Este
jueves nos vamos a Madrid con los Segundos de Bachillerato y con parte de los
alumnos del S4B.
Por la mañana,
en la facultad de Filología de la Complutense, asistiremos al espectáculo
teatral España Siglo XX, interpretado por el grupo El Aedo Teatro. El curso
pasado ya comentamos la obra y dimos nuestra opinión sobre ella; no hace falta
decir que nos gustó, pues repetimos.
Por la tarde,
nos espera el Museo del Prado: unos tendrán que atender a las pinturas que les
entrarán en la EVAU; otros podrán aprender algo de mitología; los demás, nos
conformamos con apreciar algunas obras maestras de nuestro arte.
Os dejo con
dos textos. Con el primero de ellos, se abre la obra de teatro que vamos a ver.
El segundo pertenece al escritor argentino Manuel Mújica Laínez, y es una
invitación para encontrarnos con la magia del museo, donde por la noche los
cuadros cobran vida.
INVOCACIÓN AL SIGLO XX
Con tornillos de
hierro,
con olor a vapor,
con grasa en el pelo,
con cuchillos de
acero clavados en el corazón entramos en ti.
A la luz del
cinematógrafo,
al compás del
Mecanógrafo,
al olvido del
historiógrafo,
al instante del
fotógrafo entrarnos en ti.
Inventando por última
vez la ciudad,
desafiando a los
dioses de arriba y abajo,
cambiando por armas
la libertad,
entramos en ti
vendiendo una vida por un trabajo.
Siglo XX.
Inventor dei hambre,
arquitecto de guerra, maestro de perdición.
El siglo de todo lo
que mis ojos alcanzan a ver.
El siglo en el que
todo lo que mis ojos alcanzan a ver pudo ser destruido.
Eres todo tan de
cerca y sin embargo nada alejando la mirada.
Eres abuelo, padre e
hijo a la vez.
Por ti perdí mi Dios,
mi partido y mi identidad.
En tus espejos me veo
reflejado y no me reconozco.
Busco a tu Luna de
plata y no sé dónde está.
Hago malabares con
tres sombreros que por arte de magia se convierten en tres guerras.
Una escuadra
esperando a la muerte de un siglo que parecía no acabar.
Sin esperanzas subo
una escalera que me lleva a lo más bajo.
Me bajo al moro, me
subo a Europa y no me consigo encontrar.
Desde aquí, Siglo XX,
yo te invoco, buscando una segunda oportunidad.
Trae a mi memoria tu
humo, tus máquinas y tu sangre
para que la Luna de
plata vuelva a brillar.
Jesús Torres
A poco que cae
la tarde y que empieza a anochecer, los personajes de las pinturas y las
estatuas del Museo del Prado, se desperezan y sacuden. Durante el día entero,
permanecieron inmóviles, dentro de sus marcos o encima de sus pedestales, para
admiración y tranquilidad de los turistas. Nadie, ni el estudioso más avizor,
pudo advertir alguna mudanza en sus actividades a menudo embarazosas, tan
habituados están a cumplir con la plástica tarea que les asignó la imaginación
de sus creadores. Entonces descabalga el feroz caballero y cesa la fuga, en los
óleos de Sandro Botticelli; suelta Velázquez el pincel, y las Meninas se frotan
los brazos entumecidos; aletean los ángeles del Beato, de Van der Weyden, de
Memling, de Correggio, de Tiépolo, se echan a volar, y concluyen posándose en las
cornisas, donde dialogan con los extraños pájaros del Bosco; bosteza la Maja
Desnuda; el Duque de Mantua, harto de acariciar el perrito que le acoló
Tiziano, le ordena de mal modo que lo deje en paz; el Caballero de la Mano al
Pecho la baja, cierra los dedos helados, los masajea y hace crujir; el Carro de
Heno se pone pesadamente en marcha; Gioconda suspende la cansada, difícil
sonrisa; los muchachos griegos de mármol estiran las piernas, y el más
inclinado reanuda su queja cotidiana de cuánto le duele la cabeza de Antinoo
que le injertaron en el cuello; Justino de Nassau guarda la llave de la ciudad
de Breda, que diariamente entrega a Spínola en la gran tela de Las Lanzas; en
el Jardín de Rubens se desquitan del obligado mutismo, con un parloteo que cacareo
parece, por la contribución de tantas opulentas señoras; los Niños Jesús
españoles, flamencos, italianos, juegan en el piso; descienden de las nubes las
Inmaculadas; arrojan al suelo los fusiles, los del Tres de Mayo, y sus víctimas
comentan lo bien que, una vez más, han mimado su patético cuadro vivo ante el
público; el Emperador… Felipe II… Felipe III… Felipe IV… ¿a qué continuar?… Así
y así, de sala en sala, en las rotondas, en las escaleras, en las galerías, las
escenas se reproducen, como en innúmeros teatrejos de maravillosa hermosura,
donde los actores lían los bártulos y se aprestan, luego del espectáculo, a
vivir la vida, la supuesta verdadera vida. Sólo los guardianes previstos
recorren con paso cadencioso los ambientes del Museo, en el transcurso de las
horas de cierre. Controlan los relojes; verifican la normalidad de las obras
expuestas, revisan rincón tras rincón; charlan en voz mesurada. El palacio
impresiona con su grandeza vacía y con la fama y majestad de sus moradores. No
advierten los custodios en sus rondas la vibración secreta que estremece a la
asamblea ilustre, ni captan sus leves ademanes, sus reclamos, murmurios y
frufrúes, porque toda esa conmoción se desarrolla en un plano inaccesible a sus
sensaciones, y cada personaje esculpido o pintado es como el fantasma o la
proyección de sí mismo, y al desgajarse del sitio glorioso que ocupa y en el
Catálogo lo encierra, deja en su lugar una imagen (la imagen de una imagen), un
quieto reemplazante exacto que engañará pasajeramente los alcances de la humana
vigilancia. Ciertas noches, el novelista ha gozado de un privilegio singular.
Ignora a quién o a qué lo adeuda. ¿Será a los propios y astutos residentes del
Museo del Prado? ¿Lo habrán escogido a él, extranjero, habitante amistoso de un
remoto país, para transmisor del misterio de su vida oculta, para testigo de la
existencia doble que bulle dentro de los muros del palacio de Juan de
Villanueva, como se elige la complicidad de un confesor desconocido? ¿Lo deberá
a la decisión de la Musa que abre puertas inverosímiles, la Musa que conduce a
infranqueables regiones? ¿Habrá en el Museo un funcionario con autoridad y
poderes sobrenaturales? El novelista repite que lo ignora. En el espacio de
esas noches encantadas, ha dado fe, simultáneamente, de la noble inercia de las
pinturas y esculturas, fijas en sus puestos, y de las andanzas de quienes, para
los demás imperceptibles, fluyen de la sustancia de las obras maestras. Y como
es su oficio, el novelista cuenta aquí lo que vio y oyó.
Manuel Mujica Láinez, Un
novelista en el Museo del Prado
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