miércoles, 10 de marzo de 2021

LA DIMENSIÓN HELADA

Deseaba entregar mi ser a la dimensión helada, corno los animales del frío cuando dan el último suspiro entre aguas heladas y flores árticas. Más de pronto, una osa blanca de aire feroz alcanzó el iceberg donde me hallaba y me miró amablemente, ¿Por qué aquel animal de ojos salvajes y sabios se reconoció en mí? ¿Por qué consintió que me subiese a su lomo y alcanzase la costa cuando el pedazo de hielo que nos sustentaba empezaba a oscilar peligrosamente? No lo sé. Solo sé que con ella viví aquella primavera y que, gracias a los rudimentos de medicina que había aprendido junto a mi padre, le ayudé a traer al mundo a su primer osezno, que llegaba atravesado y cuyo parto pudo haberle costado la vida.

Pasé tres lustros en la región de hielo, empleando mi tiempo en leer el diario de mi padre que llevaba conmigo, y ayudando en sus cuitas y sus enfermedades a todos los animales que me salían al paso: focas, osos, zorros del ártico, si bien mis preferidos eran los lobos, animales sumamente sociales con los que llegué a entablar una profunda amistad. Según pude observar sus manadas las conformaban clanes familiares gobernados por los padres: un lobo y una loba de edad rasadura, que se repartían la gobernanza de los suyos con mucho tacto y -mucha sabiduría.

Hasta que una mañana quiso la desgracia que me alejase del Polo, arrastrado por la nostalgia y el deseo de ver a mi padre, el doctor Frankenstein. Tras un viaje de más de un año, llegué finalmente a Suiza, donde supe que mi padre había muerto en el viaje en el que me iba persiguiendo, y me sumí en la desolación. Creyéndome el culpable de su fallecimiento, decid¡ hacer honor a su nombre y gracias al saber que me aportaba su diario, fui retocando mi cuerpo hasta convertirme en un hombre de apariencia normal. Fue entonces cuando inicie mis estudios de medicina en la facultad. Siete décadas después, me veía convertido en un inmortal, viajando por las ciudades de Europa. Mi cuerpo, que había sido elaborado con la más corruptible de las materias, era, para mi gran sorpresa, inmune al paso tiempo, y las mujeres acudían a mí anhelantes y enloquecidas, pues me creían en posesión del elixir de la inmortalidad.

Mi fama de cirujano milagroso no me hacía más feliz, y según pasaban los años crecía mi angustia existencial. Los que habían estudiado conmigo ya estaban muertos, y me veía rodeado de vejez y decrepitud. El género humano se me antojaba el más odioso y deforme de la Tierra, y me espantaban la fealdad de las almas y la deformidad de los cuerpos que se hacinaban en las grandes ciudades ahogadas por el hollín.

Una noche, hallándome en Berlín, bajo una luna más roja que mí desesperación, vi de pronto la luz y comprendí por qué en otro tiempo me había fugado a las comarcas frías. Huía de los humanos, de mí padre, de la crueldad y la desdicha. ¿Por qué había tenido la mala idea de regresar al infierno después de haber vivido tres lustros en los paraísos helados?

Al amanecer, tras una noche de agitación y de locura, lo vi claro y opté por regresar a mi antiguo reino. Esa misma mañana me subí a un tren en la estación de Friedriclrstrasse, y dos días después ya me hallaba en Estocolmo, donde me enrolé en un barco de pescadores de focas que se dirigía a Groenlandia. Era ya primavera y comenzaba la época del deshielo cuando volvía verme en el corazón de mi antigua comarca. Los osos corrían a lo lejos, las ballenas entornaban su asombrosa melodía, y los lobos aullaban bajo la luna roja, que proyectaba su luz, de cinabrío sobre la llanura más blanca y más hermosa que me había dado a conocer la vida.

Desee que a mis verdaderos hermanos no les parezca monstruoso mi aspecto humano.

Irene Gracia, Frankenstein resuturado

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