A la memoria de los fallecidos
por los atentados de hoy
Fue entonces
cuando una explosión de dimensiones colosales hizo saltar el suelo por los
aires. De Scotland Yard salieron humo y llamas rugientes. Una ráfaga de calor
lo empujó, y vio a un cochero cruzar volando la calle y estrellarse contra las ventanas
delanteras de la taberna. Del interior llegó una sucesión de sonidos estrepitosos
cuando las pesadas mesas empezaron a caer por un efecto dominó. El ruido creó estallidos
blancos por todas partes. Un manojo de teclas de máquina de escribir pasó flotando
por su lado. Al volver la cabeza se notó la piel rígida bajo una capa de
hollín. En el callejón estaba casi totalmente protegido excepto por unos cuantos
cascotes de vidrio y ladrillo que salieron disparados del otro extremo y se desparramaron
alrededor de sus zapatos. Luego el ruido cesó y se hizo un largo silencio lleno
de espirales de humo, cortinas de papel flotante e incendios aislados.
Se quedó
inmóvil. No oía nada, aunque veía a otras personas gritar. En la palma de su
mano, el reloj parecía funcionar demasiado despacio. Un joven agente de policía
le agarró el brazo y lo miró a los ojos. Thaniel le leyó los labios lo bastante
bien para saber que le preguntaba si estaba herido. Negó con la cabeza. El
agente le indicó que volviera al Ministerio del Interior para no herirse con
los cascotes. Estaban en todas partes, obstruyendo por completo la calle que
debería haber conducido a Trafalgar Square.
Del interior
del Rising Sun salía humo. Los barriles habían estallado y el mostrador ardía. Salieron
varios hombres tambaleándose, dándose palmadas en las mangas para apagar las
cenizas naranjas que las cubrían. Dolly no estaba entre ellos. Pasando por alto
al agente, se agachó por debajo de lo que quedaba del marco de la puerta.
—¡Dolly! —No
se oía su propia voz, y no podía saber si había gritado con suficiente fuerza
para que alguien lo oyera por encima del fuego.
El local era
pequeño y no tardó en encontrar a Williamson medio atrapado bajo una de las
grandes mesas. Tenían capacidad para doce personas sentadas, al estilo vikingo,
pero el estallido las había arrojado contra la barra. La esquina de una mesa se
había desplomado sobre las tablas del suelo donde estaban antes de salir y las
astillas se amontonaban junto a un hoyo que se abría directamente a la bodega.
Encendidas por las llamas que corrían a lo largo del brandy derramado sobre la barra,
eran de un rojo sangriento. No se paró a mirar pero la visión se le quedó grabada
en la mente, y un dolor imaginario le recorrió las costillas, donde se le habría
incrustado la mesa de haber permanecido allí dentro.
Tiró de
Williamson para sacarlo de allí. Este se tambaleó mientras salía, pero pareció
recuperar el equilibrio después de que Thaniel lo sostuviera unos instantes. Entre
los dos liberaron a la camarera, que tuvo que pasar por encima de las espitas
de los barriles. No lograron dar con la puerta en medio del humo, por lo que
salieron por las ventanas hechas añicos.
—Tengo que
irme —dijo Williamson, cogiendo a Thaniel del brazo—. Debo ocuparme de todo esto,
¿comprende? Váyase...
Lo interrumpió
un estallido lejano.
—Por Dios,
otra. —Williamson se quedó mirando en esa dirección—. Váyase a casa. Lejos del
centro de la ciudad, por el amor de Dios. No se aparte del río; no se acerque demasiado
al Parlamento. Y usted, señorita Collins, vamos. —Sin detenerse, corrió tras
los agentes que ya se dirigían en tropel hacia los edificios en ruinas de
Scotland Yard.
La joven miró
a Thaniel sin comprender y empezó a abrirse paso entre los cascotes. El se quedó
inmóvil un instante y luego echó a andar por donde había llegado. Williamson
tenía razón; lo único que podía hacer era marcharse a casa y confiar en que los
irlandeses no tuvieran interés en Pimlico.
El humo de la
explosión lo acompañó a lo largo de Whitehall Street. Mientras caminaba se
convirtió en una compañía de fantasmas. Notaba el tictac del reloj a través de
lapalma. Tendría que dárselo a Williamson, en realidad yadebería haberlo hecho
antes. Solo el fabricante de una bomba sabía con exactitud cuándo esta estallaba.
Esa alarma había sido programada como una advertencia. Las luces de la estación
de metro de Westminster se filtraron por las escaleras y a través del humo.
—¡Apartaos,
apartaos!
Se hizo a un
lado a la izquierda para dejar pasar a dos hombres con una camilla. Corrían
hacia un hospital; los médicos ya estaban arremangándose en las puertas mientras
esperaban a los heridos, con las batas blancas ya grisáceas a causa del hollín suspendido
en el aire. El hombre de la camilla estaba muerto. Thaniel se quedó mirándolo.
Todavía tenía los ojos abiertos y había muerto con una expresión de pasividad absoluta.
Tenía unas gafas en el bolsillo delantero y los dedos manchados de tinta. Un
simple oficinista. Parecía haber visto las llamas y haber dejado que se
acercaran.
Podría haber
sido él. Thaniel volvió a ver destellos blancos, aunque no se oyó ningún ruido
que los hubiera causado. Lo vio con toda la claridad de la memoria, como si hubiera
escapado tan por los pelos que se hubiese extraviado mentalmente en una
bifurcación temporal equivocada y todavía tuviera que regresar. Habría oído la explosión
y se habría vuelto; las ventanas de cristal se habrían hecho añicos hacia dentro,
y la fuerza del estallido lo habría echado hacia atrás contra la barra mientras
las mesas caían. La esquina de esa mesa cercana le habría aplastado la caja
torácica y en menos de un minuto habría fallecido de la punción en el pulmón,
con las yemas de los dedos plateados por la mina de lápiz de las
transcripciones del telégrafo.
Natasha Pulley, El Relojero deFiligree Street
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