jueves, 30 de noviembre de 2017

LA DAGA DEL DRAGÓN


Bregan era un buen herrero y en todas las aldeas de la vecindad de Aquae Sulis nadie le superaba en la confección de las mejores hojas para guadañas y hoces. Pero hasta hoy, el forjador nunca había expuesto su vena artística en ninguno de los instrumentos agrícolas elaborados por sus manos.
Sin saber cómo, el herrero había diseñado y logrado un dragón de hierro. Esta criatura no tenía nada que ver con el pequeño y malevolente juguete que Llanwith tenía en su daga, ésta era una criatura de tal poder que parecía haber saltado por sí misma desde las vetas de hierro de las montañas. El cuerpo y la cabeza de la bestia formaban la empuñadura que estaba hábilmente calculada para que pudiese asirse con firmeza, con la boca rugiente del dragón al final del vástago. Las alas metálicas semidesplegadas se curvaban hacia atrás de tal forma que ofrecían su protección a la mano que la empuñase. La cola del dragón se doblaba hacia adelante en una extraña espiral hasta entrar por la boca del dragón al final del pomo y así, la mano del dueño quedaba acunada en un puño de hierro.
La empuñadura estaba tapizada con piel de pescado, que envolvía el cuerpo del dragón, brindando un suave acolchado a la mano del dueño. Las fauces abiertas y el hueso en la frente de la cabeza enredada formaban dientes de sierra en el pomo, ideal para golpear a corto alcance. La empuñadura imitaba las escamas de un gran dragón, creando una daga que era a la vez tan extraña como exótica e inigualable.
Bregan había fabricado un arma muy distinta a las simples empuñaduras rectas de las espadas cortas romanas o incluso a las hojas celtas que poseían tan bella decoración doble. Aquí, se trataba de una hoja que no era ni daga ni espada, confeccionada tanto para atacar como para proteger, de tal manera que su dueño no debiera temer que una estocada inesperada del enemigo lastimara sus dedos o la hicieran saltar de su mano. Esta daga era un milagro de funcionalidad y belleza.
Artorex quedó tan boquiabierto, con la mandíbula caída, que provocó la mofa de Gallia, porque le recordaba la cabeza de uno de los pescados que vendía su hermano.
—He rechazado varios pretendientes porque parecían bacalaos —se rió, pero sus ojos no se apartaban del extraño instrumento de muerte.
—Nunca he visto nada parecido —se maravilló Artorex—. ¿Veis? Las alas del dragón protegen mis nudillos, mientras que la cola resguarda el dorso de mi mano y mis dedos. Bregan ha creado una obra maestra.
—Lo merecíais —insistió Gallia con convencimiento.
—No —murmuró él—. No tengo ningún tótem y menos un dragón. Hombres como el príncipe Llanwith merecen la protección de esta bestia. ¿Pero quién soy yo para llevar la serpiente alada de los reyes celtas?
—Sois mi esposo. Sois heroico y noble y no estoy dispuesta a escuchar vuestras tonterías. ¿Lo oís, Licia? Vuestro padre pretende ser sólo un hombre más… ¡el muy tonto! Nosotras sí sabemos que no es así, ¿verdad, mi dragoncilla?
Cuando Targo vio el arma por primera vez, la acarició con sus dedos encallecidos, como si fuera el cuerpo de una mujer.
—Bregan ha estado trabajando más de un año en esta arma. Durante muchos días pensó en cómo diseñarla, buscando un tótem que os hiciese justicia. Finalmente eligió el dragón, porque lo llevaban las legiones romanas y también porque es una criatura que nace del fuego. Os ha hecho un arma distinta a todas las que he visto, una que sirve para equilibrar la espada. Está fuera del alcance largo, pero es mortal si encuentra una abertura. En verdad os envidio el regalo.
Los hombres de la villa se quedaron estupefactos ante el diseño de la daga del dragón y muchos la cogieron en sus manos para apreciar su perfecto equilibrio. El regalo de Bregan llevó a muchos otros guerreros a su forja en los años siguientes, pero ninguna de las armas que diseñó llegaron a igualar la belleza del cuchillo de hierro. Más tarde, Artorex recibiría armas con empuñaduras de oro, plata y oro blanco y guarniciones decoradas con gemas de gran valor, pero el dragón de hierro de Bregan nunca dejaría de estar al alcance de su mano.
Con estas cosas se forjan las leyendas.

M. K. Hume, El Rey Arturo: El Hijo del Dragón

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