Este trimestre hemos estado leyendo en Literatura Universal Drácula, del inglés Bram Stoker; os dejo aquí el prologo de Neil Gaiman a una de las mejores ediciones que podemos encontrar en el mercado.
Hace pocos
días apareció un artículo en los periódicos ingleses que intentaba mostrar lo
mal que se enseñaba la historia, o acaso poner de manifiesto la ignorancia de
la historia en Inglaterra. Supimos así que muchos adolescentes británicos
creían que Winston Churchill y Ricardo Corazón de León eran personajes míticos
o de ficción, así como que el cincuenta por ciento de esos mismos adolescentes
estaban convencidos de que Sherlock Holmes existió en la realidad, como el rey
Arturo. Sin embargo, en dicho artículo no se decía nada de Drácula, acaso
porque no era inglés, si bien la historia que le hizo célebre era ciertamente
inglesa, pese a que el cronista de la misma era irlandés.
Me pregunto lo
que la gente habría dicho si le hubiesen preguntado si creían que hubo
realmente un Drácula (no el Drácula histórico, cuidado: Vlad Drácula, el hijo
del Dragón, el Empalador. Existió, pero es discutible que comparta con el real
algo más que un nombre).
Pienso que
hubieran dicho que creían en él.
Yo creo en él.
Leí por
primera vez el Drácula de Bram Stoker cuando yo tenía unos
siete años; lo descubrí en los estantes de un amigo de mi padre, aunque mi
encuentro se limitó únicamente a leer la primera parte de la novela, la
infortunada visita de Jonathan Harker al castillo de Drácula, y a buscar de
inmediato el final de la historia, del que leí lo bastante como para estar
seguro de que Drácula había muerto y no podría salir del libro para hacerme
nada. Habiendo establecido esto, devolví el libro a su sitio y ya no vi otro
ejemplar de Drácula hasta mi adolescencia, impulsado por Stephen
King y su novela de vampiros titulada El Misterio de Salem’s Lot
y por su Danza Macabra, estudio del género de horror.
(Vi el filme
Son of Dracula a los ocho años de edad, preguntándome si el joven Quincy Harker
había, como yo suponía, llegado a ser un vampiro; quedé desencantado al
descubrir que no era otra cosa que el propio Drácula oculto bajo el nombre de
«conde Alucard», nombre que me pareció transparente ya entonces. Pero me estoy
apartando del tema.)
A menudo otros
libros me hacían volver a leer Drácula; ejemplos de ello son La
Voz de Drácula, de Fred Saberhagen, y La
Era de Drácula, de Kim Newman. Libros que, volviendo a
imaginar los sucesos de la novela o el final de la misma, arrojaban suficiente
luz sobre ella como para hacerme desear visitar de nuevo el castillo, el
manicomio o el cementerio; perderme en las cartas y en los recortes de
periódicos, en los diarios, y preguntarme una vez más sobre las acciones de
Drácula y sus motivos. Preguntarme sobre aquellas cosas del libro que son, en
última instancia, imposibles de conocer. Los personajes no las conocen y, por
lo tanto, tampoco nosotros.
La novela Drácula
ha dado lugar al marbete cultural «Drácula»; a todos los diferentes Nosferatu;
a los Dráculas cinematográficos; a Bela Lugosi y a la muchedumbre colmilluda
que le ha seguido. Más de ciento sesenta filmes, según Wikipedia, tienen a
Drácula como protagonista o con un papel fundamental («el segundo después de
Sherlock Holmes»), mientras que el número de novelas en que aparece el propio
Drácula o con personajes inspirados en él es imposible de calcular. Y hay
novelas que conducen a Drácula o que proceden de él. Incluso Renfield, el pobre
loco devorador de insectos, tiene dos novelas, con su nombre como título, de
dos autores diferentes, por no mencionar una novela en forma de cómic, todas
ellas contando la historia desde su punto de vista.
En el siglo
XXI todo encuentro con literatura o con historias de vampiros es algo parecido
a escuchar un millón de variaciones sobre un tema musical, un tema que comenzó
no con Varney el Vampiro o ni siquiera con Carmilla, sino con Bram
Stoker y con su Drácula.
Incluso así,
sospecho que las razones por las cuales Drácula sigue vivo, por qué tiene tanto
éxito como obra de arte, por qué se presta a tantas anotaciones y
elaboraciones, paradójicamente, son causa de su debilidad como novela.
Drácula
es un thriller Victoriano de alta técnica, en la avanzadilla de la ciencia,
repleto de elementos tales como la grabación de la voz humana en cilindros
fonográficos, transfusiones de sangre, taquigrafía y trepanación. Presenta un
elenco de animosos héroes y de mujeres hermosas y predestinadas a la desgracia.
Y se narra por entero en forma de telegramas, recortes de prensa, etc. Ninguno
de los personajes que nos cuenta la historia conoce por completo lo que
realmente está pasando, lo cual significa que Drácula es un libro que obliga al
lector a completar los espacios en blanco, hacer hipótesis, imaginar,
conjeturar. Sólo sabemos lo que los personajes saben, y los personajes ni
escriben todo lo que saben ni conocen el significado de lo que dicen.
Así pues, es
el lector el que tiene que decidir lo que está ocurriendo en Whitby; relacionar
los desvaríos y la conducta de Renfield en el manicomio con los sucesos que
ocurren en la casa de al lado; decidir cuáles son los verdaderos motivos de
Drácula. Y también si Van Helsing sabe todo sobre la ciencia médica; si Drácula
queda al final reducido a polvo o incluso, dada la combinación de un cuchillo
kukri y un cuchillo de monte que acaba con el vampiro de modo nada convincente,
si simplemente se transforma en niebla y desaparece.
La narración
se construye a grandes rasgos, lo que nos permite trazar nuestra propia pintura
de lo que ocurre. Es como una tela de araña, y comenzamos por preguntarnos qué
es lo que sucede en sus intersticios. Personalmente tengo mis dudas acerca de
las motivaciones de Quince Morris (el que acaso oculte su verdadera
personalidad —o incluso que sea el propio Drácula— no puede ser, estoy
convencido de ello, por completo descartado. Escribiría una novela para
probarlo, mas en ese camino acecha la locura).
Drácula es un
libro que exige anotaciones. El mundo que describe ya no es el nuestro. La
geografía que describe no es, a menudo, de nuestro mundo. Se trata de un libro
por el que conviene internarse con alguien informado e informativo junto a
nosotros(…).
Uno de los
inconvenientes para leer ediciones de Drácula es que se publicaron —como
esta misma— con introducciones, y las introducciones dicen cómo hay que leer la
novela. Explican todo aquello que esta dice; o más bien «sobre» lo que trata:
la sexualidad victoriana, la sospechada homosexualidad reprimida de Stoker,
o su relación con Henry Irving, o su rivalidad con Oscar Wilde para
conseguir la mano de Florence Balcombe. Introducciones tales comentarán con
ironía lo escrito por Stoker contra los libros
pornográficos, sobre todo cuando hay tanta ebullición sexual en Drácula apenas
bajo la superficie; texto, no subtexto.
La presente
introducción no pretende explicar sobre qué trata Drácula (es sobre
Drácula, sin duda, pero vemos muy poco de él, menos de lo que quisiéramos. La
novela no pierde el tiempo en muchas explicaciones. No es sobre Van Helsing, y
nos agradaría ver mucho menos de él. Podría ser sobre la lascivia, o el deseo,
o el miedo, o la muerte. Podría ser sobre muchas cosas).
En lugar de
decirnos sobre qué versa el libro que tenemos en la mano, esta introducción
simplemente nos avisa: cuidado. Drácula puede ser una trampa de
papel. Primero léalo sin más, y después, cuando lo haya dejado, podría usted,
casi contra su propia voluntad, preguntarse a sí mismo sobre cosas que puede
haber en las resquebrajaduras de la novela, sobre cosas insinuadas, cosas
implícitas. Y una vez que usted empiece a hacerse preguntas, es sólo cuestión
de tiempo que se encuentre a sí mismo despierto bajo la luz de la luna
escribiendo novelas o cuentos sobre los personajes secundarios y sobre los
sucesos menores. O lo que es peor, como el loco Renfield, clasificando y
ordenando continuamente sus arañas y sus moscas antes de, por último,
comérselas, usted puede encontrarse poniendo notas a Drácula.
Neil Gaiman
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