Deseaba entregar
mi ser a la dimensión helada, corno los animales del frío cuando dan el último
suspiro entre aguas heladas y flores árticas. Más de pronto, una osa blanca de
aire feroz alcanzó el iceberg donde me hallaba y me miró amablemente, ¿Por qué
aquel animal de ojos salvajes y sabios se reconoció en mí? ¿Por qué consintió
que me subiese a su lomo y alcanzase la costa cuando el pedazo de hielo que nos
sustentaba empezaba a oscilar peligrosamente? No lo sé. Solo sé que con ella
viví aquella primavera y que, gracias a los rudimentos de medicina que había
aprendido junto a mi padre, le ayudé a traer al mundo a su primer osezno, que
llegaba atravesado y cuyo parto pudo haberle costado la vida.
Pasé tres
lustros en la región de hielo, empleando mi tiempo en leer el diario de mi
padre que llevaba conmigo, y ayudando en sus cuitas y sus enfermedades a todos
los animales que me salían al paso: focas, osos, zorros del ártico, si bien mis
preferidos eran los lobos, animales sumamente sociales con los que llegué a
entablar una profunda amistad. Según pude observar sus manadas las conformaban
clanes familiares gobernados por los padres: un lobo y una loba de edad
rasadura, que se repartían la gobernanza de los suyos con mucho tacto y -mucha
sabiduría.
Hasta que una
mañana quiso la desgracia que me alejase del Polo, arrastrado por la nostalgia
y el deseo de ver a mi padre, el doctor Frankenstein. Tras un viaje de más de
un año, llegué finalmente a Suiza, donde supe que mi padre había muerto en el
viaje en el que me iba persiguiendo, y me sumí en la desolación. Creyéndome el
culpable de su fallecimiento, decid¡ hacer honor a su nombre y gracias al saber
que me aportaba su diario, fui retocando mi cuerpo hasta convertirme en un
hombre de apariencia normal. Fue entonces cuando inicie mis estudios de medicina
en la facultad. Siete décadas después, me veía convertido en un inmortal,
viajando por las ciudades de Europa. Mi cuerpo, que había sido elaborado con la
más corruptible de las materias, era, para mi gran sorpresa, inmune al paso
tiempo, y las mujeres acudían a mí anhelantes y enloquecidas, pues me creían en
posesión del elixir de la inmortalidad.
Mi fama de
cirujano milagroso no me hacía más feliz, y según pasaban los años crecía mi
angustia existencial. Los que habían estudiado conmigo ya estaban muertos, y me
veía rodeado de vejez y decrepitud. El género humano se me antojaba el más
odioso y deforme de la Tierra, y me espantaban la fealdad de las almas y la
deformidad de los cuerpos que se hacinaban en las grandes ciudades ahogadas por
el hollín.
Una noche,
hallándome en Berlín, bajo una luna más roja que mí desesperación, vi de pronto
la luz y comprendí por qué en otro tiempo me había fugado a las comarcas frías.
Huía de los humanos, de mí padre, de la crueldad y la desdicha. ¿Por qué había
tenido la mala idea de regresar al infierno después de haber vivido tres
lustros en los paraísos helados?
Al amanecer,
tras una noche de agitación y de locura, lo vi claro y opté por regresar a mi
antiguo reino. Esa misma mañana me subí a un tren en la estación de
Friedriclrstrasse, y dos días después ya me hallaba en Estocolmo, donde me
enrolé en un barco de pescadores de focas que se dirigía a Groenlandia. Era ya
primavera y comenzaba la época del deshielo cuando volvía verme en el corazón
de mi antigua comarca. Los osos corrían a lo lejos, las ballenas entornaban su
asombrosa melodía, y los lobos aullaban bajo la luna roja, que proyectaba su
luz, de cinabrío sobre la llanura más blanca y más hermosa que me había dado a
conocer la vida.
Desee que a
mis verdaderos hermanos no les parezca monstruoso mi aspecto humano.
Irene Gracia, Frankenstein resuturado
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