jueves, 25 de marzo de 2021

DRÁCULA

 Este trimestre hemos estado leyendo en Literatura Universal Drácula, del inglés Bram Stoker; os dejo aquí el prologo de Neil Gaiman a una de las mejores ediciones que podemos encontrar en el mercado.

Hace pocos días apareció un artículo en los periódicos ingleses que intentaba mostrar lo mal que se enseñaba la historia, o acaso poner de manifiesto la ignorancia de la historia en Inglaterra. Supimos así que muchos adolescentes británicos creían que Winston Churchill y Ricardo Corazón de León eran personajes míticos o de ficción, así como que el cincuenta por ciento de esos mismos adolescentes estaban convencidos de que Sherlock Holmes existió en la realidad, como el rey Arturo. Sin embargo, en dicho artículo no se decía nada de Drácula, acaso porque no era inglés, si bien la historia que le hizo célebre era ciertamente inglesa, pese a que el cronista de la misma era irlandés.

Me pregunto lo que la gente habría dicho si le hubiesen preguntado si creían que hubo realmente un Drácula (no el Drácula histórico, cuidado: Vlad Drácula, el hijo del Dragón, el Empalador. Existió, pero es discutible que comparta con el real algo más que un nombre).

Pienso que hubieran dicho que creían en él.

Yo creo en él.

Leí por primera vez el Drácula de Bram Stoker cuando yo tenía unos siete años; lo descubrí en los estantes de un amigo de mi padre, aunque mi encuentro se limitó únicamente a leer la primera parte de la novela, la infortunada visita de Jonathan Harker al castillo de Drácula, y a buscar de inmediato el final de la historia, del que leí lo bastante como para estar seguro de que Drácula había muerto y no podría salir del libro para hacerme nada. Habiendo establecido esto, devolví el libro a su sitio y ya no vi otro ejemplar de Drácula hasta mi adolescencia, impulsado por Stephen King y su novela de vampiros titulada El Misterio de Salem’s Lot y por su Danza Macabra, estudio del género de horror.

(Vi el filme Son of Dracula a los ocho años de edad, preguntándome si el joven Quincy Harker había, como yo suponía, llegado a ser un vampiro; quedé desencantado al descubrir que no era otra cosa que el propio Drácula oculto bajo el nombre de «conde Alucard», nombre que me pareció transparente ya entonces. Pero me estoy apartando del tema.)

A menudo otros libros me hacían volver a leer Drácula; ejemplos de ello son La Voz de Drácula, de Fred Saberhagen, y La Era de Drácula, de Kim Newman. Libros que, volviendo a imaginar los sucesos de la novela o el final de la misma, arrojaban suficiente luz sobre ella como para hacerme desear visitar de nuevo el castillo, el manicomio o el cementerio; perderme en las cartas y en los recortes de periódicos, en los diarios, y preguntarme una vez más sobre las acciones de Drácula y sus motivos. Preguntarme sobre aquellas cosas del libro que son, en última instancia, imposibles de conocer. Los personajes no las conocen y, por lo tanto, tampoco nosotros.

La novela Drácula ha dado lugar al marbete cultural «Drácula»; a todos los diferentes Nosferatu; a los Dráculas cinematográficos; a Bela Lugosi y a la muchedumbre colmilluda que le ha seguido. Más de ciento sesenta filmes, según Wikipedia, tienen a Drácula como protagonista o con un papel fundamental («el segundo después de Sherlock Holmes»), mientras que el número de novelas en que aparece el propio Drácula o con personajes inspirados en él es imposible de calcular. Y hay novelas que conducen a Drácula o que proceden de él. Incluso Renfield, el pobre loco devorador de insectos, tiene dos novelas, con su nombre como título, de dos autores diferentes, por no mencionar una novela en forma de cómic, todas ellas contando la historia desde su punto de vista.

En el siglo XXI todo encuentro con literatura o con historias de vampiros es algo parecido a escuchar un millón de variaciones sobre un tema musical, un tema que comenzó no con Varney el Vampiro o ni siquiera con Carmilla, sino con Bram Stoker y con su Drácula.

Incluso así, sospecho que las razones por las cuales Drácula sigue vivo, por qué tiene tanto éxito como obra de arte, por qué se presta a tantas anotaciones y elaboraciones, paradójicamente, son causa de su debilidad como novela.

Drácula es un thriller Victoriano de alta técnica, en la avanzadilla de la ciencia, repleto de elementos tales como la grabación de la voz humana en cilindros fonográficos, transfusiones de sangre, taquigrafía y trepanación. Presenta un elenco de animosos héroes y de mujeres hermosas y predestinadas a la desgracia. Y se narra por entero en forma de telegramas, recortes de prensa, etc. Ninguno de los personajes que nos cuenta la historia conoce por completo lo que realmente está pasando, lo cual significa que Drácula es un libro que obliga al lector a completar los espacios en blanco, hacer hipótesis, imaginar, conjeturar. Sólo sabemos lo que los personajes saben, y los personajes ni escriben todo lo que saben ni conocen el significado de lo que dicen.

Así pues, es el lector el que tiene que decidir lo que está ocurriendo en Whitby; relacionar los desvaríos y la conducta de Renfield en el manicomio con los sucesos que ocurren en la casa de al lado; decidir cuáles son los verdaderos motivos de Drácula. Y también si Van Helsing sabe todo sobre la ciencia médica; si Drácula queda al final reducido a polvo o incluso, dada la combinación de un cuchillo kukri y un cuchillo de monte que acaba con el vampiro de modo nada convincente, si simplemente se transforma en niebla y desaparece.

La narración se construye a grandes rasgos, lo que nos permite trazar nuestra propia pintura de lo que ocurre. Es como una tela de araña, y comenzamos por preguntarnos qué es lo que sucede en sus intersticios. Personalmente tengo mis dudas acerca de las motivaciones de Quince Morris (el que acaso oculte su verdadera personalidad —o incluso que sea el propio Drácula— no puede ser, estoy convencido de ello, por completo descartado. Escribiría una novela para probarlo, mas en ese camino acecha la locura).

Drácula es un libro que exige anotaciones. El mundo que describe ya no es el nuestro. La geografía que describe no es, a menudo, de nuestro mundo. Se trata de un libro por el que conviene internarse con alguien informado e informativo junto a nosotros(…).

Uno de los inconvenientes para leer ediciones de Drácula es que se publicaron —como esta misma— con introducciones, y las introducciones dicen cómo hay que leer la novela. Explican todo aquello que esta dice; o más bien «sobre» lo que trata: la sexualidad victoriana, la sospechada homosexualidad reprimida de Stoker, o su relación con Henry Irving, o su rivalidad con Oscar Wilde para conseguir la mano de Florence Balcombe. Introducciones tales comentarán con ironía lo escrito por Stoker contra los libros pornográficos, sobre todo cuando hay tanta ebullición sexual en Drácula apenas bajo la superficie; texto, no subtexto.

La presente introducción no pretende explicar sobre qué trata Drácula (es sobre Drácula, sin duda, pero vemos muy poco de él, menos de lo que quisiéramos. La novela no pierde el tiempo en muchas explicaciones. No es sobre Van Helsing, y nos agradaría ver mucho menos de él. Podría ser sobre la lascivia, o el deseo, o el miedo, o la muerte. Podría ser sobre muchas cosas).

En lugar de decirnos sobre qué versa el libro que tenemos en la mano, esta introducción simplemente nos avisa: cuidado. Drácula puede ser una trampa de papel. Primero léalo sin más, y después, cuando lo haya dejado, podría usted, casi contra su propia voluntad, preguntarse a sí mismo sobre cosas que puede haber en las resquebrajaduras de la novela, sobre cosas insinuadas, cosas implícitas. Y una vez que usted empiece a hacerse preguntas, es sólo cuestión de tiempo que se encuentre a sí mismo despierto bajo la luz de la luna escribiendo novelas o cuentos sobre los personajes secundarios y sobre los sucesos menores. O lo que es peor, como el loco Renfield, clasificando y ordenando continuamente sus arañas y sus moscas antes de, por último, comérselas, usted puede encontrarse poniendo notas a Drácula.

Neil Gaiman

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