Porque no importa. Se me podría
llamar Ismael. Dudo en cómo abordar el relato de aquellos meses que cambiaron
mi vida, durante el curso en el que cumplí catorce, hace la friolera de nueve
años. No sé si debo hacerlo desde el momento actual o si debo, más bien,
procurar recuperar la perspectiva de aquel niño que dejó de serlo. Tampoco sé a
qué atenerme con respecto a una de las personas que más decisivamente han
influido en mí.
Fue un ladrón
especial, pues me robó, sí, pero durante años he pensado que me dio mucho más
de lo que me quitó. Hoy no estoy tan seguro. Es posible que gracias a él me
apartara del mal camino. No lo sé.
Su nombre sí lo voy a decir. Se llamaba Raimundo, pero le llamaban Rai, y cuando le querían fastidiar le llamaban Inmundo, chiquillada que no le amargaba la vida. Así, con i latina, ni siquiera con el adorno de una i griega, hoy más anglosajona que helénica: Rai. No es un nombre para una leyenda. Pero así es la realidad.
Porque Rai, en
el instituto, fue lo más parecido a una leyenda que yo haya conocido. Una
leyenda escolar, como diría mi madre, no una leyenda de fama mundial. Así que,
teniendo en cuenta esa escala, el nombre de Raimundo tal vez sea el apropiado.
Lo bueno, lo mejor de las leyendas, es que nunca envejecen, y lo recordaremos
así, siempre joven, con esa mirada azul algo líquida y bastante irónica, muy
limpia y a la vez empañada, con el pelo negro ensortijado, un fular en el
cuello, un pendiente en la oreja izquierda y una leve sonrisa eterna y como
congelada, que casi nunca acababa de arrancar. Los pómulos marcados, la
barbilla algo afilada. Ahora lo definiría como una especie de dandi vagamente
desaliñado, aunque en la época en que lo conocí nunca se me habría ocurrido tal
expresión. En cuanto a su mirada, la seguiría juzgando irónica, aunque quizá no
tan limpia.
Tenía tres
años más que mi hermana, y mi hermana dos más que yo. Ella se llamaba Teresa,
pero un poco por picarla, un poco cariñosamente, la llamaba a veces Pesadilla
de Fuego.
Teresa era,
por decirlo pronto, la chica más guapa del instituto. Y vaya si lo sabía. Se
hacía la modesta, pero vaya si lo sabía. Y no puedo culparla, debe de resultar
muy difícil no ser una creída cuando medio instituto —casualmente, la parte
masculina— piensa que eres maravillosa y está babeando por ti, te invita a las
fiestas, te sonríe, te habla siempre con amabilidad, te deja copiar, te presta
apuntes, te manda archivos con canciones incluso sin haberlo pedido, te cuela,
sueña contigo, mendiga una de tus encantadoras sonrisas, etc., etc. Claro que
también es cierto que algunas chicas la envidiaban y la criticaban,
generalmente sin razón, pues Teresa, con todos sus defectos, era en el fondo
una persona bastante más que aceptable; y que algunos la despreciaban, como la
zorra de la fábula que despreciaba esas uvas que no podía alcanzar. En fin,
supongo que todo el mundo encuentra piedras en el camino, y que incluso gozar
de su agraciado físico —ojos verdes, labios llenos y finamente dibujados,
melena negra y brillante, piernas largas— debe de ser complicado. He leído
entrevistas en las que algunas modelos se quejaban: si los hombres no hubieran
estado tan encima de mí, si me hubieran dejado en paz, yo habría podido ser
esto o lo otro. En lo que a mí respecta, creo que tener por hermana a la más
deseada del instituto fue bastante positivo, porque contribuyó a que dejara de
idealizar a las mujeres. O quizá fuese bastante negativo, porque es algo que
puede volverte escéptico. Ya no hay diosas en el horizonte, y lo primero que
piensas al ver en una revista una fotografía de una modelo anunciando un
perfume es que seguramente come pipas y lo deja todo lleno de cáscaras
chupadas, o que hay calcetines sucios desperdigados por el suelo de su cuarto,
o que nunca se lleva la mano a la cartera porque da por hecho que a ella hay
que invitarla. En fin, no sé.
Pese a la
diferencia de edad, sigo creyendo que yo también fui, de alguna manera, muy
importante para él. Recuerdo la primera ocasión en que le vi. Fue al pasar del
colegio al instituto. El instituto era un edificio del centro de Madrid con
algo de historia, uno de esos nobles edificios de piedra con columnas, arcos,
molduras, ventanales y techos altos, que los alumnos solo empiezan a apreciar
en su justo valor cuando ya lo han dejado atrás, y no todos. Se había fundado a
finales del siglo XIX. Los primeros días Ramón, Hugo y yo no nos separábamos ni
para ir al baño. Estábamos un tanto asustados por el cambio, por no conocer a los
profesores y, sobre todo, por estar rodeados de chicos mucho mayores por todas
partes. Algunos nos parecían peligrosos, de esos que pegan una patada a tu
balón o a tu mochila, te quitan el bollo o te dan un golpe con el hombro al
pasar. O que hacen cosas mucho peores. Una mañana le vimos cruzar el patio en
diagonal, de una esquina a otra del campo de deportes, con su guitarra en
bandolera, y tuve la sensación de que el tiempo se paraba. Creo que se debió a
su manera de andar, lenta pero sin pausa, al movimiento de sus brazos y
piernas, a la leve inclinación de su cuerpo, la cabeza ladeada, un poco como si
bailara y otro poco como si estuviera vigilante, al acecho tras su aparente
tranquilidad. Bueno, como ya he dicho, fue como si el mundo se parara, como si
todo se detuviera menos él, como si todo menos él quedara congelado por unos
segundos. Como un felino seguro de su poder y, sin embargo, alerta, a la
defensiva porque se sabe en peligro. Por supuesto no fue exactamente así, y
para entender mi fascinación hay que tener en cuenta que se debía en parte a mi
corta edad. Pero solo en parte. La gente le iba saludando, y él respondía a los
saludos sin detenerse. Desapareció tras abrir con una llave una puerta (yo aún
no sabía que era la del auditorio y que había conseguido permiso para ensayar
en él, algo absolutamente excepcional), y todo volvió a la normalidad. No
comenté nada a mis amigos porque estaba seguro de que ni yo me sabría explicar
ni ellos me sabrían entender, y habrían despachado el asunto —al menos Ramón—
diciendo que si ahora me gustaban los chicos o qué pasaba. Pero no, no tenía
nada que ver con eso. Simplemente desprendía algo especial, casi mágico. Algo
así como la ilusión de que es factible un mundo mejor y más justo, y a la vez
más apasionante y más intenso. Eso fue un curso antes de conocerle, pues ver a
alguien cruzar un patio no es conocerlo. Irradiaba un aura. Y eso lo tienes o
no lo tienes.
PREMIO DE NOVELA CAFÉ GIJÓN 2014
PREMIO CERVANTES CHICO 1998
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