Todo el mundo
sabe que, cuando el Príncipe Azul despertó a la Bella Durmiente, tras un sueño
de cien años, se casó con ella en la capilla del Castillo y, llevando consigo a
la mayor parte de sus sirvientes, la condujo, montada a la grupa de su caballo,
hacia su reino. Pero, ignoró por qué razón, casi nadie sabe lo que sucedió
después. Pues bien, éste es el verdadero final de aquella historia.
El reino donde
había nacido el Príncipe, y del que era heredero, estaba muy alejado del de su esposa.
Tuvieron que atravesar bosques, praderas, valles y aldeas. Allí por donde ellos
pasaban, las gentes, que conocían su historia, salían a su paso y les
obsequiaban con manjares, vinos y frutas. Así, iban tan abastecidos de cuanto
necesitaban, que no tenían ninguna prisa por llegar a su destino. No es de
extrañar, pues aquél era su verdadero viaje de novios y estaban tan enamorados
el uno del otro que no sentían el paso del tiempo.
Cuando
acampaban, los sirvientes levantaban tiendas, disponían la mesa bajo los
árboles y extendían cojines de pluma de cisne para que reposaran sobre ellos.
Así, poco a poco, y sin que apenas se dieran cuenta, fueron pasando los días,
los meses, y la Princesa comunicó al Príncipe que estaba embarazada y que su
embarazo ya era bastante avanzado. Entonces comprendieron cuanto estaba durando
aquel viaje, viaje que luego recordarían como una de las cosas más hermosas y
felices que les habían ocurrido. Algunas veces, cuando el paraje que
atravesaban era propicio, el Príncipe Azul, que era muy aficionado a la caza
—como casi todos los hombres de aquella época—, organizaba cacerías, y a que
llevaban con ellos a todos los monteros y ojeadores que también habían
acompañado en su largo sueño a la Princesa, gracias a lo previsores que habían
sido sus padres. Aunque todos parecían un poco amodorrados, porque uno no está durmiendo
durante cien años para luego despertarse ágil y animoso. La Princesa parecía
una rosa recién cortada pero, naturalmente, el beso del Príncipe que la
despertó no se repitió en cuantos la acompañaban. Bastante tuvieron con
despertarse por su cuenta, una vez roto el maleficio de la perversa hada, que
les encantó de forma tan injusta como estúpida.
Así, iban
quedando atrás los bosques umbríos donde gruñía el jabalí, las praderas verdes donde
pacían las ciervas con sus cervatillos, las fuentes donde, según decían, de
cuando en cuando solían aparecerse las hadas, y los misteriosos círculos de
hierba apisonada, aún calientes —el Príncipe Azul y la Bella Durmiente los
palpaban con respeto y un poco de temor—, donde, a decir de sirvientes y
aldeanos, danzaban las criaturas nocturnas —silfos, elfos, hadas y algún que otro
gnomo— en las noches de luna llena.
Fueron
haciéndose cada vez más raros los pájaros alegres, ruiseñores y petirrojos,
abubillas y riacheras, y aquellos otros, de nombre desconocido, que parecían
flores errantes. Desaparecieron las bandadas de mariposas amarillas, las aves
emigrantes que volaban hacia tierras calientes; se apagó el cristalino vibrar
de las libélulas sobre el silencio de los estanques. Día a día, iban
adentrándose en tierras oscuras, donde el invierno acechaba detrás de cada
árbol. Los bosques se hacían más y más apretados y oscuros, más largos y
difíciles de atravesar. Las hojas se habían teñido de un rojo amoratado, y
aunque bellísimas, si el sol cuando llegaba hasta ellas les arrancaba un
resplandor maravilloso, la Princesa sentía un oscuro temblor, y se abrazaba al Príncipe.
Al cabo de
unos días, se adentraron en una región sombría y pantanosa. Ya no acudían
gentes a recibirles con presentes y músicas. Entre otras razones, por la muy
poderosa de que no aparecían por ninguna parte pueblos, aldeas o villas. El
otoño estaba muy avanzado, pero no se veían y a hojas doradas, ni rojas, ni
atardeceres de color púrpura. Las nubes tapaban el cielo, árboles desnudos
alzaban sus brazos retorcidos contra el cielo, y sólo páramos y roquedales
salían a su encuentro. Los sirvientes y monteros estaban bastante inquietos.
Incluso alguno de ellos huyó durante la noche. De modo que el séquito era cada
vez menos numeroso. Aparecieron aquí y allá esqueletos de animales, y aves
lentas, oscuras y de largos gritos planeaban en círculo sobre sus cabezas.
Al fin,
entraron en un bosque tan espeso y oscuro, que los ray os del sol, débiles y
escasos, apenas se abrían paso en él. No se parecía en nada a los bosques que
la Princesa recordaba de su niñez, ni a los que había conocido durante la
primera etapa de su viaje. Era un bosque salvaje, obstruido por raíces
gigantescas, donde abrirse camino requería gran esfuerzo. Las noches pobladas
de gritos de lechuzas sobresaltaban su sueño, y apenas volvían a dormirse,
amanecía. Lejos quedaban las noches cálidas bajo las estrellas, cuando, en la
tienda de seda roja que habían armado los sirvientes, se abrazaban y amaban el
joven Príncipe y la joven Princesa. Ahora también se abrazaban, pero su abrazo
estaba dividido entre el amor y el miedo.
Aquél era, sin
duda alguna, un bosque diferente a todos los conocidos. Y, cuando menos se esperaba,
el largo aullido de algún animal desconocido lo atravesaba y dejaba su eco
colgando de las ramas que, luego, el viento sacudía y esparcía. « Acaso —pensó
la Princesa— sea un bosque embrujado» . Porque, en ocasiones, pudo distinguir
entre los helechos, las ortigas y la alta hierba, carreras veloces o huidas de
diminutas e inquietantes criaturas que ella jamás había visto antes, y de las
que sólo su nodriza le había hablado en su infancia. Dos o tres veces creyó distinguir
sus caritas, que a primera vista parecían traviesas, para inmediatamente
traslucir una refinada maldad. Luego, desaparecían entre las altas hierbas, y
ella no sabía decirse si fueron verdaderas o las había imaginado o confundido
con insectos, pequeños animales o diminutas criaturas del fondo de la maleza.
Cuando por fin
decidió preguntar al Príncipe el porqué de aquellas apariciones, se dio
cuentade que él no parecía haberlas notado. Es más, no se mostraba inquieto, ni
temeroso, sino más bien tranquilo y confiado.
—Estamos ya en
las tierras de mi padre —dijo.
Y parecía
satisfecho.
Al fin,
penetraron en un tramo del bosque donde todo aparecía tan oscuro, apretado y retorcido
como ella jamás pudo imaginar. Los árboles, las ramas y hasta los helechos se contorsionaban
de tal manera que, más que un bosque, parecía un nido de pulpos gigantescos.
—¿Éste es tu
reino…? —le pregunto, llena de inquietud al Príncipe Azul.
Pero él la
abrazo y dijo:
—Mi reino eres
tú y yo soy tu reino.
Tras lo cual,
ella no supo que contestar, y sus pensamientos se desviaron hacia otros asuntos
mucho más placenteros.
Día a día,
mientras avanzaban por aquel bosque que parecía no iba a terminar nunca, los caballos
se asustaban, se encabritaban y los servidores, incluso los monteros, huían. El
séquito de la Princesa se había reducido, casi, a menos de la mitad. Ni
siquiera había permanecido a su lado una sola de las doncellas. Encantadas por
el clima de amor y felicidad de los primeros tiempos, se habían enamorado, ora
de este palafrenero, ora de aquel paje, ora de este montero… y habían desaparecido
con ellos, hacia quien sabe dónde.
Un día, la
Princesa, que sentía y a en sus entrañas los jugueteos del niño que llevaba
dentro, pregunto:
—Cuando me
despertaste con un beso, los árboles y los arbustos florecían, y la hierba, y hasta
las ortigas, despedían un maravilloso perfume, que nunca olvidare… ¿Qué ha
pasado? ¿Por qué han desaparecido el canto de los mirlos, y las flores, y el
sol?
—Es que
entonces era primavera —contesto el Príncipe— y ahora se acerca el invierno… Pero,
a nosotros, ¿que nos importa?
Y se
abrazaron, y se amaron, y todo lo demás desapareció a su alrededor.
Desapareció en
su mente, pero no en la realidad que les rodeaba. Ellos pensaban que ni la oscuridad,
ni la perversidad que se ocultaba tras el tallo de cada hoja, ni los aullidos
de los lobos que acechaban a su paso, existían realmente. Claro que ninguno de
los dos había alcanzado eso que las gentes llaman edad de la razón.
Y a pesar de
todo, a medida que se adentraban más y más en el bosque, más y más iba encogiéndose
el corazón de la Princesa, ovillándose en sí mismo, como uno de aquellos animalitos
tan suaves y confiados, que caen atrapados en la primera trampa tendida a su
paso.
Y por fin, un
día, salieron del bosque y dejaron atrás el último de sus árboles.
Sobre un
montículo rocoso, rodeado de niebla, apareció la silueta de un castillo.
Parecía formar parte de la niebla, era en sí mismo como una figura hecha de
niebla aún más oscura, de contornos imprecisos.
—¿Es este tu
castillo? —pregunto tímidamente la Princesa.
Pero claro,
cuando se han pasado cien años dormida, es natural que cuanto se presente a tu mirada
resulte un poco raro.
—Y el tuyo
—dijo alegremente el Príncipe, que no parecía acusar lo tenebroso del ambiente.
A fin de
cuentas, había nacido y crecido allí, y uno permanece apegado a su infancia y, cuantos
más años pasan, menos advierte los defectos que pudiera tener el entorno donde transcurrió.
—¿Qué es esa
cosa negra y viscosa hacia la que vamos? —pregunto la Princesa.
Pero el
Príncipe Azul parecía tan feliz, que no entendió del todo la pregunta y sólo
dijo:
—Es el
Castillo donde tú serás reina, mi reina, algún día.
Los enamorados
dicen a veces cosas así, y es mejor no hacer demasiado caso. Pero quien las oye
se siente muy satisfecho, y así se sintió la Princesa. Cuando ya se hallaban
frente al castillo, la Bella Durmiente pudo ver que de su foso surgía una
especie de neblina muy oscura, y que un olor a fango y raíces podridas brotaba
de él, mezclándose al chapoteo de animales que ella no conocía. Como desconocía
tantas cosas, y era consciente de su ignorancia de cien años, no dijo nada.
Pensó que las costumbres habían evolucionado bastante desde el día en que ella
se pincho con el fatídico huso. Bajaron el puente levadizo, chirriaron las
cadenas, y dos heraldos vestidos de color verde musgo anunciaron su llegada.
Apenas pudo distinguirlos entre los vapores que surgían del foso, pero si pudo
ver claramente, sobre su cabeza, por encima de las torres, los vuelos de dos grandes
milanos que trazaron un círculo, como observándoles, y luego remontaron el
vuelo y desaparecieron tras las almenas.
La Princesa
atravesó los umbrales del Castillo y el patio de armas, y llego ante la pequeña
escalinata de piedra que conducía al torreón principal. Esperaba que, por fin,
encontraría algo, o alguien, que alegrase o dulcificara su llegada. « Las
apariencias engañan», solía decirle su nodriza, cada vez más añorada… Pero las
nodrizas, o las madres, o las viejas tías, se equivocan o aciertan como
cualquiera.
Al pie de la
escalinata, su cortejo, y a muy escaso, se detuvo. Era una escalinata de piedra
gris, húmeda y cubierta de musgo, como si nadie la cuidara, porque en las
junturas crecían malas hierbas y se veían hojas podridas. Entonces la Princesa
comprendió que la primavera había muerto hacía tiempo, mucho tiempo, y que ella
apenas se había dado cuenta.
Pero no sólo
la primavera, sino el verano, con su tienda de seda roja, su mesa de manteles
de lino y copas de plata bajo los almendros. Y también el dulce otoño, que
hacía de árbol una lámpara, y convertía en música las fuentes, los arroyos y
los manantiales. Habían muerto las flores, las espigas y los membrillos
dorados, y sólo quedaban ellos dos, de pie ante una larga escalinata de
invierno y viento. Oyó piafar a los caballos y un frío desconocido se apodero
de su corazón. Los goznes de la gran puerta de entrada al torreón chirriaron,
se abrieron las dos hojas lentamente, y pareció que una manada de lobos se
hubiera puesto a aullar, en alguna parte, no muy lejos de allí. En el marco de
la puerta se alzaba una silueta entre la luz de las antorchas. Era alta y
delgada y , por supuesto, majestuosa.
La Princesa
comprendió casi enseguida que se trataba de su suegra, la Reina Madre, que se llamaba
Selva, pero no acertó a ver su rostro, y a que las sombras de la tarde lo
ocultaban, y sólo había luz, luz roja y temblorosa, a sus espaldas. Tal como le
habían enseñado desde niña, la Princesa inicio una reverencia, pero el Príncipe
rodeo con su brazo su cintura y la ayudo a subir los escalones. No parecía
intimidado, sino más bien alegre, y acercándola a su madre, dijo:
—¡Abandona los
protocolos! Ésta es mi madre y, desde ahora, también será la tuya. Abrazaos, y
nada de reverencias ni cosas parecidas.
Algo como un
leve temblor, como un vientecillo helado que inesperadamente nos estremece y
nos obliga a abrigarnos al final del verano, llego hasta el corazón de la
Princesa. Pero el Príncipe ya la había empujado hacia su madre, y se sintió
estrechada por unos brazos tan fuertes y duros como cadenas de hierro. Entonces
oyó por vez primera la voz de la Reina Madre, dándole una sucinta bienvenida.
Era una voz baja, algo ronca, pero que parecía despertar ecos de cueva en cada
rincón, aunque fuese al aire libre. Arrastraba las eses, como un silbido. Más
tarde, cuando al fin pudo ver su rostro a la luz de las antorchas, velas y
fuego de la gran chimenea del lugar donde cenaron, y que la Reina llamaba
refectorio, la Princesa pudo ver un rostro delgado y apenas sin arrugas, muy
pálido, coronado por cabellos —los que escapaban de una especie de cofia muy
adornada, que cubría su cabeza— tan negros como los podría tener una muchacha
de veinte años.
Tenía ojos
grandes, en forma de pez, y con el contorno muy oscuro, como si los hubieran reseguido
con un pincel de humo. Y sus pupilas, también muy grandes y brillantes, tanto
que apenas si dejaban ver la cornea, tenían un color cambiante, indefinido. A
la sombra de los párpados, parecían negras, pero a la luz de las llamas —el sol
no entraba nunca en ellas, como pudo comprobar más tarde— lucían amarillas y
fosforescentes, como el azufre. Sus manos eran largas, con dedos muy delgados,
con la piel tan fina que se transparentaban las venas. La Princesa recordó,
viéndolas, algunos riachuelos que había visto, siendo niña o en el viaje que la
condujo hasta allí. Al extremo de sus dedos tenía uñas largas, bien cuidadas y
limpísimas, que se curvaban levemente como caparazones de crustáceos. Según pudo
comprobar luego, la Reina Madre era vegetariana. Pero no despreciaba el vino.
Todo lo contrario, vaciaba su copa una y otra vez, durante las largas comidas
que tenían lugar en el castillo. Entonces podía descubrirse en aquellas pupilas
una llama medio oculta, capaz de prender fuego a cuanto mirase. Respecto al Rey,
padre del Príncipe Azul y esposo de la Reina Selva, se encontraba muy lejos de
allí, ocupado en alguna de sus continuas guerras. Ni siquiera se había enterado
de la aventura nupcial de su hijo.
La Princesa
tuvo la sospecha de que el Rey se hallaba muy a gusto fuera del castillo y de
sus tierras, peleando con vasallos rebeldes y condes levantiscos; o
emprendiéndola con algún país vecino del que, por una u otra razón, decía tener
derecho o simplemente deseaba apoderarse.
Ana María Matute, El Verdadero
Final de la Bella Durmiente
PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 2007
PREMIO CERVANTES 2010
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