El capitán Nemo se levantó y yo
le seguí. Por una doble puerta situada al fondo de la pieza entré en una sala
de dimensiones semejantes a las del comedor.
Era la biblioteca. Altos muebles
de palisandro negro, con incrustaciones de cobre, soportaban en sus anchos
estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las
estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte
inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente
cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad,
servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro
había una gran mesa cubierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos
periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro globos
deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto.
Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente
amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos.
-Capitán Nemo -dije a mi
huésped, que acababa de sentarse en un diván-, he aquí una biblioteca que honraría
a más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca
pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.
-¿Dónde podría hallarse mayor
soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar tanta calma en su
gabinete de trabajo del museo?
-No, señor, y debo confesar que
al lado del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o siete mil volúmenes,
¿no?
-Doce mil, señor Aronnax. Son
los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acabó para mí el
día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel día
compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde entonces quiero
creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor profesor, esos
libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda libertad.
Di las gracias al capitán Nemo,
y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de
ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi ni
una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba allí
severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos
libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos, se hallaran
clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el capitán del Nautilus
debía leer corrientemente los volúmenes que su mano tomaba al azar.
Entre tantos libros, vi las
obras maestras de los más grandes escritores antiguos y modernos, es decir, todo
lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la poesía, la
novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde Jenofonte hasta
Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los principales fondos de
la biblioteca estaban integrados por obras científicas; los libros de mecánica,
de balística, de hidrografía, de meteorología, de geografía, de geología, etc.,
ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las obras de Historia Natural, y
comprendí que constituían el principal estudio del capitán. Vi allí todas las
obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sainte-Claire Deville,
de Chasles, de Milne-Edwards, de Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de
Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de Agassiz,
etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de diferentes
sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes
que me habían valido probablemente esa acogida, relativamente caritativa, del
capitán Nemo. Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titulada Los
fundadores de la Astronomía me dio incluso una fecha de referencia; como yo
sabía que dicha obra databa de 1865, pude inferir que la instalación del Nautilus
no se remontaba a una época anterior. Así, pues, la existencia submarina del
capitán Nemo no pasaba de tres años como máximo. Tal vez -me dije- hallara
obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía
mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más
nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.
Julio Verne, 20000 Leguas de
Viaje Submarino
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