Cuando alguien
menciona la maravillosa novela de Oscar Wilde (1854-1900), El Retrato de Dorian Gray (1890), de
inmediato evoco con enorme nostalgia las hojas de papel cebolla con que estaba
hecho el libro de sus obras completas en Editorial Aguilar y que mi padre tenía
en un sitio privilegiado de su biblioteca. Cuántas horas no pasé frente a esa
edición envidiando cada una de las frases de Wilde, encantada con su
inteligencia, hipnotizada por su manera de contar una historia. Siempre que
abría este libro, lo hacía esperanzada en que a mí también se me ocurrieran
frases tan maravillosas como las suyas, personajes tan brillantes y
conversadores llenos de sabiduría. “Seguro que así debió de ser Oscar
Wilde, admirado por todos, un seductor y un gran conversador”, me
decía. Lo que todavía no sabía era que este libro mágico también había sido
duramente juzgado, y que su autor cayó en desgracia a causa de sus ideas.
Wilde
fue por mucho tiempo el gran invitado a los salones, la sociedad se lo peleaba
para que asistiera a las cenas y fiestas más exclusivas. Cada vez que comenzaba
a platicar, salían de su boca las frases más ingeniosas, divertidas y sabias.
Cuando el poeta irlandés W .B. Yeats lo conoció, por los días
en que Wilde estaba escribiendo El
Retrato de Dorian Gray, dijo: “Wilde es maravilloso. Dice frases perfectas,
como si las hubiera estado puliendo toda la noche... ¡pero son completamente
espontáneas!”. Le fascinaba contar parábolas sobre la vida de Cristo, decía que
la Teología era lo más gastado del mundo. Como dice Lord Henry Wotton, el
protagonista de esta novela: “Sucede que en la iglesia no se piensa. Un obispo
sigue diciendo a los 80 años lo que a los 18 le contaron que tenía que decir”.
Una de sus diversiones era platicar sobre Cristo con un lenguaje y un ingenio
únicos:
“Cristo entró
en una ciudad y descubrió a un joven que seguía a una prostituta con una mirada
de deseo.
“-¿Por qué
miras a esa mujer con esos ojos? -le preguntó.
“El joven de
inmediato reconoció a Cristo, así que le respondió:
“-Yo era ciego
y tú me devolviste la vista. ¿Qué otra cosa podría mirar?”.
El Retrato de Dorian Gray está lleno de
frases maravillosas, casi en cualquier página hay un pensamiento genial. He
aquí algunas de ellas: “¡Ojalá te enamores! El amor hace buenas a las
personas”. O “La ropa del siglo 19 es detestable. Tan sombría, tan deprimente.
El pecado es el único elemento de color que queda en la vida moderna”. Hay que
decir que una de las frases más famosas de Wilde se encuentra en el primer
capítulo de esta novela: “En el mundo sólo hay algo peor que ser la persona de
la que se habla y es ser alguien de quien no se habla”.
Wilde
iba de salón en salón, de tabernas a cafés, a las casas de los nobles y de los
artistas. Hasta que un día llegó al taller del pintor Basil Ward. Basil acababa
de terminar el retrato de un joven bellísimo. Apenas lo vio Wilde, dijo con
tristeza: “¡Qué lástima, un joven tan hermoso no debería envejecer nunca! Sería
maravilloso si pudiera conservarse tal como es ahora; y que el retrato
envejeciera y tomara su lugar”.
La historia de
Dorian Gray cuenta lo que ocurriría si este deseo fuera escuchado, es decir, no
morir y mantener indefinidamente la juventud y la belleza. Sí, porque Dorian es
el joven retratado en la novela por el pintor Basil Hallward. A él se le cumple
el deseo de ser eternamente joven mientras el retrato envejece.
Se cuenta que por
los días en que Wilde escribía esta novela, se ausentaba de su casa. Durante
semanas, dejaba sola a su esposa, Constance, y se iba a fiestas, pero sobre
todo a tabernas, en donde era asediado por los jóvenes poetas. En una de esas
tabernas, unos amigos le presentaron a un joven escritor llamado John Gray.
Dicen que Oscar se enamoró inmediatamente de él, y que durante un tiempo fueron
“amigos íntimos”, como decían las biografías de Wilde. A pesar de que
estuvieron juntos por poco tiempo, el apellido del joven de 21 años quedó
inmortalizado gracias a la novela de Wilde.
El libro fue
leído por admiradores y detractores. Wilde estaba en la cumbre de su
éxito. Entonces ni siquiera conocía a Bosie, el joven amante que lo llevaría al
fracaso. Pero muchos críticos se inquietaron con el libro, y en los diarios se
llegó a decir: “Es la novela más libre que se ha escrito”. Complejo como era,
Wilde proponía en este libro una resurrección de la mentira y de la
artificialidad. “La naturalidad es una afectación, la más irritante que
conozco”, dice Lord Henry Wotton. No cabe duda que Wilde era un amante de la
exageración, de la artificialidad y de las poses. Pero a nosotros, la pose que
más admiramos es la pose de genialidad que tenía este maravilloso escritor.
Guadalupe Loaeza, Leer o morir
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