La Tierra ha disminuido de tamaño, puesto que
hoy en día puede recorrerse diez veces más rápidamente que hace cien años.
Estas palabras
están en el origen del viaje que emprende el protagonista, Phileas Fogg, el
cual muestra su confianza en los adelantos en los transportes —corre el año 1872—
jugándose veinte mil libras con sus compañeros de un selecto club londinense: asegura
que en ochenta días podrá dar la vuelta al mundo.
Inicia tan
audaz viaje acompañado de Passepartout, su fiel criado, que no puede sino
asombrarse cuando su metódico amo le comunica sus planes. En el fondo no es tan
extraño, un hombre tan puntual es el más indicado para abordar tal empresa.
Así tenemos de
nuevo a una de esas, ya clásicas, parejas de Julio Verne: Fogg, que
confía plenamente en la tecnología, en la ciencia y la razón, y Passepartout,
mucho más pragmático, impulsivo y... divertido. Por supuesto a lo largo del
viaje los dos cambian, Fogg hasta se enamora y Passepartout casi estaría
dispuesto a jugarse su sueldo por asegurar que el itinerario podría haberse realizado
solo en 78 días.
Después de
atravesar Asia y América, de cruzar varios mares, de enfrentarse a los peores
temporales, de rescatar a una bella dama hindú y de escapar de una falsa acusación
de robo, lograrán llegar a tiempo, aun quemando su última nave. Aunque casi se
lo impedirá un descuido imperdonable en alguien que hacía del reloj su dios.
Verne
sostenía: «todo lo que un hombre puede imaginar, otros hombres serán capaces de
realizarlo»; y en su libros podemos comprobar como muchos de los adelantos que
imaginó se han hecho realidad. En La Vuelta al Mundo en Ochenta Días Verne
no se sale de lo verosímil, ya que el
viaje era efectivamente posible.
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