(UNA HISTORIA DE AMOR Y
FANTASMAS)
En el
exterior, las calles estaban mojadas, pero corría una brisa fresca y el cielo
estaba despejado. Cruzó el puente de la vía férrea y se reunió con el fantasma
del camisón al final de las escaleras que conducían a la iglesia, un lugar que
solía elegir para esta clase de encuentros. Estaba lo suficientemente apartado
como para poder hablar sin llamar la atención.
-Me llamo
Viola -dijo el fantasma-- Viola Trump. Gracias por ayudarme.
-Si lo hago
esta vez, no debes contárselo a los demás -dijo Sam-. No hablaré contigo si hay
alguna posibilidad de que alguien nos vea, ya esté vivo o muerto. Así que tú
tampoco deberías hablarme a mí.
-Solo quiero
recordarle a Tom sus palabras. Eso es todo. Dijo que me querría para siempre y
ahora se va a casar con mi hermana.
-¿Quieres que
pase el resto de su vida de luto? -le preguntó Sam.
Viola hizo un
mohín y ladeó la cabeza.
-Toda la vida,
no -dijo lentamente-. Pero solo hace un mes que he muerto y ya se ha prometido
con ella. Quiero que sepa lo mal que me hace sentir eso.
Sam siguió al
fantasma colina arriba. A menudo, su labor como mensajero de los muertos le
había puesto en contacto con cuestiones que no deberían incumbir a un chico de
catorce años. Esa era otra de las cosas que le alejaban de los chicos de su
edad. A veces se preguntaba si tendría más en común con las almas perdidas que
podía ver con su ojo derecho que con los vivos a los que podía ver con el
izquierdo.
En lo alto de
la colina se detuvo a observar la nube de humo que cubría la ciudad, que se
alzaba en la lejanía. Londres daba cobijo a muchas almas resentidas. Viola lo
condujo sendero abajo en dirección a Peckham Rye. Carruajes y carretas pasaron
traqueteando a su lado, en dirección al mercado. Sam y Viola salieron a un
camino lateral donde se erguía una serie de casas adosadas. Caminaron en
silencio. Al fin, Viola señaló una de ellas y dijo entre sonoros sollozos:
-Es allí. Esa
es la casa de Tom.
Sam esperó a
que dejara de llorar.
Cuando la
chica se recompuso, Sam llamó a la puerta. Le abrió un joven de aspecto
taciturno. Era alto, pelirrojo, con la piel pálida y el rostro cubierto de
pecas. Iba vestido con un traje, aunque ni el material ni el corte sugerían que
se tratase de un hombre adinerado. Parecía tan incómodo con él puesto que Sam
llegó a la conclusión de que era nuevo, al menos para él. Por los gemidos que
estaba profiriendo Viola, Sam supo que se trataba de Tom.
-Me llamo Sam
Toop -dijo Sam-. He venido a tratar un asunto con un tal Tom Melia.
-Soy yo. ¿Nos
conocemos? -le preguntó el joven.
-No. Vivo al
otro lado de la colina.
-¿Entonces es
que quieres venderme algo?
-Solo he
venido a pedirle unos minutos de su tiempo.
-Me temo que
tiempo es algo que no me sobra en estos momentos. De hecho, ya llego tarde
-salió de la casa y cerró la puerta a su paso.
-Quizá podamos
hablar mientras caminamos -propuso Sam.
Tom parecía
más entretenido que molesto por la insistencia de Sam.
-¿Y ese asunto
que me cuentas no puede esperar`?
-Díselo ya -le
instó Viola.
-Le
agradecería que pudiéramos solventarlo ahora -dijo Sam.
-Está bien.
Aunque voy a la iglesia, que no queda muy lejos.
-¿A la
iglesia? -dijo Sam.
-Hoy me caso.
-¿Hoy?
-exclamó Sam, que giró la cabeza para mirar a Viola.
-Por eso no
podía esperar -dijo ella-. Tenernos que detenerlo.
-Pareces
sorprendido -dijo Tora-, Todos los días se casa alguien, ¿sabes?
-Es solo
que... no me gustaría molestar a nadie en el día de su boda -dijo Sam,
dirigiéndose tanto a Tom como a Viola.
-No pensé que
tuvieras intención de molestarme -dijo Tom, sonriendo-. No sé si debería
replantearme lo de permitir que me acompañes.
-Prometió que
me amaría -gimió Viola.
-Perdóneme
-dijo Sam-, debe de pensar que soy un poco raro.
-Pues sí -dijo
Torn-, la verdad es que si.
El chaparrón
de la noche anterior provocó que Tom y Sam tuvieran que saltar sobre los
inmensos charcos de lodo que había de camino a la iglesia, mientras que Viola
los atravesaba directamente, sin agitarlos ni reflejarse en ellos.
-Hace un día
precioso para casarse -dijo Sam-. ¿Puedo preguntarle el nombre de la chica que
será su esposa?
-Se llama
Perdita -respondió Tom-. Es la chica más hermosa, honesta y amable que te
puedas imaginar.
-Esa ramera...
¡Esa bruja traidora! -farfulló Viola.
-Entonces es
usted afortunado -dijo Sam, ignorando a Viola-. ¿Cómo la conoció?
-Conozco a su
familia desde siempre -le explicó Tom.
-¿Y qué hay de
mí? -inquirió Viola.
-¿Han estado
enamorados desde la infancia? -preguntó Sam.
-La verdad...
-titubeó Tom-, la verdad es que nunca he querido casarme con ninguna otra
chica.
-¡Mentiroso!
-gritó el fantasma-. ¡Mentiroso!
-¿Nunca hubo
otra persona en su vida? -preguntó Sam.
Tom se detuvo
en seco. Se encontraban en una esquina desde la que se podía ver el campanario
de la iglesia, apenas un par de calles más adelante.
-¿Es este el
asunto urgente que tenías que discutir conmigo? -preguntó. La sonrisa había
desaparecido de su rostro.
-No es mi
intención hacerle un interrogatorio -dijo Sam-. Pero, cuando me haga mayor,
supongo que querré encontrar también el amor. Me intriga mucho saber cómo se
producen estas uniones.
-Yo estaba
prometido con su hermana -admitió Tom.
Ya fuera por
la juventud de Sam. o por su carácter cautivador, el caso es que no era la
primera vez que persuadía a un completo desconocido para que le abriera su
corazón de esa manera.
-¡Ajá!
-exclamó Viola, triunfante-. Al fin sale la verdad.
-Pero me
pareció entender que siempre había querido casarse con Perdita -dijo Sam-.
¿Cómo es que acabó prometido con su hermana?
-Fue un gesto
de caridad -dijo Tom-. Aunque a veces dudo si esa es la mejor definición.
-Fue una
crueldad, más bien -dijo Viola.
-No lo
entiendo -dijo Sam.
-Le pedí
matrimonio a Perdita hace tres años -dijo Tom-. Sé que ella compartía mis
sentimientos, pero no quería casarse conmigo. Me contó que su hermana le había
confesado que ella también estaba enamorada de mí. Juro que yo no hice nada por
fomentarlo.
Tom hizo una
pausa, como si esperase alguna nueva pregunta. -Al ver que Sam no decía nada,
prosiguió:
-Su hermana
nunca estuvo hecha para este mundo. Se pasó toda la infancia asolada por
enfermedades y Perdita sabía que solo le quedaban unos pocos y preciados años
entre nosotros. Así que me dijo que, si de verdad la amaba, me la sacara de la
cabeza e hiciera feliz a su hermana durante el tiempo que le quedase.
-¿Así que le
ordenó que amase a su hermana? -dijo Sam.
Tom asintió
con gravedad-
-Y así lo
hice. Por Perdita. Le dije a Viola que la amaba. Le dije que nos casaríamos.
Aparqué mis sentimientos y, como si fuera un actor, interpreté el papel de
amante de Viola. Todos los días se me rompía el corazón, pero Perdita tenía
razón. Hice feliz a su hermana. ¿Pero fue correcto? No lo sé.
Sam dirigió la
mirada hacia Viola. La chica no dijo nada, pero su mirada reveló que creía lo
que estaba diciendo Tom.
-Si mi opinión
cuenta para algo -dijo Sam-, yo diría que sí se trata de un acto de
generosidad. Usted le dio esperanza a una chica que no tenía ninguna.
-Gracias -dijo
Tom-. Eres un jovencito extraño, apareces de sopetón para decirme esto y precisamente
el día de mi boda; pero por alguna razón, aprecio tu opinión. No ha sido fácil
guardar este secreto. Las malas lenguas hablan de mí como de un hombre
caprichoso, cruel y egoísta. Perdita y yo nos mudaremos cuando nos casemos.
Empezaremos de cero.
Los tres
prosiguieron su lenta caminata hacia la iglesia. Ni Tom ni Sam dijeron una
palabra más durante el trayecto. Viola caminaba por detrás de ellos, en
silencio.
Entonces
llegaron a la puerta que conducía a la iglesia.
-Ya hemos
llegado -dijo Tom- y aún no me has hablado de ese asunto tuyo.
-Ya no tiene
importancia -dijo Sam-. Permítame transmitirle mis mejores deseos para su
matrimonio.
-Y buena
suerte a ti también, cuando te toque encontrar el amor -dijo Tom.
-Eso aún queda
un poco lejos -dijo Sam.
-Bueno, cuando
llegue el momento, espero que tu camino hacia la felicidad sea menos extraño y
doloroso de lo que ha sido el mío.
Se despidieron
con un apretón de manos y Tom marchó por el camino que conducía a la puerta de
la iglesia. Se levantó una brisa helada que alborotó las ramas desnudas de los
árboles del cementerio.
Se escuchó
entonces un golpe, diferente a cualquier sonido terrenal, pero que Sam había
escuchado muchas veces antes. Era el sonido que escuchaban los fantasmas antes
de atravesar la Puerta invisible.
-Me están
llamando, ¿verdad? -dijo Viola.
Sam asintió.
-Tengo miedo.
-Ya -dijo Sam.
No tenía
palabras para consolar a Viola Trump. Estaba a punto de atravesar una puerta
que conducía a un lugar que escapaba a la imaginación de Sam. No esperaba un
agradecimiento y no recíbió ninguno.
Los muertos
rara vez se mostraban agradecidos por la ayuda que les prestaba.
Gareth P. Jones, Constable &
Toop
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