jueves, 2 de noviembre de 2017

CUENTO DE NOVIEMBRE


El brasero era pequeño y cuadrado, y estaba hecho de un metal viejo oscurecido por el fuego, podría haber sido cobre o latón. A Eloise le llamó la atención cuando lo vio en el mercadillo porque tenía grabados unos animales que podrían haber sido dragones y serpientes marinas. A uno de ellos le faltaba la cabeza. 
Sólo costaba un dólar y Eloise lo compró, junto con un sombrero rojo con una pluma a un lado. Empezó a arrepentirse de haber comprado el sombrero incluso antes de llegar a casa, y pensó que quizá se lo regalara a alguien. Pero cuando llegó a casa se encontró la carta del hospital y dejó el brasero en el jardín trasero y el sombrero en el armario que había en la entrada, y no volvió a pensar en ellos. 
Pasaron los meses y también sus ganas de salir de casa. Cada día se sentía más débil y cada día le robaba más energía que el anterior. Trasladó la cama a la habitación de la planta baja, porque le dolía todo al caminar, porque estaba demasiado cansada para subir las escaleras, porque era más sencillo. 
Llegó noviembre y con él la certeza de que jamás vería la Navidad. 
Hay cosas que no puedes abandonar, cosas que no puedes dejar para que las encuentren tus seres queridos cuando te hayas marchado. Cosas que debes quemar. 
Se llevó al jardín una carpeta de cartón negro llena de papeles, cartas y fotografías viejas. Llenó el brasero de ramas secas y esas bolsas de papel marrón del supermercado, y les prendió fuego con un mechero para barbacoas. Esperó a que ardieran para abrir la carpeta. 
Empezó con las cartas, en particular con las que no quería que viera nadie. Cuando estaba en la universidad, hubo un profesor y una relación, si se podía llamar así, que se volvió muy oscura y se estropeó muy deprisa. Guardaba todas sus cartas unidas con un clip y fue dejándolas caer en las llamas de una en una. Había una fotografía de los dos juntos y la soltó en el brasero al final de todo, y contempló cómo se enroscaba y ennegrecía. 
Cuando alargó el brazo para coger el siguiente recuerdo de la carpeta, se dio cuenta de que no se acordaba del nombre del profesor, ni de lo que enseñaba, ni del motivo por el que la relación le había hecho tanto daño y la había dejado al borde del suicidio durante el año siguiente. 
A continuación había una fotografía de su perra, Lassie, tumbada boca arriba junto al roble del patio. Lassie ya llevaba muerta siete años, pero el árbol seguía allí, el frío de noviembre lo había deshojado. Tiró la fotografía en el brasero. Había querido a esa perra. 
Miró el árbol, recordando… 
No había ningún árbol en el patio. Ni siquiera había un tocón; sólo el césped deslucido de noviembre, lleno de hojas caídas de los árboles vecinos. 
Eloise lo vio y no le preocupó pensar que se había vuelto loca. Se levantó con el cuerpo rígido y entró en casa. Su reflejo en el espejo la sorprendió, como le ocurría últimamente. Tenía el pelo muy fino y escaso, y el rostro demacrado. 
Cogió los papeles que había en la mesita de noche de su cama improvisada: encima de la pila había una carta de su oncólogo, y bajo ella una docena de hojas llenas de números y palabras. Había más papeles debajo, todos con el logo del hospital en la primera página. Los cogió todos y, por si acaso, cogió también las facturas del hospital. El seguro cubría la mayor parte, pero no todo. 
Al salir, se detuvo un momento en la cocina a tomar aliento. 
El brasero la aguardaba y arrojó su información médica a las llamas. Contempló cómo los papeles se ponían marrones, después negros, y al final se convertían en ceniza que se llevaba el viento de noviembre. 
Cuando se hubo quemado el último informe médico, Eloise se levantó y entró en casa. El espejo del pasillo le mostró una Eloise que le resultaba familiar y desconocida al mismo tiempo: tenía una espesa melena castaña y sonreía desde el otro lado del espejo como si amara la vida y dejara a su paso una estela de consuelo. 
Eloise fue al armario del pasillo. Había un sombrero rojo en la estantería que apenas recordaba, pero se lo puso, pensando preocupada que el color rojo haría que su rostro se viera apagado y amarillento. Se miró al espejo. Le quedaba bien. Se ladeó el sombrero con picardía. 
Fuera, los últimos trazos del humo que emanaba del brasero negro decorado con serpientes se perdían en el gélido aire de noviembre. 

Neil Gaiman

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