lunes, 20 de agosto de 2018

TARDE DE TEATRO



El toque de las trompetas anunciando el inicio de la función sobresaltó al viejo Walter Roche, el maestro de pueblo, llegado a Londres para la ocasión después de un viaje largo y agotador. El viejo maestro nunca había visto tanta gente junta, ni tan revoltosa. El ruido resultaba ensordecedor, el gentío se arremolinaba junto a las entradas del nuevo edificio, había empujones, algunos perdían los nervios. Conseguir un pequeño espacio en el patio o en alguna de las gradas superiores parecía cuestión de vida o muerte.
El viejo Walter Roche precisó consultar de nuevo el papel con las instrucciones. Allí estaba cuanto debía hacer, explicado con toda claridad. Lo sacó trabajosamente de su faltriquera y achinó un poco los ojos para leer: Preguntad en la puerta tercera por un hombre llamado Peele. Mostradle esta carta de mi puño y letra y él os guiará hasta vuestro asiento. También os proporcionará una almohada para vuestra mayor comodidad. Sin ella el drama acaso os resultaría demasiado dramático.
Quien en otro tiempo fue su alumno conservaba su sentido del humor y su alegría habituales. «Es un mérito envejecer de buen humor», se dijo Roche, que no lo había conseguido. Mientras buscaba la tercera puerta y al tal Peele, el maestro constató que él no sería capaz de vivir ni un cuarto de hora en un lugar como aquel. No lo habría conocido nunca de no ser por la carta. La carta tenía la culpa de todo.
A lo largo de su prolongada vida como maestro, Walter Roche conoció a centenares de discípulos. Sería exagerado, además de pretencioso, afirmar que siempre supo que el hijo del guantero llegaría tan lejos. Cuando le preguntaban por él -cada vez con más frecuencia-, siempre recordaba su alegría, su arrojo, aquel afán por entender el mundo, de aquel niño tímido, diferente, que apenas tenía amigos. En realidad, lo que le hacía único era difícil de explicar. Una vez distinguió un ademán de sus manos, un rictus de sus labios... Era un chiquillo tocado por el destino, no encontraba otra explicación. Los dioses, a saber cuáles, le habían elegido. Hay cosas que no pueden explicarse de otro modo.
Por fin dio con la puerta, frente a la cual aguardaba un hombre cuyo único cometido parecía ser controlar a una multitud incontrolable. Se acercó a él como pudo y le mostró el papel. Por respuesta obtuvo una sonrisa sincera, la primera del día, que agradeció como un regalo. El hombre gritó junto a su oído, tratando de imponerse a los bramidos del gentío:
-Venid conmigo, señor. -Y entró en el teatro por la puerta que antes custodiaba.
Las viejas piernas del maestro aún eran fuertes. No se fatigó demasiado durante la subida a la primera galería. Una vez allí, el guía recorrió el pasillo que rodeaba las gradas de los espectadores hasta el balcón de los músicos, que quedaba sobre el escenario y a la vez dentro de él. Es el mismo lugar que ocupaban la reina y su séquito cuando acudían a las representaciones. Walter Roche, poco acostumbrado a tratos tan preferentes, se incomodó de verse en tal lugar.
-Su almohada, señor. -Ofreció el acompañante, tendiéndole un pequeño rectángulo rojo que había de colocar entre sus posaderas y la madera del asiento.
Antes de que Walter Roche pudiera agradecérselo, el guía había desaparecido. En el balcón se preparaban los músicos, y le dedicaron una sonrisa amistosa. Él correspondió con timidez de personaje fuera de lugar.
El viejo maestro de escuela tenía desde allí, en esos minutos previos, una magnífica panorámica de las gradas superpobladas. Pensó que le habría gustado más, y le habría parecido más justo, sentarse entre los demás, ocupar un diminuto espacio entre la multitud, aun a costa de aguantar gritos y codazos. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho él para merecer un trato de preferencia? O como siempre trató de enseñar a sus alumnos, ¿en qué se diferencian unos hombres de otros? ¿Por qué algunos creen merecer privilegios?Corno le gustaba observar, entretuvo la espera fijándose en los detalles. Los colores alegres de los vestidos de las damas. Las cáscaras de cacahuete que caían al patio, arrojadas por los más hambrientos. Los saludos a voces de vecinos contentos de verse de extremo a extremo del teatro. Ciertos retazos de conversación versaban sobre el argumento de otra comedia. O sobre un pedazo de la vida de alguien que bien parecía una obra de teatro.
Walter Roche, el viejo maestro, recordó las representaciones escolares, siempre tan caóticas. Los muchachos sentían vergüenza de ponerse ante el público. Casi nunca se les escuchaba bien. Tenían voces de pajarillo asustado. Y allí estaba él, para repetir siempre lo mismo, porque en eso consistía, en parte, su trabajo: decir siempre lo mismo, con la misma sempiterna paciencia. «Habla más alto, imagina que tus padres se sientan al fondo, vocaliza bien, recita de modo que se entienda lo que quieres decir. Porque, veamos, ¿tú entiendes lo que estás diciendo?». El pequeño actor meneaba la cabeza con energía y fruncía los labios. «¿Lo ves? ¡Pues ese es el problema! ¿Cómo vas a convencer a alguien si ignoras de qué?».
No quiso recordar mucho por si le confundía con algún otro. En la memoria de un maestro están todos sus alumnos, pero los detalles se desdibujan con el tiempo. Juraría, sin embargo, que era él quien se ponía siempre tan nervioso antes de salir al escenario, como si en cada representación se estuviera jugando la vida. Lo entendió de pronto: se la estaba jugando. Su pequeño pupilo asustado escribía el prólogo de su futuro. Hay cosas que un maestro sabe antes que el resto del mundo pueda descubrirlas. Qué suerte.
Aquellas representaciones sin orden ni concierto, donde todos sufrían lo suyo, fueron una revelación. Incluso el profesor de Griego y Latín, un londinense que presumía de haber estudiado en Oxford, y se quejaba del lamentable oído de sus pupilos para el griego, aplaudió con ganas. De aquella velada lejana recordó Roche también la presencia de la madre entre el público. Mary Arden se sentó en la segunda fila, justo después del claustro de profesores, con las manos cruzadas sobre el regazo, la expresión más severa que orgullosa, expectante, como preguntándose: «A ver qué es lo que vais a hacer para sorprenderme». No podía disimular su preocupación. ¿Y si el hijo tartamudeaba? ¿O tropezaba? ¿O se mofaban de él? El hijo sensible, con gustos raros, sin amigos. El caracol sin concha que ella debía proteger del mundo.
Fue el viejo maestro Walter Roche quien un día la llamó, qué atrevimiento, para darle un consejo que nadie le había pedido. Creía conocer a su discípulo y creía saber el modo de ayudarle.
-El librero Jenkins es amigo mío -le dijo a Mary Arden-. Está de acuerdo en que vuestro hijo sacaría mucho provecho de leer todos los días.
-Pero nosotros -se apresuró a responder la mujer- no somos lo bastante ricos para comprar libros.
-De eso, precisamente, quería hablaros. Si vuestro esposo lo encontrara oportuno, el muchacho podría acudir a casa del librero dos o tres horas por las tardes. Allí hay mucho que leer, y de buena calidad.
Mary Arden vaciló. Aquella era una propuesta demasiado extraña.
-Mi marido se encuentra en uno de sus viajes de negocios -susurró, para ganar tiempo, antes de añadir-: Pero si vos pensáis que eso le hará bien al muchacho...
-Estoy seguro -dijo el maestro-. Seguir los anhelos más profundos del corazón es un modo de no extraviarse.
El segundo toque de las trompetas devolvió a Walter Roche a su lugar en el balcón de honor del teatro. La almohada, que seguía bien colocada allá donde debía estar, resultaba insuficiente: sus huesos prominentes se clavaban en la silla y comenzaban a dolerle. Temió que la función se le hiciera demasiado larga.
Pero en cuanto el presentador o corifeo salió a escena, renació su interés. Se pedía al público benevolencia y se anunciaba el tema del drama, que le interesó. El vestuario, según pudo ver, era rico; la dicción le parecía dulce; el ritmo, musical, y el argumento prometía emociones auténticas. Walter Roche se acomodó en el asiento y dejó que su corazón le guiase.
La obra se llamaba El Rey Lear. Sonó la música y los actores irrumpieron en tropel sobre el escenario. El viejo rey y sus tres hijas. Su majestad estaba consternado. Quería saber cómo era la naturaleza del amor que inspiraba a sus herederas. Un examen con finalidades sucesorias: el reino debía repartirse. El rey era un imbécil que no entendía nada y la obra a ratos parecía un cuento. Walter Roche estaba disfrutando de verdad. Los cuentos le recordaban a su madre, a la vieja nodriza, al bosque junto al pueblo, a los inviernos de su infancia. Los gustos son los hijos de las emociones verdaderas.
-Londres está muy lejos -le dijo al alumno, cuando ya era lo bastante mayor para equivocarse sin ayuda.
-Lo sé, pero es allí donde encontraré lo que busco.
-Entonces, te deseo mucha suerte.
Se hizo un silencio cargado de palabras no pronunciadas.
-Sin vos, yo nunca...
-¡Tonterías! Hice contigo lo mismo que con todos los demás. ¡Márchate!
Pero el muchacho, ya un hombre, no se iba. Le miraba fijamente.
-Prometedme una cosa -prosiguió-. Que si lo logro vendréis a verme.
-¿A Londres? -lo dijo como si Londres estuviera más allá de los abismos donde, se suponía, se acababa el mundo-. ¡Londres está demasiado lejos!
El alumno, decepcionado, calló. El maestro, avergonzado, también.
-Os escribiré. -Fueron las palabras que acompañaron a aquella despedida sin adioses.
Muchos años después, el viejo maestro Walter Roche se preguntaba por qué no vino antes. Por qué no contestó a las invitaciones anteriores. Por qué se hizo de rogar. Forzar a otro a que insista es un modo de arrogancia. Se regañó por dentro: nunca se creyó un hombre importante. Ejerció su trabajo lo mejor que supo, nada más. Ignoraba qué pudo aportar él al hombre que se movía por el escenario como pez en el agua. No podía creer que las palabras que estaba escuchando tuvieran algo que ver con su historia, con su cometido. Solo reconoció los ecos de un clásico, frases llamadas a perdurar. Lo que oía era en todo superior a si mismo.
La primera carta llegó a las pocas semanas de la despedida. Ya tengo mi primer trabajo en el teatro, uno pequeño. Soy apuntador. Escribo un drama en el tiempo que me sobra. La segunda llegó tres meses después: Soy actor, debuto el domingo. Solo tengo tres líneas, pero por algo hay que empezar. Y, alegraos por mí, parece que mi primera obra va a estrenarse.
El corresponsal, agotado por el mucho trabajo o desanimado por la falta de respuestas del maestro, espació más las misivas, pero nunca dejó de enviarlas. Me han escogido en la compañía de actores de Lord Chamberlayne. Representamos con mucho éxito una obra de Ben Jonson y yo actúo en el segundo papel. ¡Voy progresando! Confiad en mí.
El espectáculo tocaba a su fin y Walter Roche comenzaba a lamentarlo. Estaba disfrutando como nunca. Los actores no languidecían, a pesar del esfuerzo, y el público parecía ahora más animado que al principio. La última intervención de la banda de músicos mereció un aplauso ensordecedor. Walter Roche se preguntó qué debían de sentir los actores durante los aplausos. Tal vez era eso lo que su alumno buscaba cuando se marchó. De pronto comenzaron a repicar las campanas de la iglesia vecina, sumándose al jolgorio. Regresaron las trompetas. La noche caía como un telón.
Los actores salieron a saludar. Fueron recibidos con una ovación conmovedora. Uno por uno correteaban por el escenario. Cuando salió el rey, la gente pareció enloquecer. El viejo maestro sintió cómo los latidos de su corazón se aceleraban. Buscó la carta que había recibido hacía tan solo un mes. Por alguna extraña razón, necesitaba verla de nuevo, tocarla. Desde un rato antes se sentía lejos de la realidad, como si también él formara parte de un cuento. Leyó:
Querido maestro: Os saluda con el respeto de siempre uno de los nuevos propietarios de un hermoso teatro del barrio de Southwark, junto al río Támesis. Lo hemos bautizado The Globe porque queremos que se parezca al mundo en variedad y complejidad. Es aquí donde a partir de ahora van a estrenarse todas mis obras. La siguiente llevará por título El rey Lear, y nada me haría más feliz que veros allí el día del estreno. Ya sé que tenéis mucho que hacer y muy importante, pero este alumno que os quiere se sentiría muy honrado si le regaláis vuestro tiempo y vuestra presencia. Creo que disfrutaréis. Con amor, vuestro William Shakespeare.
Cuando el viejo maestro de pueblo Walter Roche levantó la mirada de nuevo hacia el escenario, descubrió los ojos de William clavados en él. Reconoció el brillo del destino en el gesto y en la mirada de su alumno William. Sonrió, feliz de haber acudido. William le devolvió el gesto, con lágrimas en los ojos. Sobre la escena y la ciudad, la noche parecía la techumbre del inmenso escenario que es el mundo.

Care Santos

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