Yo, Ninshubur,
admito que éste no es el inicio que el escriba eligió para sus tablillas de
barro. Es otro comienzo distinto, tal vez mejor, tal vez peor: quien lea los
signos trazados sobre la arcilla lo decidirá.
Pocos hombres han
nacido que hayan sido, ni de lejos, tan sabios como Dingir, el escriba. Él fue quien
inventó el arte de hacer hablar los dibujos, también llamado escritura. Antes
de él, los dibujos sólo servían para contar las propiedades y préstamos de los
templos; después de él,los trazos sobre el barro transmiten órdenes, cantan poemas,
insinúan falsedades, enseñan oraciones para apaciguar a las divinidades o incluso
narran historias. Historias como la contenida en estas tablillas, historias entretejidas
de dioses y reyes, de amor y poder, de aventuras y de descubrimientos, de
guerras y de las falsedades que los hombres inventan para justificarlas.
Dingir, el más
sabio de los nacidos en la tierra de Súmer, fue mi esposo y también el hombre
al que amé: sé que no es común reunir en una sola persona amor y matrimonio,
pero en nuestro caso fue así durante el breve tiempo que los asesinos nos
concedieron.
Podría
pensarse que todos le quisieron y le agradecieron el don de la escritura, un
arte que permite que las palabras sean eternas en vez de desvanecerse en el
aire apenas pronunciadas. No fue así y es odiado en toda la tierra entre los
ríos, de Ur a Nippur, de Uruk a Lagash, desde el Eufrates hasta el Tigris.
Nadie pronuncia su nombre y todos desean olvidar su misma existencia.
Sólo los
reyes, codiciosos de poder, se sienten agradecidos por el regalo que mi esposo
les hizo, pues gracias a la escritura sus mandatos llegan más allá del
horizonte y pueden, así, crear imperios amasados con sangre. También los
comerciantes se han beneficiado del arte de hacer hablar a los dibujos sobre el
barro, pues pueden extender sus tratos con lugares lejanos, como las arañas
tienden sus redes para estrangular a sus presas. Pero es ingenuo esperar nada
de la gratitud de reyes y comerciantes, y sólo mi esposo, que a pesar de su gran
saber a veces tenía el corazón de un niño, albergó alguna esperanza.
Cuando tuvimos
que huir y escondernos, animé a mi esposo a que escribiese estas tablillas. Él
soñaba con dejar constancia de lo que había sucedido en realidad y que así los
hombres le perdonasen, e incluso (creo yo) que le admirasen por su descubrimiento.
Le animé a hacerlo aunque yo no albergase ninguna ilusión. ¿Qué tablilla
conseguiría que le perdonasen los poetas? Antes de la escritura, los poetas
podían exigir jugosos pagos y regalos por recitar sus poemas en fiestas y banquetes,
y si alguien era tacaño, se veía privado del disfrute de los sonoros versos, y
su vida se empobrecía como un suelo sembrado de sal. Con la escritura, en
cambio, cualquiera puede copiar sobre el barro los poemas más extensos y
hermosos, sin esforzarse apenas y sin memorizarlos; y luego repetirlos en
cualquier lugar y circunstancia. Las obras de los poetas y los rapsodas llegarán
ahora a mucha más gente que si ellos fuesen en persona de banquete en banquete
y de fiesta en fiesta recitándolas; pero los poetas recibirán mucho menos por sus
composiciones y la pobreza les amenazará. ¡Y mi esposo desearía que ellos le
perdonasen e incluso le quisieran! Como siempre ha vivido entregado al saber,
es —o, más bien, era— un tanto ingenuo en lo relativo a las pasiones egoístas
de los humanos normales.
Igual que con
la escritura los rapsodas pierden el monopolio de la poesía, los sacerdotes
dejan de poseer en exclusiva las oraciones que aplacan a los dioses, y los
nobles tienen que atenerse a leyes escritas cuando juzgan al pueblo. Por eso
los poetas, los sacerdotes y los nobles odian la escritura, e intentan prohibir
que poemas, oraciones y leyes se escriban sobre tablillas.
En la pugna
entre reyes y mercaderes, por un lado, y poetas, sacerdotes y nobles, por el
otro, mi esposo constituía la víctima propiciatoria perfecta, sobre todo porque
era bueno y no sabía defenderse.
Por eso estaba
condenado desde el principio, y estoy segura de que habría sido sacrificado, tarde
o temprano, aunque no hubiese sucedido lo que sucedió. Una vez acrecentado el
poder mediante la escritura, el rey lo habría entregado a los sacerdotes,
nobles y poetas para apaciguarlos.
Pues bien,
cuando los dos huimos de Uruk dejando un rastro de sangre y nos ocultamos entre
los cañaverales y las aldeas, yo animé a mi esposo para que escribiese y
contase la verdad. Yo sabía que la verdad no era conveniente para nadie, más
bien, si llegase a conocerse, sería algo muy peligroso para personas muy
poderosas. Nunca permitirían que se difundiese.
Pero mi esposo
había dedicado toda su vida a desarrollar la escritura, y escribir le ayudaba a
sobrellevar la pérdida de sus padres, de su casa, de su riqueza y, sobre todo, de
su inocencia. Por eso yo le animaba, porque mientras él dibujaba sobre la
arcilla contando su historia, dejaba de sufrir. Era como una medicina para su
alma, y yo se la proporcionaba mostrando unas veces curiosidad, otras indiferencia,
y a veces, cuando él se desanimaba, lo irritaba criticándolo, igual que el
látigo del arriero impulsa adelante a los asnos cargados de mercancías. En ocasiones,
incluso yo me ponía a dibujar palabras sobre la arcilla fingiendo una torpeza
que no tenía para que él se enojase conmigo y no abandonase su empresa.
En realidad, a
mí no me importaban mucho aquellas (estas) tablillas. A mí me importaba él. Su
alma era grande, pero frágil como una delicada vasija de finas paredes, que
puede romperse con cualquier golpe. Y él ya había recibido demasiados, tantos
que se resquebrajaba por todas partes.
Es muy difícil
admitir, para el orgullo de una mujer, que su amor no es suficiente para sanar
las heridas del alma de su amado. Yo le diría: «Apoya tu cabeza en mi regazo y
olvídalo todo». Pero él contestaría: «¿Cómo olvidar la guerra, la amistad, a la
diosa Innana?». Y al responder esto, él recordaría una vez más, y sufriría.
Por eso yo no
le decía nada y, en vez de eso, lo animaba a escribir. Que las tablillas de
arcilla fuesen tumba y prisión del pasado, y así él luego pudiese vivir y disfrutar
del amor. De mi amor.
Yo no contaba
con los asesinos que lo perseguían. Confiaba en que un milagro nos salvase.
Pero ¿qué milagro podíamos esperar nosotros, malditos por los dioses?
Ahora, yo
misma he terminado de escribir su historia, nuestra historia. Se lo había
prometido a él. Y, al hacerlo, también me he sentido invadida por la necesidad,
no, por la urgencia de que alguien conozca la verdad de los terribles hechos
que rodearon el nacimiento de la escritura.
Es una
esperanza bastante estúpida, debo admitirlo. ¿En qué me beneficiará a mí que,
dentro de muchas generaciones, alguien desentierre estas tablillas y lea, y se estremezca,
y sepa lo que ocurrió? En nada. Y, sin embargo, ahora quiero que esto suceda,
igual que lo quería mi esposo.
Al ir a
enterrar las últimas tablillas, he releído las primeras líneas que escribió mi
amado Dingir. Y he dudado. ¿Atraerán a quien las encuentre o, por el contrario,
serán apartadas con un gesto de hastío? ¿Le animarán a seguir leyendo o empleará
las viejas tablillas para construir un muro?
Mi esposo
comenzó su historia por donde ha de iniciarse una historia: por el principio.
Pero pocas veces los inicios de algo contienen la promesa de lo que ocurrirá.
Mirando una semilla, nadie imagina el árbol a que dará lugar. Por eso debo
actuar como una experta prostituta sagrada, que muestra sin mostrar, que promete
sin prometer, que seduce sin que parezca que está seduciendo. Crearé un nuevo
inicio que no empiece por el principio, sino por el medio o incluso por el
final. Un inicio que insinúe, pero que no revele; que incite, pero que no
satisfaga; que deposite miel en los labios, pero que no sacie. ¿Sabré hacerlo?
He vivido en el Templo de Innana, donde las artes de la seducción se perfeccionan
hasta extremos indecibles; así pues, imitaré a las sacerdotisas para atraer a
un desconocido lector que tal vez nunca exista.
Por mi parte,
es un gran atrevimiento modificar lo que escribió mi esposo, anteponiendo mis propias
tablillas; porque él ha sido el hombre más sabio del mundo, al menos en lo que se
refiere a la escritura. En lo demás no, debo admitirlo. Pero a él no le habría importado
que yo... No, se habría enfadado muchísimo conmigo, y habríamos discutido. No
está ya conmigo, oh dioses, ni para enojarse ni para amarme, y su recuerdo me
quema el alma.
Yo también he
de escribir para recordar y reconciliarme con los recuerdos, y para no llorar acordándome
de él. ¡Cómo le entiendo ahora!
Volveré a
quien encuentre estas tablillas, pues a él no le interesan mis lágrimas, aunque
sí mis recuerdos.
Lee estas
tablillas, lee estas viejas y polvorientas tablillas, y conocerás cómo y por
qué empezó la escritura, y las pasiones e intrigas que desató, y cómo las
primeras palabras escritas que ha conocido la humanidad no fueron poemas de
amor ni oraciones a las divinidades, sino la justificación mentirosa de una
guerra de agresión y un intento de convencer a todos de que Uruk no fue
vencida, contra lo que era evidente.
Si tus ojos no
se fatigan ni tus manos tiemblan, lee, y conoce cómo la diosa Innana, la mil
veces santa diosa del amor y de la guerra, volvió a descender a los infiernos
una vez más, pero esta vez Innana buscaba destruir a mi amado esposo.
¡Oh lector del
desierto! Si consigues descifrar mis signos, quizá te extrañe saber que hubo un
tiempo en que no existía la escritura y que su descubrimiento provocó muertes y
luchas despiadadas por el poder. Pero por mucho que te extrañe, lo que se
cuenta aquí sucedió. Lee y juzga.
Es tiempo de
que deje hablar al protagonista de esta historia: mi esposo Dingir, un humilde
y sabio contable de Uruk. No era hijo de reyes, ni un héroe, ni mucho menos un
favorito de las divinidades. Su destino, desde la infancia, era ser sacrificado
para la mayor gloria de Innana; pero, en vez de eso, creó la escritura.
Y ya nada,
nunca, fue igual.
Lorenzo Mediano, El Escriba de
Barro
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