“Jim” me dice, “Jim, ¿qué pasa?” El ruido ha sido bestial, como si una ciudad entera se derrumbase. Al principio creí que había reventado una turbina, o la caldera. Creo que me he roto la muñeca al caer. Daniel está pringado de carbón de arriba a abajo. Sus ojos parecen ocuparle media cara. “Nada”, digo, “ya no pasa nada”. No soy más que un maquinista, pero sé contar. Solo hay botes para la mitad. Y yo no soy parte de esa mitad. Nunca me han gustado las cosas grandes: los rascacielos, el puente de Brooklyn, los trasatlánticos. Qué más da. Daniel se me acerca con pasos inseguros. El suelo está tan inclinado que tiene que apoyarse con una mano en la pared para avanzar. Al menos, las luces de emergencia funcionan. Estar completamente a oscuras sí me daría miedo. Daniel se detiene frente a mí. Me besa en la boca. “Siempre he querido hacerlo”, dice. Pegarle un puñetazo sería idiota, dadas las circunstancias. Se oye el acero retorciéndose, chirridos de metales que se frotan, un estruendo de catarata. Pero ni un grito. “¿Te has enfadado?”, dice, y se abraza a sí mismo para quitarse el temblor. “No, idiota, por qué me iba a enfadar”, le digo. Sonríe. Luego mira hacia la escalerilla rota. No hay nada más cabrón que la esperanza.
José Ovejero
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