Persigo
instantes únicos. Algún tiempo sin máscara. Un viaje sin destino.
Aceptarlo. Eso
es todo.
Soy
paracaidista.
La primera vez
que salté, me juré que sería la última. No fui capaz de soportar lo que veía.
Después ya no supe vivir sin saltar.
Cuando siento
mi materia cortada por el aire y veo la tierra corriendo a mi encuentro, me
vuelvo diáfano y cobarde: pido perdón, suplico, hago promesas. Es extraño el
estado que uno alcanza al reencontrar, como por vez primera, la firmeza bajo
sus pies. Pero uno echa a andar y se retracta. Olvida que ha rogado, que ha
temido, y se envilece poco a poco. Así es como vivimos: nos hemos olvidado de
la tierra que hay bajo nuestros pies.
Después de la
caída, la vida recupera todos sus milagros. Y es fácil olvidarlos. Comenzamos a
andar, eso es todo. Entonces hace falta un nuevo salto. Y otro. Y otro. Y muy
pronto lo que uno más anhela es dejarse caer.
Soy súbdito
del aire. Quién pudiera vivir aterrizando.
Una dicha, me
temo, imposible: en cuanto vuelvo al suelo, dejo de arriesgar lo que tanto vale
y el bienestar se va desvaneciendo. Así es como vivimos. Viajes. Máscaras. Pero
hoy he dado con la solución.
Este es mi
instante. Vuelo. Estoy volando. Sólo yo, en estado puro.
Sé que es
injusto despreciar la tierra que se pisa. No volveré a hacerlo.
Voy camino de
mí, sin ataduras. Falta poco.
Seré leal como
los libres.
Libre siempre.
Aire feliz.
Andrés Neuman
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