El
Támesis es una bestia inmunda: avanza sinuoso por Londres como un lución o una
serpiente marina. Todos los ríos desembocan en él, el Fleet y el Tyburn y el
Neckinger, llevando consigo toda la suciedad y la espuma y los residuos, los
cadáveres de gatos y perros, y los huesos de ovejas y cerdos hasta las aguas
marrones del Támesis, que se las lleva al este hasta el estuario y, desde allí,
las arrastra hacia el mar del Norte y el olvido.
Está
lloviendo en Londres. La lluvia arrastra la porquería hasta las alcantarillas,
y alimenta los arroyos hasta convertirlos en ríos, y los ríos en criaturas
poderosas. La lluvia es ruidosa, salpica y golpetea y repiquetea en los
tejados. Si lo que cae del cielo es agua limpia, sólo tiene que tocar Londres
para convertirse en suciedad, para mezclarse con el polvo y convertirse en
barro.
Nadie
se la bebe, ni el agua de lluvia ni la del río. La gente hace chistes sobre el
agua del Támesis, dicen que te mata al instante, y no es verdad. Hay traperos
que se sumergen en el río en busca de los peniques que tira la gente, luego
salen a la superficie, escupen el agua, se estremecen y enseñan las monedas. No
mueren, claro, por lo menos no mueren de eso, aunque no hay traperos de más de
cincuenta años.
A
la mujer no parece importarle la lluvia.
Pasea
por los muelles de Rotherhithe, como ha hecho durante años, durante décadas.
Nadie sabe cuántos años lleva haciéndolo porque a nadie le importa. Ella pasea
por los muelles o se queda mirando fijamente el mar. Contempla los barcos, que
cabecean anclados. Debe de hacer algo para evitar que su cuerpo y su alma se
disocien, pero ninguno de los trabajadores del muelle tiene la más remota idea
de lo que puede ser.
Te
refugias del diluvio bajo el toldo de lona que ha desplegado un velero. Al
principio crees que estás solo ahí abajo, porque ella está quieta como una
estatua y mira fijamente a través del agua, aunque la cortina de agua no deja
ver nada. La otra orilla del Támesis ha desaparecido.
Y
entonces te ve. Te ve y empieza a hablar, pero no te habla a ti, oh, no, sino
al agua gris que cae del cielo gris al río gris. Y dice:
—Mi
hijo quería ser marinero.
Y
tú no sabes qué contestar ni cómo contestar. Tendrías que gritar para hacerte
oír por encima del rugido de la lluvia, pero ella habla y tú escuchas. Te
sorprendes estirando el cuello y
esforzándote para oír sus
palabras.
—Mi
hijo quería ser marinero.
»Le
dije que no se hiciera a la mar. Soy tu madre, le dije. La mar no te amará como
yo, ella es cruel. Pero él replicó: oh, madre, necesito ver mundo. Necesito ver
el amanecer en el trópico, y ver el baile de la aurora boreal en el cielo
ártico, y por encima de todo necesito hacer fortuna y entonces, cuando lo haya
conseguido, volveré contigo, te construiré una casa, y tendrás criados, y
bailaremos, madre, ya verás cómo bailaremos…
»¿Y
qué haré yo en una casa elegante?, le pregunté. Tú y tu palabrería; eres un
necio. Le hablé de su padre, que nunca regresó de la mar: había quien decía que
murió y lo tiraron por la borda, mientras que otros aseguraban sin pestañear
que lo habían visto regentando un prostíbulo en Ámsterdam.
»Tanto
da. La mar se lo llevó.
»Cuando
tenía doce años, mi hijo se escapó a los muelles y se enroló en el primer barco
que encontró; me dijeron que se había ido a Flores, en las Azores.
»Hay
barcos de mal agüero. Barcos malos. Les dan una mano de pintura después de cada
catástrofe y les ponen un nombre nuevo para engañar a los incautos.
»Los
marineros son supersticiosos. Se corre la voz. El capitán de ese barco lo hizo
encallar siguiendo las órdenes de sus propietarios, para defraudar al seguro; y
luego, después de repararlo y dejarlo como nuevo, lo abordan los piratas; y
después coge un cargamento de mantas y se convierte en un barco apestado
tripulado por los muertos, y sólo tres hombres lograron llevarlo hasta el
puerto de Harwich…
»Mi
hijo había embarcado en un barco maldito. Fue en el viaje de vuelta a casa,
cuando venía a traerme su sueldo (era demasiado joven para habérselo gastado en
mujeres y grog), cuando se desató la tormenta.
»Era
el más pequeño del bote salvavidas.
»Dijeron
que lo echaron a suertes, pero yo no me lo creo. Él era más pequeño que ellos.
Después de ocho días a la deriva en un barco, estaban hambrientos. Y si lo
echaron a suertes, hicieron trampa.
»Rebañaron
sus huesos, uno a uno, hasta dejarlos relucientes, y se los dieron a su nueva
madre, la mar. Ella no derramó lágrimas y los aceptó sin mediar palabra. Es
cruel.
»Algunas
noches desearía que no me hubiera contado la verdad. Podría haberme mentido.
»Le
entregaron los huesos de mi hijo a la mar, pero el primer oficial del barco,
que conocía a mi marido y a mí también mejor de lo que creía mi esposo, a decir
verdad, se quedó un hueso de recuerdo.
»Cuando
regresaron a tierra, todos juraban que mi hijo había muerto en la tormenta que
hundió el barco; él vino a verme por la noche y me contó la verdad, y me dio el
hueso, por el amor que un día había habido entre nosotros.
»Le
dije: lo que has hecho está mal, Jack. Te has comido a tu hijo.
»Aquella
noche la mar también se lo llevó a él. Se internó en ella con los bolsillos
llenos de piedras, y anduvo mar adentro. No sabía nadar.
»Y
yo me colgué el hueso del cuello en una cadena para recordarlos a los dos, por
la noche, cuando el viento azota las olas del océano y las arrastra hasta la
arena, cuando el viento aúlla entre las casas como el llanto de un bebé.
La
lluvia está aflojando y piensas que la mujer ha terminado, pero entonces te
mira por primera vez y parece que esté a punto de decir algo.
Ha
cogido algo que lleva colgado al cuello y te lo está acercando.
—Mira
—dice. Cuando la miras a los ojos adviertes que son tan marrones como el
Támesis—. ¿Quieres tocarlo?
Te
dan ganas de arrancárselo del cuello y tirarlo al río para que los traperos
decidan si se lo quedan o prefieren dejarlo allí. Pero sales tambaleándote de
debajo del toldo de lona y el agua de lluvia te resbala por la cara como si
fueran las lágrimas de otra persona.
Neil Gaiman
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