mujer sola todos esos años. Ella y todas las demás: mi
madre, mi hermana, mis vecinas. Yo había dado por cumplido mi deber para con la
familia con mi trabajo de policía. De alguna manera, lo sentía sobradamente
realizado ya que era yo el que llevaba el sueldo a casa. Eso me convertía en
alguien más importante dentro del núcleo familiar. Sin mí, todo se iría al
traste. Pero no me había parado a pensar que mi labor tenía un horario de
comienzo y de fin y que el de mi esposa, en cambio, nunca terminaba. ¿Cuándo
descansaba ella? ¿En qué momento del día podía parar y desconectar de verdad,
como el que sale del despacho y echa la llave, si su tarea –cocinar, limpiar, planchar,
hacer las cuentas– no acababa nunca, era diaria, era constante? ¿De qué modo se
sentía Lola valorada si nadie en el mundo reconocía su trabajo, ni económica ni
socialmente? Lo peor no es que no se lo reconocieran, sino que se asumía como
algo obligado, esperado por ser mujer y por ser esposa. De nuevo, el destino
que nadie se atreve a reescribir.
Los primeros
años fueron duros. Asumir que mi mujer se iba poco a poco de los lugares en los
que aún nos reconocíamos fue tan doloroso como la pérdida de mi hija. Al
principio, la cocina se me resistía, el polvo se acumulaba y algunas cuentas no
cuadraban. Pensé en todas las amas de casa que hacen frente a situaciones
similares y cuyas casas siguen impecables. A mí la mía se me caía encima, todo
era un desastre y yo no sabía cómo hacer bien las cosas. Estuve a punto de
tirarlo todo por la borda, de abandonarme a mí también, de dejarme ir con ella,
con ellas. Pero Manuel merecía un padre despierto, capaz de armarse y cuidar de
él, y de dejar cuidarse, también, así que aprendí de todo lo que Lola me había
enseñado sin pretenderlo y tiré para adelante. Nuestro hijo era el único sitio
en el que Lola y yo existíamos y que no iba a desaparecer. Era mi
responsabilidad y debía cuidarlo.
Forzado por la
situación, aprendí en los años que duró la enfermedad todo lo que a ella se le
había dado como asumido. No tuve que pedir ayuda a nadie. Manuel, ya mayor,
cocinaba conmigo y me ayudaba en el aseo a su madre. Había heredado de Lola la
pericia con los números y entre los dos nos hicimos cargo de la economía
familiar que tan bien había llevado mi mujer. Quisimos a Lola como nunca,
tratamos de hacer del mundo que ya le era extraño un lugar confiable, cómodo,
seguro.
Mi Lola se
fue, años después, sin hacer ruido. Nos dejó un poso de calma, la que nunca
perdió hasta que llegó la enfermedad. Tristemente, me enseñó a ser padre cuando
ella no pudo seguir siendo madre. Me enseñó a ser marido cuando ella no pudo
seguir siendo esposa. Me enseñó todo lo que ella desaprendió. Me enseñó,
también, a valorarla, a reconocerla, a poner en valor su vida desde que el
médico le dijo a su madre: «es niña». Me enseñó que hay cosas que ni se ven ni
se perciben, sólo se observan si uno quiere. Me enseñó a vivir despierto. A
amar despierto, con toda la importancia que eso tiene.
Es así. Mi
Lola sólo ocurrió una vez, pero dentro de mí es para siempre.
Elvira Sastre
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