Casi era una
suerte que la gente estuviese tan ocupada con otras cosas en aquellos días. Las
noticias sobre la pandemia llegaban al campus envueltas en la irrealidad de las
videollamadas familiares desde España, los hilos de Twitter y las historias de
Instagram. Los periódicos digitales españoles anunciaban cada día el recuento
de muertos en todo el país; pero no podía ser, sonaba a estadística vacía...
Pablo era incapaz de ponerles cara a aquellas muertes, o de imaginarse los
hospitales atestados, las residencias donde todos los ancianos enfermaban a
partir de un solo contagio inicial... Parecía un cuento; un cuento de terror
moderno. Quizá un episodio de una serie pretenciosa de HBO. Y mientras, en el
campus de Stirling, la vida había seguido como si tal cosa: los dos pubs
abiertos hasta las 23:00, la galería de cristal que comunicaba el edificio
central con los laboratorios llena de puestos de ropa teñida a mano y de mesas
informativas sobre veganismo, protección del hielo de Groenlandia y otras
iniciativas, la librería-cafetería animada casi a cualquier hora, y el
supermercado del campus bien surtido de pakoras, samosas y todo tipo de
especialidades indias que solo había que calentar y consumir.
Como mucho,
hacía tres o cuatro días que habían comenzado a aparecer en el campus algunas
mascarillas. Todos alumnos asiáticos, como observó Sofía con cierto aire de
superioridad. Porque hacía solo tres días, llevar puesta la mascarilla parecía
una exageración de personas hipocondríacas. Un día más tarde, algún portavoz de
Sanidad del gobierno británico había recomendado usarlas con prudencia. Y
Pablo, sintiéndose un poco ridículo, se acercó a la farmacia del campus a
comprar un paquete... pero llegó demasiado tarde: se habían agotado.
Ana
Alonso, Veinte días de abril
No hay comentarios:
Publicar un comentario