Samuel rebuscó en la carreta en
busca de una cesta cubierta.
—Para ti. —Lo dijo con un tono
perfectamente neutro, pero vi una pequeña arruga en las comisuras de sus labios
que bien podría haber sido un atisbo de sonrisa. Sus ojos relucían con un ansia
que me era muy familiar, la misma que tenían cuando me contaba la trama de una
de sus noveluchas y estaba a punto de llegar a la parte en la que el héroe
aparece de repente para salvar al niño secuestrado en el último momento—.
Cógela (...)
Samuel no se convirtió en mi
mejor amigo. Dicho honor le correspondió al animal de patas rechonchas que
resoplaba y se agitaba dentro de la cesta que me acababa de dar.
Gracias a los viajes escasos y
acompañados por Wilda que hacía a Shelburne, sabía que los Zappia vivían
hacinados en el apartamento que tenían sobre su tienda de comestibles en el pueblo,
un nido grande y estridente que hacía resoplar al señor Locke a través del
bigote cada vez que hablaba de ellos. Protegía la tienda una enorme perra de
grandes fauces llamada Bella.
Samuel me explicó que Bella
acababa de tener una camada de cachorros de pelaje broncíneo. Los otros niños
de los Zappia se habían dedicado a venderles los demás a los turistas suficientemente
crédulos como para creer que eran un raro cruce de león africano con perro de
caza, pero Samuel había conservado uno.
—El mejor. Lo he guardado para
ti. ¿Ves cómo te mira?
Era cierto: el cachorro del
interior de la cesta había dejado de retorcerse y ahora me miraba con unos ojos
húmedos de lustre azulado, como si esperase órdenes divinas.
En ese momento no sabía lo que
aquel perrito llegaría a significar para mí, pero quizá lo empezaba a sospechar
en mi interior, porque cuando alcé la vista para mirar de nuevo a Samuel empecé
a notar esa amenazadora comezón en la nariz tan propia de los momentos en los
que me dan ganas de llorar.
Abrí la boca para responder,
pero en ese momento oí otro de los sonoros carraspeos de Wilda.
—Ni se te ocurra, chico
—sentenció—. Llévate a ese animal de aquí ahora mismo.
Samuel no frunció el ceño, pero
sí que vi cómo desaparecía el atisbo de sonrisa que había visto antes en la
comisura de sus labios. Wilda me quitó la cesta que aferraba y se la dio a
Samuel con rabia, mientras el cachorro se quedaba con las patas hacia arriba en
el interior.
Después Wilda me arrastró al
interior de la casa y me echó un sermón que duró lo que me parecieron eones
sobre gérmenes, lo poco apropiados que son los perros grandes para las
señoritas y los peligros de aceptar regalos de hombres de la calaña de Samuel.
Le pedí permiso al señor Locke
durante la cena, pero tampoco tuve suerte.
—Una bola de pelo pulgosa con la
que te has encariñado, ¿no?
—No, señor. Ya conoce a Bella,
¿no? El perro de los Zappia.Pues ha tenido cachorros y…
—Un chucho. Son un engorro,
Enero. Además, no quiero tener a uno de esos mordiéndome las piezas de
taxidermia. —Agitó el tenedor en mi dirección—. Pero te diré una cosa… Uno de
mis socios cría teckels en Massachusetts. Quizá, si te aplicas un poco más en
los estudios, puedas convencerme para que te recompense con un regalo de
Navidad adelantado.
e dedicó una sonrisa benévola y
un guiño a pesar de los labios fruncidos de Wilda. Traté de devolvérsela.
Después de cenar, volví a copiar
libros de contabilidad, en silencio y dolorida, como si unas cadenas invisibles
no dejaran de rozarme e irritarme la piel. Los números se emborronaban y se agitaban
a medida que las lágrimas se me acumulaban en los ojos, y me sobrevino una
nostalgia inane e irrefrenable por recuperar mi olvidado diario de bolsillo.
Por ese día en el prado en el que había escrito una historia que se había hecho
realidad.
La pluma se deslizó hacia los
márgenes del libro de contabilidad. Ignoré la voz en mi cabeza que me aseguraba
que no iba a servir para nada y que era absurdo y más que rocambolesco, que las
palabras escritas en una página no eran hechizos mágicos; y escribí:
Érase una vez una niña buena que conoció a un
perro malo y se hicieron amigos para siempre.
En esa ocasión, el mundo no se
trocó en silencio a mi alrededor. Solo oí un tenue suspiro, como si la estancia
al completo acabara de soltar aire. La ventana meridional traqueteó un poco en
el marco. Sentí cómo un ligero cansancio se apoderaba de mis extremidades. Se
volvieron más pesadas, como si algo me hubiese arrebatado los huesos para
reemplazarlos por plomo; y la pluma se me cayó de la mano. Parpadeé entre
lágrimas y contuve un poco el aliento.
Pero no ocurrió nada. Ningún
perro se materializó frente a mí y seguí copiando las cuentas.
A la mañana siguiente me
desperté de repente, mucho antes de lo que se levantaría cualquier chica joven
en su sano juicio. Empecé a oír un tintinear incesante que resonaba por toda la
estancia. Wilda se agitó en sueños, con ese instintivo ceño fruncido tan propio
de ella.
Me abalancé hacia la ventana
entre una maraña formada por las sábanas y mi camisón. Contemplé el jardín
helado de abajo y vi a Samuel entre la perlada bruma que precede al alba.
Alzaba la vista y me miraba con el rostro arrugado en una leve sonrisa. En una mano
sostenía las riendas de su poni gris y en la otra, la cesta redonda.
Salí por la puerta y bajé las
escaleras antes de tener tiempo siquiera de algo tan mundano como pararme a
pensar. Me vinieron a la cabeza cosas como «Wilda te va a despellejar» o «Dios,
pero si estás en camisón», pero ya había abierto la puerta lateral y salido para
encontrarme con él.
Samuel bajó la vista hacia mis
pies descalzos, que se helaban en la escarcha, y luego contempló mi rostro
ansioso y desesperado. Me tendió la cesta por segunda vez. Saqué la bola de
pelo fría y soñolienta y la sostuve contra el pecho, donde se acurrucó aún más al
notar el calor entre mis brazos.
—Gracias, Samuel —susurré.
Sabía que era un agradecimiento
sin duda insuficiente, pero él parecía satisfecho. Agachó la cabeza para
dedicarme una reverencia, un gesto anticuado como el de un caballero montado en
su poni babeante que acepta el favor de su dama, y luego desapareció en el
nublo horizonte.
Dejemos clara una cosa: no soy
estúpida. Sabía que las palabras que había escrito en el libro de contabilidad
eran más que tinta en una página. Habían salido al mundo y retorcido la
realidad que lo conformaba de una manera invisible e incognoscible para traer a
Samuel bajo mi ventana. Pero también sabía que había una explicación más
racional: que había visto mi rostro desconsolado el día anterior y había
decidido hacer caso omiso de esa alemana vieja y amargada. Eso fue lo que
decidí creer.
Aun así, cuando llegué a mi
habitación y coloqué esa bola de pelo marrón entre un nido de almohadas, lo
primero que hice fue buscar una pluma en el cajón de mi escritorio. Encontré un
ejemplar de El libro de la selva, la abrí por las páginas en blanco que
había al final y escribí:
A partir de ese día, su perro y ella fueron
inseparables
(…)
A principios de verano, cuando
las hojas aún son verdes y están cubiertas de rocío, cuando da la impresión de
que el cielo es un lienzo recién pintado, Bad y yo nos encontrábamos
acurrucados juntos en los jardines releyendo el resto de libros del Mago
de Oz para prepararnos para el lanzamiento del nuevo. Acababa de terminar
mis clases de francés y de latín, y también las sumas y la contabilidad para el
señor Locke. Mis tardes eran libres y maravillosas ahora que la señorita Wilda
no estaba.
Lo cierto era que Bad merecía
llevarse casi todo el mérito. De haber podido personificar las peores
pesadillas de Wilda en una única criatura, esta habría sido muy parecida a ese
cachorro de ojos amarillos, patotas y exceso de pelaje marrón que no respetaba
en absoluto a las institutrices. El rostro de la mujer se había quedado descompuesto
la primera vez que lo había visto en mi dormitorio, y luego me había arrastrado
hasta el despacho del señor Locke aún con el camisón puesto.
—Deja de gritar, por Dios. Aún
no me he bebido el café. ¿A qué viene este alboroto? Pensé que había sido muy
claro al respecto. —El señor Locke se me había quedado mirando con esos ojos
fríos como el hielo y pálidos como la luna—. No lo quiero en mi casa.
Sentí que mi voluntad se
resquebrajaba y se estremecía, que se debilitaba ante su mirada, pero luego
pensé en las palabras ocultas que había escrito en la novela de Kipling:
Su perro y ella fueron inseparables.
Abracé con todas mis fuerzas a
Bad, miré a los ojos al señor Locke y apreté los dientes.
Pasó un momento. Luego otro. Y
otro. El sudor empezó a gotearme por la nuca, como si levantase un objeto muy
pesado. El señor Locke terminó por reír.
—Quédatelo. Parece ser muy
importante para ti.
Poco después, la señorita Wilda
desapareció de nuestras vidas con la misma presteza con la que un papel de
periódico se estropea al dejarlo al sol. La mujer no podía soportar a Bad, que
crecía a un ritmo alarmante. La criatura se comportaba conmigo de forma adorable
y juguetona, dormía entre mis piernas y se siguió subiendo a mi regazo incluso
cuando su tamaño lo convertía ya en toda una hazaña; pero su actitud con el
resto de humanos del lugar era francamente peligrosa. En seis meses, consiguió
echar a Wilda de nuestra habitación y exiliarla a los aposentos del servicio.
En ocho, Bad y yo teníamos el tercer piso casi entero para nosotros solos.
La última vez que vi a Wilda,
cruzaba el amplio jardín mirando de reojo hacia las ventanas de mi habitación
en el tercer piso con el gesto compungido de alguien que se retira de una
batalla perdida. Abracé a Bad con tanta fuerza que soltó un gemido, y luego pasamos
la tarde chapoteando en la orilla del lago para disfrutar de nuestra libertad.
Alix E. Harrow, las diez mil puertas de Enero
No hay comentarios:
Publicar un comentario